¿Liberando al futuro del pasado? ¿Liberando al pasado del futuro? Con este tema, la revista literaria Lettre International, junto con la ciudad alemana de Weimar y la red mundial de institutos Goethe, convocó hace algunos años un Concurso Internacional de Ensayo, con la intención de conocer cómo los distintos países y culturas se enfrentan a su pasado. El premio fue para Ivetta Gerasimchuk, por su ensayo Diccionario de los vientos.
En él, la ganadora, distingue entre anemófilos y cronistas. Los primeros, concentrados en el porvenir, tienden a “liberar” el futuro del pasado, prefieren el viento a la ausencia de éste, incluso si se trata de una fuerte tormenta. En cambio, los segundos, interesados en el ayer, tienden más a “liberar” el pasado del futuro, que solo trae consigo incertidumbre; prefieren la calma chicha al viento y su relación con la historia queda expresada a la perfección por la célebre frase de Quintiliano: “La historia existe para escribirla, no para vivirla”.
Lo que no sabía Ivetta es que hay países, como el nuestro, en los que uno puede ser anemófilo y cronista a un tiempo, dependiendo sólo de qué memoria pretenda preservar o qué parte de la Historia superar. Para unos, hay que pasar página y dejar atrás los fantasmas del pasado, “la guerra del abuelo” y “las fosas de no se quién”, para, a renglón seguido, admitir que no podemos pasarla “en defensa de la dignidad, la justicia y la reparación de las víctimas” más recientes. Para otros, sin embargo, no podemos pasar página, sin antes restablecer, la dignidad, la justica y la reparación que aquellas víctimas, más lejanas en el tiempo, merecen, aunque debemos pasarla en relación con otras, más cercanas, porque “la violencia se acabó”.
El problema es que unos y otros lo fían todo a la memoria, en detrimento de la historia, y, como todos sabemos, la memoria es selectiva y subjetiva. Julio Aróstegui, uno de nuestros más autorizados pensadores e historiadores, ya advertía en 2004 que “la memoria y las memorias son hoy un lugar común… en el que se libra una batalla ideológica de notable calado”. Con el título Retos de la memoria y trabajos de la historia, nos legó una reflexión, de recomendable lectura, sobre la múltiple y compleja relación de este binomio. Siguiendo su hilo, podemos intentar despejar la confusión que el término memoria ofrece en relación con la historia, en un tiempo en el que, como añadía, padecemos un auténtico “síndrome de la memoria recuperada”, una auténtica “cultura de la memoria”.
La memoria, en su definición más sencilla posible, es la facultad de recordar, traer el pasado al presente y hacer permanente el recuerdo. Tiene, indudablemente, una estrecha relación, una confluencia necesaria, y tal vez una prelación inexcusable, con la noción de experiencia, al igual que con la de conciencia, porque, de hecho, la facultad de recordar ordenada y permanentemente es la que hace posible el registro de la experiencia.
No hay historia sin memoria. Pero la memoria y la historia no son, a pesar de su estrecha relación, entidades correlativas relacionadas en un único sentido. No son conceptos equivalentes.
Aunque la memoria actúa como un soporte fundamental de la temporalidad, de lo histórico, incluso como vehículo de su transmisión, y como un componente imprescindible en la construcción de las realidades sociales, la pretensión de que la Historia no puede ser disociada de la memoria, de que ésta es, en último extremo, la justificación y legitimación de aquélla, no puede ser aceptada sin más por la historiografía, como actividad objetivadora, “científicamente” orientada, de la temporalidad social.
Porque la Historia es eso, precisamente, una operación de objetivización de la memoria. De esta manera, la relación entre memoria, como representación permanente de la experiencia, y la Historia, como racionalización y objetivación temporalizadas de tal experiencia, hace que resulten distinguibles y, desde luego, separables.
Una determinada comunidad interpreta su historia de maneras distintas en función de los grupos que la componen, de sus intereses y de sus memorias, pero cada uno de ellos pretende que su interpretación es la universalmente válida, la que afecta a todos. El problema central de toda memoria es, pues, el de su “fiabilidad”. Sin embargo, la historia tiene una connotación definitoria inexcusable: su necesario contenido de verdad. Una historia cuya verdad puede ser negada pasa a ser necesariamente ilegítima.
Para que la memoria sea historia necesita “algo más” que el esfuerzo por la rememoración. Necesita convertirse, o ser convertida por la “operación historiográfica”, para decirlo en los términos empleados por Ricoeur, en “memoria anónima”, en memoria objetivada.
