Apatía, la cara oculta del 68

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El tiempo pasa veloz y ligero, como la primavera en flor que diría Machado. Casi no hay espacio para la reflexión. Aun así, convocados a unas nuevas elecciones, en tiempos de crisis de la democracia, la hacen conveniente, sobre todo porque vuelve a aparecer el fantasma de la abstención, de la desafección.

Ríos de tinta siguen brotando del manantial del 68, a pesar de que este año cumple su cincuenta y cinco aniversario. Unos lo evocan para perseverar en la construcción del mito, otros para subirse a la ola desmitificadora, los más para mantener vivo el recuerdo de unos hechos que conmovieron al mundo.

Casi todos lo hacen, con la mirada puesta en el mayo parisino. El de la imaginación al poder y el prohibido prohibir, el de los adoquines del Barrio Latino, las barricadas de los bulevares y el cierre de la Sorbona, en definitiva, la revuelta de unos jóvenes estudiantes que cuestionaban la sociedad burguesa, sus valores y estilo de vida, y que, con un código antiautoritario, llegaron a poner contra las cuerdas al gobierno del general Charles De Gaulle. Pero 1968 fue mucho más complejo que todo eso.

En realidad, el año histórico comenzó tres meses antes, en Bolivia, cuando el 9 de octubre de 1967, Mario Terán, sargento de las fuerzas especiales del Ejército boliviano, acabó con una ráfaga de metralleta con la vida de Ernesto Che Guevara, prisionero y herido desde el día anterior, en la escuelita del poblado de La Higuera. Había muerto tratando de ser coherente con las ideas que proclamaba. “Crear dos, tres… muchos Vietnam”, era la consigna que había lanzado en su mensaje a los pueblos del mundo. El duelo había extendido por todas partes una extraña mezcla de dolor y compromiso. La imagen del Che ofrecía un modelo de rebeldía, de entrega solidaria y generosa, para unas nuevas generaciones que empezaban a clamar contra el orden establecido. Por las calles de todo el mundo se manifestaban gritando ¡Che, Che, Che Guevara!, ¡Ho, Ho, Ho Chi Minh! Así empezaba el que la Asamblea General de Naciones Unidas había declarado Año Internacional de los Derechos Humanos, para conmemorar el veinte aniversario de la Declaración Universal, proclamada el 10 de diciembre de 1948.

La guerra de Vietnam lo atravesó de principio a fin. El 12 de enero, el presidente de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson, pronunciaba su discurso sobre el estado de la nación y, al día siguiente, Martin Luther King convocaba una marcha multitudinaria sobre Washington, a primeros de febrero, para protestar contra “una de las guerras más crueles y sin sentido de la historia”. Antes de acabar el mes, la noche de 30 al 31 de enero, comenzaba en Vietnam la Ofensiva del Têt. Los ataques masivos de la guerrilla del Vietcong sorprendieron a Estados Unidos por su contundencia y empezaron a invertir el signo de la guerra. En todo el mundo, los muros gritaban “yankees go home” y cientos de miles de manifestantes se movilizaban contra el imperialismo. El impacto fue enorme, particularmente en Estados Unidos, donde el movimiento contra la guerra crecía sin cesar.

Ofensiva del Têt (Vietnam)

Su rechazo también tenía una importante resonancia en Japón. La llegada del USS Enterprise al puerto de Sasebo el 19 de enero, movilizó a los estudiantes japoneses. Se trataba de un portaaviones de propulsión nuclear, sospechoso de portar armas nucleares, atracado cerca de Nagasaki, ciudad especialmente sensibilizada con ese tipo de armamento. El Zengakuren, la Federación Nacional de Asociaciones de Autogobierno Estudiantil, repudiaba la presencia norteamericana, además, porque los aviones que bombardeaban sistemáticamente Vietnam partían de las islas de Okinawa, en el sur de Japón, y porque su país les proporcionaba todo lo que necesitaban para llevar a cabo sus incursiones. Las universidades estaban ocupadas, incluida la de Tokio, declarándose “zonas liberadas”, y los enfrentamientos con la policía en las proximidades del puerto provocaron más de 450 heridos dejando a la opinión mayoritaria impactada por la violencia policial.

En Checoslovaquia, el año también empezaba con un cambio importante. El 5 de enero, debido a la creciente impopularidad por el estancamiento económico y la represión de las protestas estudiantiles, el Comité Central del Partido Comunista checoslovaco (KSC) destituyó al primer secretario Antonín Novotný y una nueva dirección encabezada por el reformista Alexander Dubček, líder de la fracción conocida como la de los “renovadores” tomaba las riendas del partido. Siguiendo el lema enunciado por el sociólogo Radovan Richte de generar “un socialismo con rostro humano”, Dubček lanzaba un audaz plan de reformas para democratizar el sistema. Se levantó la censura en el país, se garantizaron los derechos políticos y la libertad de expresión y asociación, intentando demostrar que la democracia, la participación ciudadana y las libertades políticas no eran incompatibles con la construcción de una sociedad socialista. La iniciativa de las autoridades se ganó rápidamente el apoyo entusiasta de una gran parte de la población y sobre todo de los jóvenes checos. La primavera adelantaba su presencia en Praga.

