Subíamos al faro, como quien sube a un cuento. Con el recuerdo de la lluvia reciente, el camino alfombrado de hierba, entre helechos y castaños que ya empezaban a soltar sus frutos, nos lleva hasta finales del siglo XVI, cuando alguien escribió en el dintel de la puerta de entrada a un caserío, en la parte alta de Igeldo:
Milla Bider
Supra Izurun Situm
Balaearum et Piratarum
Speculare Pondium
1593
(Mil postores/ sobre Izurun/ para observar/ la ubicación/ de los balleneros y piratas)
Era una puerta abierta al pasado, a los tiempos remotos de Donosti, “illam villam quam antiqui dicebant Izurun” (esa ciudad que los antiguos llamaban Izurun); tiempos de corsarios y balleneros, de piratas y atalayeros.
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Una fría mañana de diciembre, de aquellos tiempos, el talaixeru de turno grita sobrecogido, ¡¡¡por allí resopla!!!, ¡¡¡ba-lle-naaa!!!, ¡¡¡ballena a la vista!!! No le oye nadie, pero tiene la hierba húmeda preparada y enseguida una estrecha columna de humo se eleva sobre la cima de Arrola. La campana suena en el muelle y los cazadores corren hacia las txalupas que esperan preparadas en la rampa, con sus remos, arpones, estachas y sangraderas. Una ley no escrita dice que la embarcación que llegue primero ante la ballena y le clave su arpón, tendrá preferencia en el reparto.
Desde Igeldo y la Peña del Ballenero en Ulía, hasta Talaikoegia, sobre la punta de Anarri, en Orio; desde San Juan Talako, en Lekeitio, hasta Talaia, sobre la punta de San Telmo, en Hondarribia; desde Talaixa, sobre la punta de Alkolea, en Mutriku, hasta Talagutxia, Talaia de Matxitxako y la isla de Izaro, en Bermeo; desde Talaia, sobre la punta del cabo de Aitzundi, en Deba, hasta la Tour de la Humade, junto al palacio de Ferragus, en Biarritz; desde la ermita de Santa Klara, en Ondarroa, hasta Talaipunta, en Zarautz, sobre la isla y los arrecifes de Mollarri; desde Talaia, sobre el cabo de Ogoño, en Ibarrangelu, hasta Talaimendi, en Zumaia, al borde del acantilado, los atalayeros eran los ojos del mar. De su rapidez y habilidad para informar del avistamiento sin que los vecinos de los puertos más inmediatos lo vieran, en aquel juego de “ver sin ser vistos”, dependían la supervivencia y el corto bienestar de los cazadores de ballenas y sus gentes.
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El arpón silba en el aire y entra profundamente en el cogote de la ballena, que se sumerge furiosa, con un estremecedor bramido lastimero. La estacha corre tras ella y en la txalupa reman con fuerza para alejarse. La popa se levanta sobre la espalda de la ola, la cresta recorre la quilla y levanta la proa hacia el cielo. A duras penas logran mantenerse a flote. Cuando emerge de nuevo su lomo negro, desde las otras txalupas la asaetean con lanzas sangraderas. El mar se enrojece, la ballena cierra sus pequeños ojos y, dos horas después, aparece flotando entre las olas. Los remeros, el timonel y el arponero se abrazan sobre la txalupa.
Era una ballena franca septentrional (Eubalaena glacialis), también conocida como ballena de los vascos, especie que llegaba a nuestras costas entre los meses de octubre y marzo buscando aguas más cálidas para parir y cuidar a sus crías. Tenía unos 15 metros de largo y pesaba alrededor de 60 toneladas. Era la presa favorita de los balleneros vascos, porque tenía una respiración tan fuerte que la hacía visible a larga distancia, por el chorro que lanzaban sus resuellos a varios metros de altura; porque sus movimientos en superficie eran lentos; porque era confiada y permitía acercarse con facilidad a pequeñas embarcaciones; porque tenía tendencia a mantenerse cerca de la costa, en aguas poco profundas; y, sobre todo, porque su gruesa capa de grasa hacía que al morir saliera a flote, no hundiéndose como lo hacían otras especies, lo que facilitaba su captura y arrastre.
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Cinco txalupas se afanan en remolcar la ballena hasta el puerto, que espera con el muelle lleno de gente para darles la bienvenida. Con la marea alta yace ya en la rampa, esperando la bajamar para ser troceada. La vuelta victoriosa con el preciado trofeo garantizaba unas buenas Navidades. Una ballena cazada equivalía a un gran botín, que, a la par que enriquecía, daba testimonio del valor y arrojo de sus cazadores. Philip Hoare sostiene que “La ballena representaba dinero, comida, sustento y comercio. Pero también significaba algo más oscuro, más metafísico, por virtud del hecho que los hombres se jugaban la vida para cazarla” (Leviatán o la ballena).