Quienes claman por la preservación de la memoria de determinados hechos del pasado, no reclaman necesariamente una mejor investigación histórica de ellos… [un mayor conocimiento]. Quienes exigen su conservación y se lanzan a la “lucha por la memoria” son, muy destacadamente, los portadores mismos de ella. Son los depositarios directamente concernidos por los hechos cuyo recuerdo permanente se reclama, sus beneficiarios o sus víctimas.
Mientras la memoria es reivindicación de un pasado que se quiere impedir que pase al olvido, la historia es, además de eso, un discurso objetivado. Memoria e Historia son categorías del conocimiento de orden diverso, sobre todo porque, frente a la pretensión de «objetividad» que toda construcción historiográfica debe tener ineluctablemente, no hay memoria neutral, ni inocente.
Toda especie de memoria colectiva, en cuanto representativa de un grupo, es la expresión de un nosotros, y está ligada a los intereses de quienes la expresan. De ahí que los olvidos cumplan muchas veces, en negativo, esa misma función de representación de intereses. La Historia, como dijese François Bédarida, ve el acontecimiento desde fuera, mientras la memoria se vincula a él y lo vive, más bien, desde dentro.
Conservar la memoria, en definitiva, no equivale a construir la historia. Su conservación, incluso «el deber de memoria» del que hablan sus mantenedores, no asegura necesariamente una historia más verídica, porque la memoria como facultad personal y como referencia de un grupo, de cualquier carácter, es siempre subjetiva, representa una visión parcial del pasado, no contextualizada en su temporalidad y no objetivada. Es, por consiguiente, fragmentaria. La historia, por el contrario, pertenece a todos y a ninguno, y por ello tiene vocación universal.
La memoria retiene el pasado, pero es la historia la que lo explica. Afirmar, por tanto, que la función de hacer, de escribir, la historia, equivalga inequívocamente a la “restitución de la memoria” es un error por exceso, no siempre desinteresado, [de ahí, que podamos considerar absurda la batalla del relato].
En cualquier caso, en una sociedad y en un momento histórico dado, jamás existe una sola memoria, sino varias en pugna. De ahí que la idea de memoria colectiva deje muchos cabos sueltos, sobre todo cuando la memoria no se constriñe a la capacidad de recordar, sino que, en su función selectiva, alcanza también a la de olvidar. Así, junto a la “memoria combate”, aparece muchas veces la no-memoria, es decir, el intento de expulsión de ciertos hechos fuera del bagaje completo de la memoria. En efecto, las memorias del pasado pueden enfocar su luz sobre una parte de sus contenidos y dejar a otros conscientemente en la oscuridad. Ocurre esto en especial en el fenómeno señalado por E. J. Hobsbawm, según el cual el pasado parece quedar absorbido en el presente; pero, añadamos, ello ocurre selectivamente. Podría ejemplificar este hecho el caso de una sociedad como la española, donde una transición política de la dictadura a la democracia ha sido un ejercicio colectivo de recuerdo y de olvido selectivos.
En definitiva, parece evidente que los que Pierre Nora denominó “lugares de la memoria”, no son, en modo alguno, los “lugares de la Historia”.
Otra vez tenía razón Tony Judt cuando decía que la memoria es mala acompañante en la labor de conocer e interpretar el pasado. Desconfiemos pues de anemófilos y cronistas y, sobre todo, de aquellos que lo son a un tiempo. También de los historiadores que se erigen en guardianes de la memoria, en “historiadores comprometidos” o “militantes de la memoria”, aunque sea histórica.
Quien pretenda escribir historia en este país y esté libre de pecado… iba a decir, que tire la primera piedra. Pero no, por favor, que no lo haga, que levante la mano. Que coja una azada y se ponga a escarbar la tierra, parte a parte, a dentelladas secas y calientes, si es preciso, pero sin dejarse mediatizar por ninguna de las memorias, porque, al fin y al cabo, la historia es la que es.
Estoy viendo Outlander. Voy ya por la cuarta temporada y, aunque empieza a hacerse cola ante las piedras de Craigh na Dun, la vuelta al pasado con el bagaje de la memoria heredada, no ha conseguido cambiar el curso de la historia, al menos de momento.
Podemos terminar esta reflexión recordando a Santos Juliá, recientemente fallecido, quien después de haber dedicado toda una vida a desentrañar el pasado, llegó a una conclusión que bien podría haber sido uno de sus epitafios: “El pasado es pasado, y es preciso conocerlo en la misma medida en que es necesario no quedar atrapados en sus redes. Porque, en definitiva, hoy no es ayer”.