Los ecos que llegaban de Vietnam sirvieron de catalizador a los movimientos contestatarios del mundo entero. Las grandes manifestaciones contra la guerra tenían la consideración de insurreccionales. Sin embargo, Suecia fue una excepción. Allí, el ministro de Educación, Olof Palme, encabezó el 21 de febrero la “Manifestación de las antorchas” hasta la embajada de Estados Unidos en Estocolmo. No se lo perdonaron nunca. El líder socialdemócrata, ya primer ministro, fue tiroteado la noche del 28 de febrero de 1986 cuando él y su esposa Lisbet regresaban a casa, sin guardaespaldas, después de salir del cine. Dos disparos a quemarropa acabaron con su vida.

En la estela de la Ofensiva del Têt, los días 17 y 18 de febrero se celebra en la Universidad Libre de Berlín el Congreso Internacional sobre Vietnam, organizado por el SDS (Estudiantes Socialistas Alemanes) con la participación de muchas organizaciones juveniles de Europa Occidental, a pesar de la prohibición del alcalde de Berlín. Fue el primer encuentro a gran escala de movimientos estudiantiles en 1968. Organizados sobre la base de la protesta contra la guerra de Vietnam, habían comenzado a reivindicar otras cuestiones de interés nacional, como el reconocimiento de la Alemania del Este, la dimisión de altos cargos con pasado nazi y el derecho de los estudiantes a tener más protagonismo en su propia educación. Instituciones sociales centrales como la familia, la escuela y la universidad no escapaban a la crítica; y casi siempre se trataba del rechazo de la autoridad. El carismático estudiante de Teología Rudi Dutschke, se reveló como líder y principal portavoz del movimiento de protesta. El Congreso terminó con “la mayor concentración antiamericana orquestada jamás en la ciudad”, según The New York Times; portando retratos del Che Guevara, Ho Chi Minh y Rosa Luxemburg.

Congreso Internacional sobre Vietnam (Berlín)

En febrero también se había producido la ocupación estudiantil de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Roma, que el día 29 era desalojada por la policía. Los estudiantes protestaban contra la concepción clasista del sistema educativo y el autoritarismo académico. El 1 de marzo, alrededor de cuatro mil, se concentraban en la Plaza de España iniciando una manifestación, con la intención de reanudar la ocupación de la facultad, que terminó en una batalla campal entre universitarios y policías recordada como la «batalla de Valle Giulia”, la zona donde se encuentra la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Roma. Los enfrentamientos se saldaron con 626 heridos, entre policías y estudiantes, ocho vehículos de la policía incendiados y 228 detenidos.

El 8 de marzo, varios centenares de estudiantes de la Universidad de Varsovia marchaban por el recinto del campus exclamando: “¡Sin libertad, no hay enseñanza!”. Fueron apaleados y detenidos. El día 11 eran miles los que se manifestaban por el centro de Varsovia hasta la sede del Partido Comunista polaco y lo hacían simultáneamente en Gdansk, Cracovia, Poznan, Wroclaw y Lodz. Aunque las protestas pillaron desprevenido al gobierno, lo más sorprendidos fueron los propios estudiantes, al constatar que muchos jóvenes polacos se estaban cuestionando la sociedad en la que vivían. Aquellos levantamientos espontáneos estaban también alentados por lo que estaba sucediendo en Checoslovaquia. En las pancartas que portaban se leía: ¡Polska Czeka na Dubczeka! (¡Polonia espera a su Dubček!). Sin embargo, en un informe del Presidium del Comité Central soviético, difundido confidencialmente en marzo, se afirmaba que el principal problema político checoslovaco no era el autoritarismo, la alargada sombra del neoestalinismo, la omnipresencia burocrática o la eterna razón de estado sino, por el contrario, la inadmisible radicalidad de una democracia excesiva y descontrolada.

El diario Le Monde publicaba el 15 de marzo, en primera página, un artículo de opinión titulado “Quand la France s’ennuie” (“Cuando Francia se aburre”), firmado por el periodista Pierre Viansson-Ponté, en el que describía la abulia de la sociedad francesa de la época, mecida en la autocomplacencia, plácida y ordenada, bajo la mirada, entre paternal y severa, del general De Gaulle, ajena por completo a las “grandes convulsiones que agitan el mundo”, y hacía un llamamiento a la revuelta. Tan solo una semana después, en la “aburrida” Francia, la movilización estudiantil daba inicio a un movimiento que provocaría el estallido insurreccional de mayo. Se denominó Mouvement du 22 Mars y su líder era Daniel Cohn-Bendit, Dany le Rouge (Dani el Rojo). Fue el día en el que un grupo de intelectuales, artistas y algo más de ciento cincuenta estudiantes ocuparon el edificio de la administración de la Universidad de Nanterre, a las afueras de París. El rector llamó a la policía y forzó la evacuación. Dos meses después estallaba el Mayo del 68. Su causa no estaba clara, pero, igual que en otros países, quienes se manifestaban no eran militantes, sino personas que intentaban seguir un código antiautoritario.