La ballena era un bien preciado para las comunidades costeras. La grasa se cocía en grandes calderos de cobre para obtener el saín o lumera, aceite de ballena que se empleaba principalmente en el alumbrado, o para la elaboración de jabones y emplastos; las barbas se utilizaban como varillas de corsés y de sombrillas; la carne se consumía fresca, se ahumaba y adobaba, o se conservaba en salmuera. Se aprovechaba todo, hasta el esperma y los huesos.
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Este episodio de la historia ballenera vasca puede darnos idea de una actividad que se remonta a tiempos más remotos aún, incluso anteriores a la fundación oficial de nuestras villas costeras, como podemos ver en los sellos concejiles de Hondarribia (1297), que se conserva en el Museo del Louvre, en París; Bermeo (1297) y Biarritz (1351).
También de su relevancia económica, incluso de su dimensión épica. La riqueza proporcionada por aquellas ballenas y las imborrables imágenes que su arponeo dejaban, generación tras generación, han quedado para siempre en los escudos de Getaria, Biarritz, Zarautz, Hondarribia, Bermeo, Hendaia, Ondarroa, Guethary, Mutriku y Lekeitio, llegando a constituir un verdadero signo de identidad.
A pesar del esmero que ponían los ojos del mar en aquel juego de ver sin ser vistos, a menudo, la competencia entre balleneros de las poblaciones más inmediatas por conseguir tan codiciado trofeo hacía difícil evitar desavenencias sobre la propiedad o el aprovechamiento de la ballena, que derivaban en serios conflictos, como el que se suscitó entre las tripulaciones de Zarautz, Orio y Getaria por los derechos sobre la ballena capturada el 11 de febrero de 1878 en aguas de Zarautz. Javier Caperochipi y José Antonio Agote, patrones de las embarcaciones de Zarautz y Orio, demandaron ante los tribunales ordinarios a los de Getaria, Estanislao Aizpuru, Antonio Aramberri y Francisco Berasaluce. La disputa impidió obtener beneficios de su grasa y de su carne ya que la penúltima ballena franca cazada en nuestros puertos se pudrió antes de la finalización del pleito. Su esqueleto de 10,68 metros de longitud, es el que todavía hoy podemos ver en el Aquarium donostiarra.
Con el correr de los siglos, la “ballena de los vascos” fue desapareciendo de nuestras costas y tan ancestral ocupación quedó reducida a la mínima expresión. Sólo de cuando en cuando, alguna se aproximaba ofreciendo la oportunidad de rescatar los viejos hierros de matar y revivir los gestos y los riesgos de épocas pretéritas. Es lo que ocurrió el 14 de mayo de 1901, “a eso de las nueve”, cuando apareció una ballena de 12 metros delante de la barra de Orio. Salieron cinco traineras, con 55 hombres, patroneadas por Gregorio Manterola, Manuel Loidi, Eustaquio Atxaga, Manuel Olaizola y Cesáreo Uranga, y media hora después regresaban a puerto arrastrando la última ballena de la historia cazada en la costa vasca, mientras repicaban las campanas de la iglesia. Todo un acontecimiento narrado en veinte versos de autor anónimo, que el bardo de Orio, Benito Lertxundi, popularizó con su canción Balearen bertsoak.
De aquellas carreras por ser los primeros en clavar el arpón a la ballena, de aquellas rivalidades entre los balleneros de poblaciones cercanas por hacerse con el preciado trofeo, nos quedan las regatas de traineras. Un campo de regateo reproduce el trayecto que las antiguas txalupas seguían para cazar y remolcar las ballenas. Las traineras reman con fuerza hasta la ziaboga, lugar en el que giran para volver y lo hacen sin presa alguna, pero como parte de una historia que en tiempos remotos llevó a sus antepasados a buscar el sustento y el de decenas de familias cazando ballenas. Aquella feroz competencia por llegar el primero, no se ha relajado un ápice con el paso de los siglos, como lo han demostrado hace unas semanas Arraun y Donostiarra, Orio y Getaria, Bermeo y Hondarribia en las mismas aguas de la vieja Izurun que veían los ojos del mar. Manuel Olaizola, que había arponeado a la última ballena, fue el legendario patrón de la trainera de Orio que ganó cinco veces la bandera de la Concha disputada desde 1879.
Hoy tocaba mirar atrás, tal vez para tomar impulso. Y por qué no terminar con una reflexión de otro artista oriotarra, el genial Jorge Oteiza: “El que avanza creando algo nuevo, lo hace como un remero, avanzando hacia delante, pero remando de espaldas, mirando hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo existente, para poder reinventar sus claves”.
Bajábamos pensando ya en subir a Ulía, para encontrar el sendero que lleva hasta la Peña del Ballenero.