Que nadie se lance patas arriba, presto a condenarme a los infiernos. La frase está entrecomillada y su autor fue Zeev Jabotinsky (1880-1940), el líder del llamado “sionismo revisionista”. A mí nunca se me hubiera ocurrido decirlo. La sentencia terminaba así: “…, sus vecinos lo odian, y tienen razón”*. Lo realmente curioso, es que no son palabras de un antisemita sino de un sionista, es decir de un partidario del movimiento político judío que pretendía en sus orígenes la formación del Estado de Israel y, después de la proclamación de éste en 1948, de su apoyo y defensa.
En cierto sentido, toda cita constituye una mutilación del contexto del que se ha extraído, pero, por descontado, la frase recogida no deforma la opinión del autor. En todo caso, se trata de una expresión que no se contradice con su fe en una nueva forma de vivir la judeidad.
Al decir de Iñaki Iriarte, autor de un trabajo muy interesante sobre el asunto, se trataría de un sionismo que, supuestamente, habría partido de una interiorización del antisemitismo europeo, un rechazo a los judíos de carne y hueso que aspiraría a una nueva judeidad basada en la pureza y la exclusión.
El tono coincidente de algunos sionistas y antisemitas en sus caracterizaciones sobre el ser de los judíos constituye mucho más que una suerte de anecdótico “síndrome de Estocolmo”. Sionistas anteriores, coetáneos y posteriores expresaron opiniones sobre el estado moral de los judíos, por lo que la definición de Jabotinsky no es una excepción casual.
Theodor Herzl (1860-1904), exponente de mayor importancia entre los padres del sionismo, deja caer a menudo que los judíos carecen de honor y que, por ello, tienden a ser vanidosos. Los sufrimientos, añade, “nos hicieron odiosos y cambiaron nuestro carácter, que en otros tiempos había sido orgulloso y noble”. “De nuevo, la gente dirá que estoy proporcionando munición a los antisemitas. ¿Por qué? ¿Solo porque estoy admitiendo la verdad?”. Herzl trataba de conseguir que las autoridades turcas permitieran la inmigración de judíos europeos a Palestina como paso previo a la creación de un Estado judío en la zona, Estado que funcionaría como “un puesto avanzado de la civilización contra la barbarie”.
Otros como Moses Hess (1812-1875), Leo Pinsker (1821-1891) o Max Nordau (1849-1923) ofrecen significativas muestras de una retórica autocrítica. Para este último, los judíos habían caído en una terrible miseria moral, muy relacionada con su concepto de “degeneración”: “… la miseria [de los judíos] es moral. Toma la forma de daño perpetuo a la autoestima y al honor”. En su opinión, los años de marginación habían generalizado un “psicología del gueto”, que se manifestaba en la abundancia de personajes débiles y mezquinos.
Bernard Lazare (1865-1903), colaborador de Herzl durante un tiempo, en la carta en donde le comunicaba su abandono de la Organización Sionista Mundial, sentenciaba: “Nuestro pueblo está en el fango más abyecto”. La causa del antisemitismo, según Lazare, estaba en gran medida en el carácter asocial de los judíos.
Aaron David Gordon (1856-1922), ideólogo del sionismo, reprochaba amargamente la manera en que los dos mil años de exilio habían modelado el carácter de los judíos. “Somos un pueblo parasitario. No tenemos raíces en la tierra; no hay tierra bajo nuestros pies. Y somos parásitos no sólo en el sentido económico, sino también en el espíritu, en el pensamiento, en la poesía, en la literatura, y en nuestras virtudes, nuestros ideales, nuestras aspiraciones humanas más elevadas”.
Micha Joseph Berdyczewski (1865-1921), quien en 1902 cambió su apellido por el de Bin-Gurion, es otro de los autores que se refirió con llamativa dureza al estado moral de los judíos. Así, para Bin-Gurion, el liderazgo de los rabinos y la huida de la realidad, disfrazada de espiritualismo, habían convertido a los judíos en un “no-pueblo, una no-nación, unos no-hombres”.
Similar era la postura de Jacob Klatzkin (1882-1948), para quien los judíos eran un pueblo “con una exagerada cantidad de intelectualismo mundano, viviendo una existencia falsa y pervertida por medio de sustitutos de la realidad”. También la de Nachman Syrkin (1868-1924), teórico del sionismo laborista, quien afirmaba que la emigración judía a Palestina permitiría a los europeos librarse de una fuente de problemas.
A juicio de Moses Hirschel (1754-1818), el fanatismo, la intolerancia y el odio de los judíos hacia los gentiles eran la verdadera razón de su miseria. Por su parte, Lob Baruch (1786-1837), que cambia su nombre por el de Ludwig Borne, ofrece otro ejemplo de cómo un liberal filosemita podía, no obstante, expresar en ocasiones opiniones similares a las de los antisemitas, describiendo a los habitantes de los guetos y los asentamientos como vagos y poco escrupulosos con su higiene. La propia suciedad y oscuridad del gueto constituiría a su modo de ver un “símbolo de la cultura espiritual de los judíos”; y Henrich Heine (1797-1856), en una carta a su íntimo amigo Moisés Moser, lo remata escribiendo: “los judíos son aquí asquerosa ralea”.
A lo largo del siglo XIX y la primera mitad del XX algunos de los herederos culturales de esos judíos continuarán con esta actitud de desprecio ilustrado hacia las masas judías, en muchos testimonios que hoy suelen ser considerados una muestra de “auto-odio”.
De este modo, los autores citados, sionistas reconocidos, incorporaron sus críticas acerca del estado de postración y la decadencia moral y material en que había caído el pueblo objeto de sus desvelos, coincidiendo en sus planteamientos con los antisemitas.
El historiador Henrich von Treitschke (1834-1896) llegó a tener clara cuál era la solución: “Solo hay una forma de satisfacer nuestros deseos: la emigración, la creación de un Estado judío”. Pero los antisemitas que apoyaron el proyecto sionista de enviar a los judíos a Palestina lo hicieron con un interés estrictamente táctico y una motivación radicalmente distinta. Lo que querían era librarse de la presencia de judíos; mientras los sionistas buscaban crear un Estado judío que sirviera, precisamente, de refugio ante las violentas explosiones de antisemitismo.
En definitiva, Herzl y otros sionistas podían, ciertamente, “entender el antisemitismo”, convencidos, como estaban, de que la falta de un país y un Estado propio y los siglos encerrados en los guetos habían hecho mella en el carácter de los judíos.
Cabe preguntarse si, conseguida la creación del Estado judío, estos miembros de la Haskalah, la Ilustración judía, hubieran cambiado las opiniones expresadas anteriormente sobre su pueblo. ¿Pensarían, acaso, que el Estado judío funciona como “un puesto avanzado de la civilización contra la barbarie?”.
*La frase proviene de la autobiografía de Jabotinsky, Historia de mi vida.