Aunque se trató de encubrir y tuvieron que pasar casi dos años para que se conocieran los detalles de la operación, el 16 de marzo, la vigesimotercera división de Infantería estadounidense, que se dio en llamar División Americal, acantonada en el pueblo de Son Mỹ, en el centro de Vietnam, a orillas del turbio y marrón mar de la China Meridional, perpetró la Masacre de Mỹ Lai, que se recuerda como uno de los episodios más infames de la historia del Ejército de Estados Unidos en la guerra de Vietnam. Más de quinientos civiles desarmados, fueron asesinados de forma brutal por un batallón cuyas órdenes eran erradicar a cualquiera que se encontrara en la zona, incluyendo ancianos, mujeres (algunas violadas en grupo), niños y hasta animales.

El 21 de marzo, una unidad especial de las Fuerzas de Defensa de Israel cruzó el río Jordán para asaltar el campamento militar palestino de Al Fatah, en el pueblo de Karameh, con el objetivo de matar a Abu Amar. La batalla, aunque ganada gracias a la intervención de las fuerzas jordanas, ha sido reconocida como la mayor victoria de la resistencia palestina. Abu Amar era el nombre de guerra de un joven palestino de treinta y ocho años llamado Yasir Arafat, que, a partir de entonces, se convertiría en el líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y un guerrillero, como el Che, para los estudiantes alemanes del SDS y otros grupos europeos y de Estados Unidos.

Las manifestaciones universitarias se habían convertido en un acontecimiento tan habitual en Estados Unidos que hasta los institutos y las escuelas de secundaria las apoyaban. A mediados de marzo, el movimiento de la Universidad de Columbia contra la guerra de Vietnam convocó un boicot de las clases de un día. Tres mil quinientos estudiantes y mil empleados del personal docente, se quedaron fuera de las aulas. En la de Madison, en Wisconsin, los manifestantes clavaron cuatrocientas cruces blancas en el césped de Bascom Hill. En un cartel se leía: Cementerio de Bascom, Promoción de 1968.

Los estudiantes leían con avidez las obras de intelectuales como Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Frantz Fanon y Herbert Marcuse, entre otros, inspirador este último de lo que él llamaba “la gran negativa”, el momento en que hay que decir: “No, eso no es aceptable”. En El hombre unidimensional mostraba cómo los sistemas de poder en los países ricos ofrecían a sus gobernados una vida despreocupada y llena de oportunidades a cambio de pasividad y de una actitud acrítica e individualista. Sus obras se interpretaban como un llamamiento al activismo que, en ocasiones, desbordaba el ámbito académico. El 23 de marzo, los hippies tomaban la estación Grand Central Terminal de Nueva York, transformando una fiesta de la primavera en una manifestación contra la guerra. ¡Paz y amor!, proclamaban. Aquellos hippies, eran los yippies, del Partido Internacional de la Juventud.

Martin Luther King, Jr., marcha por los derechos civiles en Memphis, Tennessee

Otra herida abierta en la sociedad estadounidense, se hacía patente en el movimiento por los derechos civiles. El reverendo Martin Luther King Jr., había expresado en su discurso I have a dream (Yo tengo un sueño), lanzado desde las escalinatas del Monumento a Lincoln en Washington, su deseo de vivir un día en un país en el cual negros y blancos pudieran coexistir armoniosamente. Su Conferencia de Líderes Cristianos del Sur acababa de anunciar un plan para que cientos de miles de personas pobres, blancas y negras, marcharan sobre Washington en primavera en la “Poor People’s Campaign, 1968” (Campaña de la Gente Pobre, 1968). Pero muchos jóvenes negros, liderados por Stokely Carmichael, empezaban a perder la paciencia y a hablar del Black Power (Poder Negro). Después de una manifestación en la que los participantes se enfrentaron a la policía y destrozaron escaparates, el 3 de abril King regresó a Memphis para intentarlo de nuevo y demostrar que la violencia no era el camino. Se dirigió a las personas concentradas con un discurso titulado “I’ve been to the Mountaintop” (He estado en la cima de la montaña) en el que les dijo: “Como cualquiera, me gustaría vivir una larga vida, pero eso no me preocupa ahora. Solo quiero hacer la voluntad de Dios. Él me ha permitido llegar a la cima de la montaña. He mirado desde allí y he visto la tierra prometida. Puede que no llegue allí con ustedes. Pero quiero que esta noche sepan que nosotros, como pueblo, llegaremos a la tierra prometida”. Al anochecer del 4 de abril, estaba descansando en su hotel, preparando el sermón de la semana siguiente en la iglesia de Atlanta, un sermón titulado “América puede irse al infierno”, cuando le pegaron un tiro en el lado derecho de la cara. Murió minutos después. Cuando se supo que un prófugo blanco, llamado James Earl Ray, había matado a King, Premio Nobel de la Paz en 1964, la noticia corrió como la pólvora y provocó una oleada de violencia y protestas por todo el país. Stokely Carmichael dijo: “Ahora que se han cargado al doctor King, ya va siendo hora de acabar con esa gilipollez de la no violencia”. El 11 de abril, el presidente Johnson firmó finalmente la Ley de Derechos Civiles con la esperanza de aplacar a la población negra. Fue también el día en que se llamó a filas a 24.500 reservistas, elevando con ello la fuerza militar de Estados Unidos en Vietnam a la cifra récord de 549.500 soldados.

