¡Más madera, esto es la guerra!, debieron pensar al ver que el misil impactaba en el objetivo, después de pulsar el botón. Misión cumplida. El chat del grupo que había coordinado la operación era un clamor.
Los informes de inteligencia habían llevado a las fuerzas estadounidenses a buscar un Toyota Corolla blanco que sospechaban podía estar siendo usado por el ISIS-Khorasan, la rama local del Estado Islámico en Afganistán. Lo habían localizado y un dron Reaper MQ-9, llamado también Depredador B, seguía sus movimientos y los de su conductor por las calles de Kabul.
Esa mañana de domingo, 29 de agosto de 2021, había entrado en unas “instalaciones desconocidas”, situadas en la zona donde la Inteligencia había detectado la preparación de un atentado. Le vieron recoger un “maletín”. Más tarde, visitó una garita de seguridad de los talibanes y observaron cómo metía varios contenedores en el coche con la ayuda de otros “cómplices” a los que luego dejó en sus casas, con efusivos abrazos, antes de retirarse para perpetrar el atentado. Sí, el Toyota Corolla blanco, que a primera hora de la mañana era un “vehículo sospechoso”, después de ocho horas de seguimiento, resultaba tan sospechoso que había alcanzado el grado de objetivo. Estaba “cargado de explosivos” y tenían que pararlo antes de que fuera demasiado tarde. Cuando lo vieron aparcar en un callejón decidieron que era el mejor momento para destruirlo. Alguien pulsó el botón y… ¡bum!
La operación había culminado con éxito, desbaratando “una amenaza inminente” del ISIS-K, que pretendía hacer estallar un coche bomba en el aeropuerto de la capital afgana. “Hubo explosiones secundarias, sustanciales y poderosas, después de la destrucción del vehículo, que confirmaban que había una gran cantidad de material explosivo en el interior”, dijo el capitán Bill Urban, portavoz del Comando Central de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos (CENTCOM).
Pero The New York Times y los medios de prensa internacionales desplazados en Kabul para cubrir la caótica desbandada occidental, pronto empezaron a plantear serias dudas sobre la versión oficial y a hablar de muertos civiles, abriendo un espacio para la incertidumbre en la cúpula militar. Ahora eran los medios los que sospechaban que el Ejército estadounidense había seguido el coche equivocado.
Zemari Ahmadi era el conductor. Un ingeniero afgano que llevaba dieciséis años trabajando para Nutrition and Education International (NEI), una ONG estadounidense con sede en Pasadena (California), dedicada a combatir la desnutrición. Un día antes había estado ayudando a preparar y repartir comidas a mujeres y niños en los campos de refugiados de Kabul, dijo Steven Kwon, presidente de NEI. Las instalaciones “desconocidas”, eran las de la sede de la ONG en Kabul. El “maletín” que había recogido contenía un ordenador y los contenedores que había cargado en la parte trasera del vehículo eran bidones de agua que llevaba a su extensa familia.
Cuando lo vieron en aquel callejón, Zemari llegaba al patio de su casa en Khwaja Bughra, una densa barriada del noroeste de Kabul, donde vivía con su familia y las de sus tres hermanos. Sus hijos y sobrinos habían salido a recibirle, poco antes de oír el zumbido del misil Hellfire de alta precisión que atravesó el vehículo y cayó sobre ellos. Un tanque de propano que había detrás del coche aparcado provocó las “explosiones secundarias” que habían servido para confirmar el éxito de la operación.
Diez miembros de la familia Ahmadi, siete de ellos niños, morían en un instante. Malika y Sumaya tenían dos años, Aayat todavía no los había cumplido. Armin y Benyamin, dos de sus sobrinos, no pasaban de los siete, y sus hijos Farzad, Faisal y Zamir, contaban nueve, quince y diecinueve. Completaba el peligroso comando yijadista que, liderado por el propio Zemari Ahmadi, pretendía atentar con un coche bomba contra el ejército estadounidense, Ahmad Nasser, ex oficial del ejército afgano y colaborador de las tropas de EEUU, que murió a solo unos días de casarse con Samia Ahmadi. Así es como esta familia, ilusionada con los preparativos del enlace y la expectativa de una pronta evacuación a EEUU, tuvo que cambiar una boda por diez entierros.
