Ser bueno no es tan malo

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Una vez más me he animado a exponer mi humilde opinión en Facebook sobre un asunto de actualidad. Tontaina ha sido lo más bonito que me han llamado. Alguno, incluso, se ha atrevido a mentar a mi madre que está en los cielos. Pero… ningún argumento para rebatir el mío; solo insultos. En fin, nada sorprendente; las redes están saturadas de zoquetes. Lo he terminado dejando con un “sin comentarios”.

Aunque lo de tontaina me ha impactado, porque ha llegado precisamente cuando empezaba a escuchar esa voz interior que te dice: a veces, de bueno que eres, pareces tonto. ¿Son ellos los malos y yo el bueno? ¿son ellos los buenos y yo el malo? ¿es malo ser bueno? ¿es bueno ser malo? ¿se puede ser bueno sin ser tonto… o tontaina, o que te tomen por tal? Y, afinando un poco más, ¿es posible ser bueno en un mundo que no quiere que lo seas?

Este es un tema al que últimamente le estoy dando una vuelta, porque ha coincidido con la lectura de un artículo de Bernabé Tierno titulado, precisamente, “¿Ser ‘bueno’ es malo para la salud?, en el que el psicólogo español criticaba las conclusiones a las que había llegado un grupo de colegas italianos: “ser bueno resulta dañino para la salud física y psíquica de las personas”; “ser muy bueno es señal de aplatanamiento del individuo y de conformismo”; “la bondad a toda costa revela una imbecilidad sustancial”; “el ser humano agresivo es realmente el bueno, mientras que las personas pacíficas esconden un ánimo torturado y quizá maligno”. He leído, también, que ser malo mola y que, si te sacudes la sensación de culpabilidad, pone bastante. Fernando Savater añade, incluso, que “es más divertido”.

Si los psicólogos italianos equiparaban ‘bueno’ a imbécil y a conformista, es habitual que se relacione con atributos tales como débil, ingenuo, cándido, cobarde, pusilánime, vulnerable, iluso, tonto… o tontaina, capullo y hasta “pringao”.

Para empezar, diré que hablar de buenos y malos a estas alturas me resulta muy maniqueo. El pensamiento binario –blanco o negro, bueno o malo– no es conveniente, porque con él se pierden todos los matices, esa amplia gama de grises que hace que casi todo sea cuestión de grado. El cine nos demostró, hace tiempo, que había un feo entre el bueno y el malo, por ejemplo.

Sin embargo, este es un viejo debate que ya se planteó en su día entre hobbesianos y rousseaunianos. En El Leviatán, Thomas Hobbes hizo suya la sentencia de Plauto homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre, para afirmar que el ser humano es malo por naturaleza y egoísta, porque siempre privilegia su propio bien por encima del de los demás, para asegurarse la supervivencia. Por el contrario, Jean-Jacques Rousseau, en Emilio, o De la educación, sostenía que el hombre era bueno por naturaleza. Apoyándose en su idea del “buen salvaje”, defendía que el ser humano, en su estado natural, es íntegro, desinteresado y pacífico, y que males como la codicia, la ansiedad y la violencia son producto de la sociedad. En definitiva, que es la circunstancia de cada uno, que decía Ortega, la que nos mueve por esa escala de matices o de valores.

Pero, ¿qué es ser bueno?

Para Aristóteles había cuatro virtudes cardinales que determinaban el buen carácter de una persona: prudencia, templanza, justicia y fortaleza o coraje. Hoy, nuestros filósofos y psicólogos, manejan otros conceptos: empatía afectiva o emocional, asertividad y resiliencia. Desde una perspectiva ética, una buena persona tiene que saber escuchar, ser capaz de comprender e implicarse en las experiencias emocionales de los demás (empatía afectiva o emocional), de mostrar sus deseos y consideraciones de manera amable y franca (asertividad), de sobreponerse y adaptarse positivamente a nuevas situaciones no deseadas (resiliencia), incluso, por qué no, de procrastinar, pero de una manera activa, de tomarse un tiempo para la reflexión, dejando para mañana lo que podría hacerse hoy. Respeto, en una palabra, a los demás y a uno mismo, siempre, en todo momento y en todo lugar; a lo que añadiría, mucha paciencia y sentido del humor.

Conformarnos con “no hacerle mal a nadie” es, efectivamente, insuficiente. Martin Luther King ya nos advirtió que “los problemas más graves que vive el mundo actual no son consecuencia de los actos de unos cuantos malvados, sino de la indolencia y la tolerancia de los que se consideran “buenos”. Para alcanzar un nivel óptimo, hay que poner más carne en el asador, de una manera consciente y proactiva.

A mí me encantaría poder retratarme como lo hacía Antonio Machado cuando declamaba: “Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”; pero ser bueno es muy difícil. Prendido de los matices, me esfuerzo cada día, trato de progresar en esa escala gradual sin convertirme en un panoli, en un julay, que, a fin de cuentas, viene a ser lo mismo. Duermo bien, y eso no puede ser malo para la salud. Además, como concluye Bernabé Tierno en su artículo, la bondad fomenta las células T y el sistema inmunológico en general, que falta nos hace.

Así que, mal que les pese a los zoquetes, seguiré opinando, con empatía y asertividad, y, si es menester, procrastinando.

Este mundo puede ser mucho mejor… y más sano. Está en nuestras manos.