El mismo día, el 11 de abril, el activista estudiantil alemán Rudi Dutschke se hallaba ante una farmacia en Berlín Oeste, a punto de comprar un medicamento para su hijo Hosea Che, cuando Joseph Bachmann, un pintor de brocha gorda de Munich, se le acercó y le pegó tres tiros. Una bala alcanzó a Dutschke en el pecho, otra en la cara y la tercera se alojó en el cerebro. Arrestado tras un tiroteo con la policía, Bachmann explicó: “Me enteré de la muerte de Martin Luther King y puesto que odio a los comunistas me dio la sensación de que tenía que matar a Dutschke”. La reacción fue inmediata. La rabia movilizó a los estudiantes y se produjeron fuertes enfrentamientos con la policía en las principales ciudades alemanas, que no se recordaban desde los tiempos de Hitler. Sorprendió que, en las numerosas protestas que tuvieron lugar aquellos días, gran parte de los que protestaban fueran estudiantes universitarios que hasta el momento no se habían mostrado particularmente interesados por la política.

En 1968 todo el mundo tenía una opinión sobre el “abismo generacional”, expresión acuñada por el rector de la Universidad de Columbia en su discurso del 12 de abril. Los alumnos habían ocupado varios edificios del campus en abierto desafío al trato que la Universidad daba a la comunidad negra del cercano barrio de Harlem y al apoyo académico a la investigación con fines militares. El rector Grayson Kirk declaró: “Un número alarmante de nuestros jóvenes parecen rechazar toda figura de autoridad (…) y se han refugiado en un nihilismo tácito y turbulento que solo tiene metas destructivas. No conozco ningún otro momento de nuestra historia en que el abismo generacional haya sido tan profundo y potencialmente peligroso”. La respuesta de Mark Rudd, líder estudiantil, a tono con el resto de la carta, se titulaba “Respuesta al tío Grayson”. Empezaba con un “Querido Grayson”. En ella, redefinía lo que Kirk había llamado abismo generacional: “Yo lo veo como un conflicto real entre aquellos que tienen ahora la sartén por el mango (usted, Grayson Kirk) y aquellos que se sienten oprimidos y asqueados por la sociedad que usted dirige (nosotros, los jóvenes). Podemos señalar, para abreviar, nuestros estudios carentes de sentido, nuestra crisis de identidad y nuestra repulsión por ser meros piñones en sus engranajes empresariales como producto de una sociedad básicamente enferma y como reacción ante ella (…). Asumiremos el control de su mundo, de su empresa, de su universidad, y trataremos de moldear un mundo en que nosotros y otras personas podamos vivir como seres humanos”. Pero sería el final por lo que más se recordaría la carta de Rudd: “Sólo me queda una cosa por decir. Quizá le suene nihilista, puesto que supone el disparo de salida de una guerra de liberación. Utilizaré las palabras de LeRoi Jones, alguien que seguro a usted no le gusta demasiado: “Contra la pared, cabrón, esto es una redada”. Atentamente y por la libertad. Mark”. Tom Hayden escribió en Ramparts: “El objetivo escrito en las paredes de la universidad era “Creemos dos, tres, muchas Columbias”. Ocho días después, la policía de Nueva York sacó violentamente a los manifestantes del campus, ocupado del 23 al 30 de abril, con un saldo de 720 detenidos y 148 heridos. Las universidades estadounidenses necesitaban un cambio. Hasta la Comisión Cox había denunciado la naturaleza autoritaria de la administración de Columbia, en la que algunas normas se remontaban al siglo XVIII.

Universidad de Columbia (Nueva York)

Los estudiantes del SDS (Estudiantes por una Sociedad Democrática) reclamaban una democracia más participativa. Habían rescatado la declaración de Port Huron, que empezaba así: “Somos personas de esta generación, que hemos crecido con una modesta comodidad, que nos hemos alojado en universidades, observando incómodos el mundo que heredamos”. Un mundo que seguía agitado por la guerra de Vietnam. El 26 de abril, los estudiantes se movilizaban por todo Estados Unidos.

También los de las universidades de París, Praga y Tokio participaban en la protesta. El sistema universitario italiano apenas si funcionaba. Sólo en ese día hubo sentadas, boicots o enfrentamientos en las universidades de Venecia, Turín, Bolonia, Roma y Bari. Y unos noventa mil manifestantes contra la guerra llenaron la explanada de Sheep Meadow en el Central Park de Nueva York.