Tres semanas después, el general Kenneth F. McKenzie, jefe del Mando Central de los Estados Unidos, reconoció que los responsables de Inteligencia que habían seguido a Zemari Ahmadi y su Toyota Corolla blanco por las calles de Kabul, durante ocho horas, habían malinterpretado sus movimientos. Todo había sido un “trágico error” y anunció que se había abierto una línea de investigación.
Este es el epílogo macabro firmado por el ejército estadounidense, horas antes de poner punto final a su presencia en Afganistán. El prólogo lo escribieron veinte años antes, el 27 de octubre de 2001, al comienzo de la operación Libertad duradera, cuando una bomba arrasó cuatro casas en la aldea de Ghanee Jil y segó la vida de Kokogul mientras cosía un traje de novia, hiriendo de gravedad a diecinueve personas. Mirza Jan recordaba una fuerte explosión. “Cuando me levanté del suelo, vi a mi mujer y a mis dos hijos cubiertos de sangre”, musitaba sin apartar los ojos de la fosa.
Entre uno y otro, hay un reguero de sangre que se puede seguir gracias a la Misión de Asistencia de la ONU en Afganistán (UNAMA, por sus siglas en inglés) y a un estudio realizado por Marc W. Herold, profesor de Desarrollo Económico en la Universidad de New Hampshire, que cifran en al menos 10.111 los muertos civiles provocados por las tropas de EEUU y la OTAN entre octubre de 2001 y junio de este año –última fecha sobre la que existen datos disponibles–, de los cuales al menos 454 eran niños, según los datos del Bureau of Investigative Journalism, con sede en Londres.
Hace unas semanas, el Pentágono comunicaba el final de su investigación interna. El ataque, efectivamente, fue un “error trágico”, pero no violó las leyes de la guerra. “La investigación no identificó ninguna violación de la ley, incluido el derecho de la guerra”, sostiene en un informe el teniente general Sami Said. “El objetivo previsto del ataque –el vehículo, su contenido y su ocupante– fue evaluado de buena fe, en ese momento, como una amenaza inminente para las fuerzas estadounidenses”. Esa evaluación “lamentablemente fue inexacta”, según el texto. “Los errores de la ejecución combinados con el sesgo de confirmación –definido como tendencia a sacar conclusiones acordes con lo que se cree probable–, y los fallos de comunicación dieron como resultado lamentables bajas civiles”. Pero “no he visto ninguna falta de conducta o negligencia criminal”, concluye el investigador. El informe completo, por supuesto, está clasificado como confidencial, para proteger sus fuentes y métodos.
“En nombre de los hombres y mujeres del Departamento de Defensa, ofrezco mi más sentido pésame a los familiares supervivientes y al personal de Nutrition and Education International, el empleador del Sr. Ahmadi”, ha dicho el secretario de Defensa Lloyd J. Austin en un extenso comunicado sobre el resultado de la investigación. “Ahora sabemos que no había conexión entre el Sr. Ahmadi y el ISIS-Khorasan, que sus actividades en ese día fueron completamente inofensivas y que no estaban relacionadas en absoluto con la amenaza inminente que creíamos afrontar”. Por ello, “pedimos disculpas y nos esforzaremos por aprender de este horrible error”. Y a otra cosa mariposa.
En fin, son cosas que pasan. Fuego amigo. El portavoz de la Casa Blanca, Jen Psaki ha vuelto a hablar de daños colaterales, ese horrible eufemismo con el que siempre se trata de encubrir salvajadas como esta. Dicen, además, que Zemari Ahmadi y su familia eran buena gente, que no tenían enemigos, pero… con amigos así, quién necesita enemigos.
Estas cosas que pasan, no deberían quedar en el limbo de los hechos aislados que pasan casi desapercibidos. Esos ojos, que nos miran desde las fotografías que abren esta entrada, nos interpelan a todos.