Un loro anarquista

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El padre Bosco escuchó una risa al lado de su ventana y se asomó con curiosidad, esperando encontrar a un vecino con un tono de voz grave y sonoro. Sorprendido, descubrió que un loro verde y con la frente amarilla se había posado junto a la misma y se carcajeaba con la desinhibición de un viejo marino. Lejos de asustarse, el pájaro le miró a los ojos y ahuecó el plumaje, abriendo el pico para exclamar:

 —Hola, mi amor.

El sacerdote sonrió y se aproximó con cuidado. Alargó la mano lentamente y le acarició el cuello. El pájaro agachó la cabeza y emitió un suave murmullo.

—¿Tienes nombre? —preguntó sin esperar una respuesta.
—Hola —contestó el loro—. Soy Cipriano.

El sacerdote se rio y puso la mano a la altura de sus patas, pensando que tal vez se posaría en ella y así fue. Su amigo Julián contemplaba la escena con una sonrisa en los labios.

—¿Ha tenido pájaros? —le preguntó el sacerdote.
—Sí, tuve dos periquitos, pero se murieron a las pocas semanas de fallecer mi mujer. No quise coger más, pues rehuía los recuerdos dolorosos. Rosa los cuidaba con mucho afecto. Siempre se preocupaba de que no les faltara agua ni comida. A veces los dejaba sueltos y se posaban en su hombro. Ahora pienso que es un error huir de los recuerdos.
—Recordar es una forma de revivir a los que se fueron, ¿verdad? —dijo el sacerdote.
—Exacto. Usted siempre lo dice de una forma más bonita.
—Tengo entendido que viven muchos años.
—Cincuenta. A veces más.
—Entonces me sobrevivirá.
—¿Quién sabe? De buena gana le prometería cuidarlo cuando usted falte, pero yo soy bastante más viejo. De todas formas, no es el momento de pensar esas cosas. Ahora disfrútelo. Cipriano es simpático y pacífico. Será un buen amigo. ¿Cree que los loros van al cielo?
—Yo no le cerraría las puertas y Dios tampoco creo que lo haga.

El padre Bosco no tardó en descubrir que Cipriano sabía decir muchas cosas, algunas sumamente inapropiadas como «A las barricadas» o «Ni Dios, ni amo». Cuando se enteró Julián, lo celebró con sonoras carcajadas.

—Este es de los míos. Debía pertenecer a un anarquista. Si es así, no puedo creer que lo haya abandonado. Los anarquistas son personas con conciencia.
—Quizás pensó que merecía ser libre —sugirió el sacerdote—. A veces se hacen cosas malas movidos por convicciones aparentemente nobles.
—Espero que el obispo… ¿Cómo se llama?
—Don Aniceto.
—Espero que don Aniceto tarde tiempo en visitarle. Si escucha a Cipriano, se desmayará.

Un buen día, el obispo se animó a pasar por el pueblo, pues le pillaba de camino y quería comprobar con sus propios ojos si la parroquia continuaba siendo un desastre. El padre Bosco sintió que su vieja úlcera se abría de nuevo cuando recibió la llamada de don Aniceto comunicándole su visita.

—Solo estaré unas horas. Viajo en coche con un sacerdote joven. No podré asistir a la eucaristía, pero podremos hablar un rato.

Don Aniceto se mostró conciliador y cuando conoció a Cipriano esbozó una sonrisa.

—Me encantan los pájaros. Tengo dos canarios. Eso sí, llamar a un loro Cipriano, que es el nombre de algunos santos, no me parece apropiado.
—Yo no escogí el nombre —se excusó el padre Bosco, encogiendo los hombros.
—Hola —chilló el loro, agitando las alas—. Soy Cipriano.

Durante unos minutos, repitió su nombre con su poderosa voz, que se escuchaba en la calle, provocando las risas de los vecinos. El obispo intentó hacerle callar susurrando unas palabras afectuosas.

—No hace falta que chilles. Ya te hemos oído.

El loro se calló e inclinó la cabeza, observando a don Aniceto. Parecía estar examinándole para averiguar qué había en el interior de su cabeza. De repente, se estiró y chilló:

—Ni Dios, ni amo.

El obispo retrocedió con gesto de ira y horror.

—¿Quién le ha enseñado esto? —preguntó.
—Ni idea —contestó el padre Bosco—. Imagino que su dueño anterior.

Don Aniceto contuvo su enfado y levantando el índice, se dirigió al loro:

—Eres muy bonito. No deberías decir esas cosas.

Cipriano aprovechó su cercanía para darle un fuerte picotazo en el dedo. El obispo soltó una exclamación de dolor y se alejó, tambaleándose. Sus pies tropezaron con un brasero y a punto estuvo de caerse. El loro lanzó una de sus risas y empezó a repetir:

—Ni Dios, ni amo. Ni Dios, ni amo.

El obispo no pudo contenerse y se dirigió airadamente al loro:

—Hereje. Masón. Cierra el pico de una vez.

El loro se calló y permaneció en silencio unos instantes, como si hubiera entendido las palabras de don Aniceto. Después, sin apenas moverse, abrió el pico y chilló:

—Arderéis como en el 36.

Demudado, el obispo gritó:

—Excomulgado. Deberías ser excomulgado.
—Por favor, señor obispo, tranquilícese —suplicó el padre Bosco—. Solo es un pájaro. Repite lo que ha escuchado.
—Espero que se deshaga de ese pajarraco —dijo don Aniceto—. Sé que no lo hará. Pensé que habría recapacitado, pero me he equivocado. ¿Sabe cuál es su problema? No quiere madurar. Sigue comportándose como un adolescente y, en el fondo, no desea cambiar. Me marcho. Rezaré por usted.

Esa noche, Julián acudió a cenar a casa del padre Bosco y este le contó lo sucedido.

—¿Qué va hacer, páter? Si quiere, puedo quedarme con el pájaro. A Rosa le habría gustado que lo hiciera.
—No quiero desprenderme de él. Me hace mucha gracia todo lo que hace, incluso su anticlericalismo. Me dedicaré a rezar rosarios a su lado. Quizás memorice algo y olvide esas consignas incendiarias. La próxima vez que venga el obispo tal vez sea capaz de decir cosas como «Dios te salve María».
—Para lograrlo, tendrá que repetírselo muchas veces.
—Sí, claro. ¿Sabe una cosa? El obispo me dijo que no deseaba madurar y pienso que tenía razón.
—No le entiendo. ¿Qué quiere decir?
—No quiero matar al niño que llevo dentro. Me crea problemas, pero le tengo mucho cariño. Se parece al loro. Quizás por eso le he cogido tanto aprecio.

A la memoria de Cipriano y otros camaradas suyos como Ravachol