La hoja de mayo del almanaque de 1968 se la quedó, casi en exclusiva, París y su revolcón, una historia de sobra conocida. Pero solo casi, porque el 9 de mayo, mientras los estudiantes levantaban barricadas en sus calles y se cerraba la Sorbona, se procedía también al cierre de Columbia. Bobby Kennedy ganaba en las primarias de Indiana, asegurándose el puesto como aspirante a la nominación como candidato a la Casa Blanca. Entre tanto, empezaba a circular el rumor de que una enorme cantidad de tropas soviéticas emplazadas en Alemania del Este y Polonia se dirigía a la frontera checoslovaca. El día anterior, Zhivkov, de Bulgaria; Ulbricht, de Alemania Oriental; Kádár, de Hungría; y Gomulka, de Polonia, se habían reunido en Moscú y hecho público un comunicado sobre Checoslovaquia que nadie supo interpretar. Al día siguiente, la agencia de noticias checa informó de que se trataba de unas maniobras militares normales del Pacto de Varsovia, que terminarían el 30 de junio.

A finales de mayo, De Gaulle, que estaba convencido de que había un complot internacional contra Francia, declaraba: “No es posible que todos esos movimientos se desaten en el mismo momento, en tantos países distintos, sin ninguna clase de organización”. Sin embargo, no existía tal organización, ni dentro ni fuera de Francia. No había ninguna estrategia. En un debate organizado en junio por la Escuela de Económicas de Londres y la BBC, titulado “Estudiantes rebeldes”, Cohn-Bendit, Dani el Rojo, aclaró que ellos no eran líderes, sino más bien “megáfonos, ya saben, altavoces del movimiento”. En general, no tenían un pensamiento muy elaborado, pero, al fin y al cabo, como dijo Mark Rudd, uno de los líderes del SDS, recordando una canción de Dylan, “no necesitas a un hombre del tiempo para saber de dónde sopla el viento”.

Como hemos visto, 1968 fue también año de elecciones en EEUU. Robert Kennedy tenía cuarenta y dos años. Parecía mucho más joven, pero había ganado en madurez desde la muerte de su hermano, al que todavía se lloraba. Declararse en contra de la guerra supuso una intensa lucha personal para él. Siempre hacía hincapié en la responsabilidad personal, de manera muy semejante, y con un fervor religioso parecido a como lo hizo Martin Luther King Jr., y tenía verdaderas posibilidades de convertirse en presidente. Era un hombre con el que la generación joven podía identificarse y hasta creer, un héroe incluso en un año como aquel, envenenado por el asesinato de King. Parecía imparable. Había ganado las primarias en Indiana y Nebraska y perdido en Oregón. Pero el 4 de junio consiguió la mayor victoria en su carrera hacia la nominación demócrata al ganar en Dakota del Sur y California, derrotando a McCarthy por un porcentaje de 45 a 42, mientras Humphrey conseguía tan solo un 12% de los votos. Había superado por fin el liderazgo de McCarthy y ahora sólo tenía que mostrarse más hábil que Hubert Humphrey en la convención de Chicago. Después de la medianoche, Kennedy realizó un discurso de agradecimiento a sus electores en el Hotel Ambassador de Los Ángeles: “Y ahora toca Chicago; vayamos a ganar allí”, dijo. Unos minutos después, Sirhan Bishara Sirhan, un palestino de 24 años, disparó a Kennedy a quemarropa cuando tomaba un atajo improvisado a través de la cocina del hotel, porque los admiradores habían bloqueado la salida prevista. Falleció a primera hora de la mañana del día 6.

En París, los últimos estudiantes, que llevaban más de un mes ocupando la Sorbona, fueron desalojados el 17 de junio. Seis días después, los gaullistas ganaban las elecciones con un 38% de los votos y, tras la segunda vuelta, se hacían con la mayoría absoluta en la asamblea. Los adoquines del Barrio Latino ya no volverían a ser un problema, porque De Gaulle ordenó que se asfaltaran sus calles. Las noticias sobre el desalojo, provocaron la solidaridad y el apoyo de los estudiantes de la Universidad de Berkeley que llevaban tiempo luchando porque se reconociese su derecho a la libertad de expresión y a la libertad académica, lo que, para Ronald Reagan, entonces gobernador de California, se había convertido en un dolor de cabeza continuo. El 28 de junio, cerca de dos mil personas acudieron a la convocatoria de una manifestación en apoyo a los estudiantes franceses. Tras dos días de enfrentamientos, barricadas en llamas y cientos de detenidos, Reagan declaraba el estado de emergencia y un toque de queda en toda la ciudad. Lejos de allí, más de cien personalidades de la sociedad checoslovaca –artistas, actores, profesores, dirigentes obreros y deportistas– que seguían con la mosca en la oreja viendo tantos tanques y miles de soldados, tomaron la iniciativa y redactaron lo que pasaría a la historia como el “Manifiesto de las dos mil palabras”, divulgado el 27 de junio, en el que declaraban su apoyo al “Programa de acción” de los renovadores. Los “países socialistas amigos” del Pacto de Varsovia, reclamaron medidas para mantener “el orden”, por miedo al efecto contagio, y la burocracia soviética postergó la salida de las tropas.

