Las rupturas son dolorosas; del tipo que sean: amorosas, sociales o políticas.
“Cuando una cuerda se rompe se puede volver a unir, pero siempre quedará un nudo”, se suele decir. A algunos nos parece más importante la tensión de la cuerda que el nudo, pero hay quien no puede dejar de fijar su atención en el punto en el que se quebró.
Leyendo Fractura, la novela de Andrés Neuman, he encontrado una metáfora que puede ayudarnos a ver las rupturas desde otro punto de vista. “Todas las cosas rotas (…) tienen algo en común. Una grieta las une a su pasado”, dice el narrador.
A continuación, Neuman explica la técnica japonesa del kintsugi: “Cuando una cerámica se rompe, los artesanos insertan polvo de oro en cada grieta, subrayando la parte por donde se quebró. Las fracturas y su reparación quedan expuestas en vez de ocultas, y pasan a ocupar un lugar central en la historia del objeto. Poner de manifiesto esa memoria lo ennoblece. Aquello que ha sufrido daños y sobrevivido puede considerarse entonces más valioso, más bello”.
El kintsugi es la metáfora que nos permite hablar del trauma que supone la quiebra, en este caso de un objeto, pero que también puede predicarse de un sujeto o de una sociedad; de las posibilidades de su reparación; y de la cicatriz, como cura y memoria indeleble de la misma fractura que la provoca. En definitiva, de la belleza que reside en la restauración.
No apreciamos la belleza en la cicatriz, la escondemos como estigma en vez de celebrarla como testimonio de una herida curada, nos dice Edurne Portela. Desechamos lo roto o lo imperfecto y no nos damos cuenta de que, tal vez, en el proceso de reparación es donde podemos encontrar la forma de mejorarnos.
En esa cerámica atravesada por el oro que sutura, podemos descubrir una nueva armonía que hace a la composición más valiosa, diferente e irrepetible.