Las rupturas son dolorosas; del tipo que sean: amorosas, sociales o políticas.
“Cuando una cuerda se rompe se puede volver a unir, pero siempre quedará un nudo”, se suele decir. A algunos nos parece más importante la tensión de la cuerda que el nudo, pero hay quien no puede dejar de fijar su atención en el punto en el que se quebró.
Que nadie se lance patas arriba, presto a condenarme a los infiernos. La frase está entrecomillada y su autor fue Zeev Jabotinsky (1880-1940), el líder del llamado “sionismo revisionista”. A mí nunca se me hubiera ocurrido decirlo. La sentencia terminaba así: “…, sus vecinos lo odian, y tienen razón”*. Lo realmente curioso, es que no son palabras de un antisemita sino de un sionista, es decir de un partidario del movimiento político judío que pretendía en sus orígenes la formación del Estado de Israel y, después de la proclamación de éste en 1948, de su apoyo y defensa.
Era 6 de julio de 1957, un sábado caluroso y húmedo. En Woolton, un suburbio del sur de Liverpool, se celebraba la fiesta parroquial anual en la iglesia de St. Peter. Cuando Paul llegó, sobre el escenario, John cantaba Come go with me, al frente de los Quarrymen. ¡Es genial!, pensó, impresionado por su magnetismo y su liderazgo. A pesar de sus rudimentarias habilidades con la guitarra y su tendencia a improvisar cuando olvidaba la letra, era capaz de mantener al público expectante con su encanto. Después del concierto, fue Paul quien impresionó a John. Ivan Vaughan, amigo de John y compañero de clase de Paul en el Liverpool Institute, hizo las presentaciones. Paul cogió la guitarra que llevaba a la espalda y cantó algunos temas de Eddie Cochran, Gene Vincent y Little Richard. John quedó impactado por el talento natural de Paul para interpretar aquellas canciones. Unas semanas después, Paul era invitado a formar parte del grupo. Allí empezó todo. John Lennon, tenía 16 años, y Paul McCartney, 15.
¡Perra vida! o ¡qué vida más perra!, son exclamaciones que todavía se utilizan como sinónimo de una mala vida, llena de incomodidades y dificultades, o como lamento de la propia existencia, por parte de personas que sufren mucho. Pero son expresiones que han quedado obsoletas, porque los perros ya no viven tan mal.
Este es un ejercicio interesante a tener en cuenta por aquellos españoles que son poco amigos de la diversidad, de las autonomías, de la descentralización, y prefieren volver a la España «una, grande y libre».
Si algo ha quedado claro tras las elecciones generales del 23-J, es el fracaso de las encuestas, en algunos casos estrepitoso. De los 112 sondeos publicados que han visto mis ojos, 70 han sobreestimado la fortaleza del PP (62,5%) y 111 han subestimado la del PSOE (99,1%). No han acertado ni en los sondeos realizados “a pie de urna” durante la jornada electoral.
El tiempo pasa veloz y ligero, como la primavera en flor que diría Machado. Casi no hay espacio para la reflexión. Aun así, convocados a unas nuevas elecciones, en tiempos de crisis de la democracia, la hacen conveniente, sobre todo porque vuelve a aparecer el fantasma de la abstención, de la desafección.
Ríos de tinta siguen brotando del manantial del 68, a pesar de que este año cumple su cincuenta y cinco aniversario. Unos lo evocan para perseverar en la construcción del mito, otros para subirse a la ola desmitificadora, los más para mantener vivo el recuerdo de unos hechos que conmovieron al mundo.
Casi todos lo hacen, con la mirada puesta en el mayo parisino. El de la imaginación al poder y el prohibido prohibir, el de los adoquines del Barrio Latino, las barricadas de los bulevares y el cierre de la Sorbona, en definitiva, la revuelta de unos jóvenes estudiantes que cuestionaban la sociedad burguesa, sus valores y estilo de vida, y que, con un código antiautoritario, llegaron a poner contra las cuerdas al gobierno del general Charles De Gaulle. Pero 1968 fue mucho más complejo que todo eso.
Hemos comido en el Illarra. Una vez sentados a la mesa, nos han obsequiado con un aperitivo presentado como una evolución de la Gilda, “el típico pintxo donostiarra”, y me he acordado de un vídeo promocional de Bilbao que me pasó un amigo, en el que el cicerone bilbaino hacía un recorrido por la ciudad con una invitada y le llevaba a un bar para que catara una Gilda, “el típico pintxo de Bilbao”, decía. ¡Por Dios!
He indagado un poco sobre el asunto, y he visto que no es una excepción. Por esos pagos, la Gilda también es considerada como un “clásico de Bilbao” y “emblema del ‘botxo’”. Hasta se ha incluido en el Diccionario de palabras de Bilbao. “Gilda: Es quizá el pintxo bilbaíno más fácil de preparar. Este pintxo fue inventado hace muchas décadas para ayudar a los txikiteros con sus rondas por el Casco Viejo, y evitar que los efectos del alcohol pudiesen perjudicarles”.
¿Quién tiene razón? ¿Es el típico pintxo donostiarra, o de Bilbao? Esta, y no otra, es la verdadera historia de la Gilda.
En el exterior del Palacio Miramar de Donosti, unos paneles informativos descubren al visitante parte de la historia del palacio, concebido como Real Casa de Campo por la reina María Cristina, y de la estancia de la familia real, disfrutando de sus veraneos frente a La Concha, desde su inauguración en 1893 hasta el fallecimiento de la reina en 1929, casi sin interrupción. La exposición lleva por título ‘Un pequeño gran palacio lleno de historias por contar’.
Entre las fotografías que se muestran, está la que abre esta entrada. Nos ha llamado la atención porque es muy posterior a aquellos veraneos reales y porque, en la misma, se ve al simpar emérito en edad escolar, formando con otros chavales en el exterior del palacio. Nos preguntamos qué hacía en Miramar, quiénes eran sus acompañantes y si no habría detrás de la foto una de esas historias.