1968 también fue un año decisivo para el futuro de China, tanto para confirmar la victoria de Mao Zedong, con la eliminación definitiva de Liu Shaoqi, como para cancelar definitivamente la fase de movilización iniciada por los guardias rojos. La anarquía y el caos generado por la Revolución Cultural tocaba a su fin. El propio Mao que había empezado a tomar distancia del fanatismo e irracionalidad con que la Guardia Roja actuaba, reconocía que se le había ido de las manos. El 22 de julio se reunía con sus principales líderes en Pekín para informarles de que su historia había terminado, comunicándoles su inminente disolución. Fueron obligados a abandonar las ciudades para marchar a pueblos y aldeas, siguiendo la consigna “subir a los montes, bajar a los llanos”, dada por el Gran Timonel, con su estilo poético, y ser reeducados por el campesinado pobre.

El 5 de agosto se declaró inaugurada la Convención Nacional Republicana de 1968 en EEUU, que debía elegir al candidato para las elecciones de noviembre. El favorito, que parecía destinado a ser el presidenciable, era Nelson Rockefeller, el gobernador de Nueva York, perteneciente al ala liberal del Partido Republicano, pero los delegados eligieron a Richard Nixon. Mientras era nominado en el Centro de Convenciones de Miami Beach, en Liberty City, un barrio negro de esa ciudad, se producían enfrentamientos entre la población negra y la policía. Finalizada la Convención, el 9 de agosto, la portada del Chicago Tribune anunciaba, con una gran fotografía, la victoria de Nixon. En una columna lateral, se informaba: “La policía mata a tres negros en un disturbio en Miami”.

Invasión de Praga

La primavera en Praga empezó pronto aquel año y se alargó hasta el 20 de agosto. Como hemos visto, “países socialistas amigos” temían que, en los suyos, pudieran surgir corrientes populares que reclamaran imitar el modelo de socialismo que se empezaba a impulsar en Checoslovaquia. Finalmente, Breznev tomó cartas en el asunto y decidió acabar con las veleidades reformistas. Con el nombre de “Operación Danubio”, una avalancha militar de 600.000 soldados y 2.300 tanques de los ejércitos del Pacto de Varsovia –de la antigua Unión Soviética (URSS), la República Democrática Alemana, Polonia, Hungría y Bulgaria– penetraba por el sur, este y norte del país, poco antes de la medianoche del 20 de agosto. El primer ministro checoslovaco, Oldřich Černík, informó al presidium: “Los ejércitos de cinco países han cruzado las fronteras de la República y nos están invadiendo”. Era el fin de la Primavera de Praga. La respuesta inicial de muchos cargos, incluido el propio Dubček, fue la de dimitir, pero enseguida se dieron cuenta de que podían ponérselo mucho más difícil a los soviéticos si se negaban a abandonar e insistían en que ellos eran el único gobierno legítimo. La operación militar fue impecable, sólo que no había ejército contra el que luchar. Jóvenes airados llenaron las calles de Praga, preparados para resistir, sin saber cómo. La Central de Radio, que albergaba Radio Praga, era un objetivo prioritario y muchos se acercaron hasta allí para defenderla. Llegaron antes que los tanques y bloquearon la calle con sus cuerpos. Tito en Yugoslavia y Ceaucescu en Rumanía denunciaron la invasión; las calles de Belgrado y Bucarest se llenaron de manifestantes. En Tokio, donde la universidad estaba paralizada en su tercer mes de ocupación, los estudiantes, por primera vez en su historia, organizaron una marcha de protesta hasta la embajada soviética. Por su parte, los partidos comunistas de Europa occidental reaccionaron con gran disgusto a la intervención militar soviética y tres de los más importantes, los de Italia, Francia y España, la criticaron abiertamente, distanciándose de Moscú. Había nacido el llamado eurocomunismo, que de la mano de los secretarios generales Enrico Berlinguer del PCI, Georges Marchais del PCF y Santiago Carrillo del PCE inició su propia andadura, imbuido por el “espíritu de Praga”.

