En su obra Moralia, el historiador Plutarco cuenta que, durante una función en el teatro de Dioniso de Atenas, un anciano buscaba un lugar donde sentarse y cómo unos embajadores espartanos fueron los únicos que se levantaron para cederle su asiento en primera fila, la reservada a los huéspedes oficiales del Estado ateniense, provocando el aplauso del auditorio. “Estos atenienses –comentó uno de los emisarios–, saben reconocer las buenas maneras, pero no cómo ponerlas en práctica”.
Además de que los atenienses eran muy suyos, podemos sacar como conclusión de la anécdota, que, de una y otra manera, tanto los espartanos, cediendo sus asientos, como los atenienses, aplaudiendo el gesto, tenían claro qué era un anciano.
Hipócrates, que ejerció durante el llamado siglo de Pericles y que hoy es considerado padre de la medicina, había hilado más fino aún, distinguiendo entre anciano y viejo. Dividió la vida humana en siete edades y en su escala vital, presbytês, que se traduce por “anciano” o “mayor”, era la sexta edad, aquella que se situaba entre los 56 y los 63 años, mientras que géron, viejo, sería la séptima y última, la de los que superaban los 63.
Dos mil quinientos años después, todo lo relacionado con la vejez es mucho más difuso. La RAE, que hace de notario del uso del lenguaje, prácticamente no diferencia viejo, ni sus variantes vejete y viejurgo, de anciano: persona de edad avanzada y de mucha edad. Son sinónimos de viejo: anciano, carcamal, vejestorio, vetusto, provecto, decrépito, caduco, obsoleto, estropeado, desgastado, deslucido y cascado; y anciano, que comparte varios con viejo, añade longevo, vejete, carroza, vejestorio y matusalén. Un totum revolutum con matices negativos que hemos adornado recurriendo a eufemismos como ciudadanos de la tercera edad y personas mayores, términos preferidos en toda la Unión Europea.
Nuevas formas de vivir y de reivindicarnos como personas han conseguido que la edad biológica se vaya separando de la cronológica, rompiendo con los estereotipos asociados a la vejez y duplicando la esperanza de vida que tenían aquellos ciudadanos de la antigua Grecia. Aunque todavía nadie ha llegado a los 969 años que vivió Matusalén, la longevidad aumenta desde 1840 a un ritmo de dos años y medio por cada década, seis horas al día, según James Vaupel, profesor en el Centro Interdisciplinario de Poblaciones de la Universidad del Sur de Dinamarca. Sin embargo, hemos convertido la vejez en un amasijo informe.
Ni siquiera hay consenso a la hora de situar el umbral de entrada en la senectud. Leo esta mañana en la prensa que la Junta de Gobierno Local aprobó ayer el nuevo expediente para la contratación de la gestión del ocio y tiempo libre para mayores de 55 años: “+55 es un programa municipal de promoción de la participación social de las personas mayores que fomenta el envejecimiento activo”. ¡55 años! Por otra parte, el Círculo de Empresarios propone retrasar la edad de jubilación hasta los 70, con un intervalo comprendido entre los 68 años como edad mínima y los 72 como máxima.
Tal vez la clave para entender esta situación nos la haya proporcionado la antropóloga Mary Catherine Bateson, recientemente fallecida, al considerar que el aumento de la longevidad no ha contribuido a extender la etapa de la vejez, sino que ha creado una nueva, que ha denominado “segunda edad adulta”.
El grupo británico Jethro Tull fue pionero en esto, mediada la década de los setenta del siglo pasado, cuando publicó su álbum conceptual titulado Too Old to Rock ‘n’ Roll, Too Young to Die! (Demasiado viejo para el rock and roll, demasiado joven para morir), cuya portada abre esta entrada, en el que cantaba las vicisitudes de un roquero que se veía envejecer.
En esta línea, las generaciones posteriores a la de los baby boomers ya han empezado a manejar categorías desconocidas hasta hace una década, hablando de viejóvenes, joviejos, incluso de adultescentes.
A unos días de hacer el tránsito de anciano a viejo, según la escala vital de Hipócrates, efectivamente me siento más añoso que un adulto, pero mucho menos que un viejo. ¿Demasiado joven para morir? ¿demasiado viejo para el rock and roll? ¿un viejoven? ¿un joviejo? Es una sensación que muchos podemos compartir y que otros probablemente lo harán cuando lleguen.
Desde luego, nadie se levanta para cederme su sitio. Tampoco lo aceptaría.