En Estados Unidos, el Comité de Movilización Nacional para el Fin de la Guerra en Vietnam, conocido informalmente como ‘Mobe’, llevaba meses planificando manifestaciones contra la guerra durante la Convención Nacional Demócrata, que había de celebrarse en Chicago del 26 al 29 de agosto. Rennie Davis y Tom Hayden eran sus principales organizadores y, más tarde, serían acusados de “conspiración” e “incitación de disturbios”, como miembros de los Siete de Chicago. Poco a poco, se fueron uniendo los estudiantes del SDS; integrantes de Gente Pobre, de la campaña de primavera impulsada por el desaparecido Martin Luther King; los Panteras Negras, del movimiento político denominado Black Power (Poder Negro); los contraculturales, libertarios y pacifistas hippies; y los yippies del Partido Internacional de la Juventud, movimiento antiautoritario de los hippies politizados que comenzaban a alinearse con quienes luchaban por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam y que vivía su momento de gloria liderado por Abbie Hoffman, otro de los Siete de Chicago. El programa que habían anunciado para los días de las protestas se llamaba “Festival de la Vida”, por oposición a lo que sucedería en el interior del Anfiteatro Internacional de Chicago, sede de la Convención, al que llamaban “Festival de la Muerte”. Miles de jóvenes acampaban en el parque Lincoln desde una semana antes, pero se encontraron con un problema insalvable: el alcalde, Richard J. Daley, no concedió el permiso para la manifestación y estaba decidido a impedir cualquier tipo de protesta. El miércoles 28, el centro de Chicago estaba repleto de manifestantes; la policía empezó a cargar indiscriminadamente; los manifestantes respondieron, y aquello se convirtió en una auténtica batalla campal. En el Anfiteatro, la convención se interrumpió para ver qué ocurría. Cuando se llamó a votar a Wisconsin, el jefe de la delegación, Donald Peterson, dijo que estaban golpeando a miles de jóvenes en las calles y que la convención debía posponerse y celebrarse de nuevo en otra ciudad. La violencia prosiguió en las calles y la convención también. Ganó la nominación Hubert Humphrey, el vicepresidente de Johnson, el candidato que defendía las políticas desarrolladas hasta entonces en la guerra de Vietnam y que proponía mantenerlas sin grandes cambios; y salió derrotada, el ala pacifista del Partido Demócrata, representada por Eugene McCarthy, que había liderado una campaña antiguerra, llamando a la retirada inmediata de las tropas.

La Teología de la Liberación adquirió carta de naturaleza en los documentos de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín (Colombia), entre el 26 de agosto y el 8 de septiembre de 1968. Allí, se puso en marcha una corriente teológica bajo el signo de la liberación como respuesta al principal desafío del continente latinoamericano, que era la necesidad de transformar las estructuras injustas generadoras de pobreza y opresión entre las mayorías populares. Fue la respuesta al “sordo clamor de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte”. A partir de la conferencia de Medellín y de las elaboraciones de los teólogos de la liberación, surgiría un poderoso movimiento de comunidades de base que tenían como fundamento “la opción preferencial por los pobres”, inspirada en parte de la lucha por los derechos civiles, liderada por Martin Luther King. La alarma que causaron las conclusiones de Medellín, no se limitó a los círculos eclesiásticos, sino que tuvo también su eco en los políticos, muy especialmente en Washington. El propio Rockefeller llegó a explicar cómo se debía combatir un movimiento de aquella naturaleza: apoyando a los obispos conservadores “más civilizados”.

Plaza de las Tres Culturas, Tlatelolco (México)

Los estudiantes mexicanos llevaban un tiempo revueltos y sus protestas eran reprimidas con dureza. El 30 de julio, un fusilero del Ejército derriba de un bazucazo el portón de madera labrada de la preparatoria 1 (centro de bachillerato), una joya del barroco colonial del siglo XVIII que había sobrevivido a las guerras de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Es el momento que marca otra etapa en el conflicto: la presencia militar en la desmesurada violencia oficial contra lo que empezaba a llamarse “el movimiento estudiantil”. La respuesta no se hizo esperar. El 1 de agosto una marcha multitudinaria, liderada por las autoridades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), llena las calles de Ciudad de México. Al día siguiente, los estudiantes constituyen el Consejo Nacional de Huelga (CNH) y el día 4 dan a conocer un primer documento de unidad estudiantil, conocido como “Pliego Petitorio”. Sus principales demandas eran: resguardar las libertades democráticas frente al autoritarismo del régimen político imperante, la defensa de la autonomía universitaria, construir una universidad militante y alentar la participación popular en el movimiento. “Había una gran diferencia entre nuestra generación y la de nuestros padres. Ellos eran muy tradicionales, Se habían beneficiado de la revolución mexicana; Zapata y otros revolucionarios eran sus héroes. Para nosotros también, pero además teníamos al Che y a Fidel. A nosotros el PRI nos parecía autoritario, mientras que para ellos se trataba de libertadores revolucionarios”, manifestó Roberto Escudero, uno de los líderes estudiantiles de 1968. Enrique Krauze, que entonces era consejero universitario de la facultad de Ingeniería de la UNAM, describió al estudiante tipo que participó en las protestas de 1968 en “Retrato de un rebelde”: era un joven de clase media, familiarizado con el existencialismo y el marxismo. “Aquel joven –dice Krauze– tendría más que ver con sus coetáneos de París, Varsovia, Berlín o California que con la generación de sus padres […] La rebeldía era la marca distintiva de aquella generación”. El establishment “les provocaba una náusea peor que la sartreana”. Durante el mes de agosto, se sucedieron las manifestaciones hasta el Zócalo, con los lemas “¡Únete pueblo!” y “¡México, libertad!”, y la violencia militar.

Pero 1968 también era año de Olimpiadas, a celebrarse, precisamente en México, del 12 al 27 de octubre. El 1 de septiembre, en su discurso sobre el estado de la nación, el presidente Gustavo Díaz Ordaz abordó el asunto de las protestas estudiantiles y su vinculación, que creía evidente, con una conjura internacional, cuyo fin último era impedir que los Juegos Olímpicos se celebraran y minar así de manera irremediable el prestigio de la capacidad de organización y mantenimiento del orden de cara al exterior. Terminó diciendo: “Hemos sido tan tolerantes que se nos ha criticado por nuestra excesiva lenidad, pero todo tiene un límite, y no puede permitirse que continúen las irremediables violaciones de la ley y el orden que han ocurrido recientemente ante los mismísimos ojos de la nación entera”… “Haremos lo que tengamos que hacer”. Las manifestaciones continuaron. El 7 de septiembre se llevó a cabo un mitin, denominado “la Manifestación de las Antorchas” y el 13 “La marcha del silencio” en la que más de 300.000 manifestantes marcharon con pañuelos en la boca. Cinco días después, el 18, el ejercitó ocupó el campus de la UNAM con tropas y blindados y evacuó los edificios deteniendo a cientos de estudiantes y miembros del personal docente. La violencia se intensificaba. Finalmente, el 2 de octubre, el gobierno y el Consejo Nacional de Huelga mantuvieron una reunión que acabó “muy mal”. El CNH convocó una concentración en la que iban a anunciar una huelga de hambre por los prisioneros políticos durante los diez días siguientes hasta el día de la inauguración de las Olimpiadas. La concentración en que se anunciaría el plan iba a celebrarse esta vez en la plaza de las Tres Culturas en el barrio de Tlatelolco. Unas diez mil personas entraron en la plaza. Cuando los estudiantes se dirigían a los concentrados, los francotiradores del Batallón Olimpia abrieron fuego de ametralladora y de armas automáticas. El tiroteo se prolongó durante casi dos horas. Los cuerpos se amontonaban en la plaza y la cárcel de Lecumberri se llenaba de prisioneros ensangrentados, algunos con heridas de bala. Hubo más de dos mil detenidos y, aunque nunca ha existido una cifra oficial de muertos, se contaron por cientos. Es la conocida como Matanza de Tlatelolco.

El 12 de octubre, Díaz Ordaz se presenta en el Estadio Olímpico de la Ciudad Universitaria de la UNAM para proclamar solemnemente la inauguración de los XIX Juegos Olímpicos, bautizados como la olimpiada de la paz. Se celebraron sin más incidentes, pero se recordarán siempre por un gesto que ocupó las portadas de todos los medios del mundo. La mañana del 16 de octubre, el atleta estadounidense Tommie Smith ganó la carrera de los 200 metros con récord del mundo incluido. El también estadounidense John Carlos fue tercero. Ambos subieron al podio a recoger sus medallas de oro y bronce y, cuando sonó el himno de Estados Unidos, levantaron un puño con un guante negro, haciendo el saludo del Black Power (Poder Negro), y permanecieron con la cabeza agachada, para reivindicar los derechos civiles de los negros en Estados Unidos. El Comité Olímpico amenazó con suspender a todos los estadounidenses, pero se conformó con que el equipo suspendiera a Smith y a Carlos, a quienes les dieron cuarenta y ocho horas para abandonar la villa olímpica. Smith dijo: “Si gano, soy americano, no afroamericano. Pero si hago algo malo, entonces se dice que soy un negro. Somos negros y estamos orgullosos de serlo. La América negra entenderá lo que hicimos esta noche”.

Tommie Smith y John Carlos en el pódium. Juegos Olímpicos de México

El año entraba en su recta final con miles de estudiantes tomando las calles adyacentes a la estación de ferrocarril de Shinjuku, en Tokio, el 8 de octubre, para detener el transporte ferroviario de combustible utilizado en los ataques a Vietnam, y la concentración de protesta en el entorno de la embajada de EEUU el 21 de octubre, disueltas de manera indiscriminada por la policía japonesa con detenciones masivas; y con la llamada batalla de Tegeler Weg en Berlín el 4 de noviembre, entre el movimiento antiautoritario de los estudiantes alemanes y la policía.

El 5 de noviembre, el republicano Richard Nixon ganaba las elecciones presidenciales en EEUU, aunque con un estrecho margen del 0,7% sobre Humphrey, para hacer realidad el lema de su campaña: “La ley y el orden”. De Gaulle también ganó las suyas y Díaz Ordaz siguió en el poder dos años más, aunque ambos estaban convencidos de que todo lo vivido en sus países respondía a una conspiración internacional de revolucionarios que se movían de un país a otro; lo que para Franco era un contubernio judeomasónico. En fin, a pesar de que las revueltas de aquel año llegaron a producir en muchos gobernantes una constante sensación de vivir al borde del precipicio, ningún gobierno cambió de manera significativa sus políticas, ni perdió el poder como consecuencia de las mismas. Con la excepción de Dubček, claro, quien fue destituido y su “socialismo de rostro humano” fue desvaneciéndose lentamente. 1968 acabó exactamente como había empezado, con Estados Unidos acusando al Vietcong de violar su propio alto el fuego navideño. Según datos del propio Gobierno, solo aquel año murieron 16.899 militares estadounidenses en la guerra de Vietnam.

Los ríos de tinta aludidos bajan con títulos que hacen referencia al año de las utopías, el que alumbró un mundo nuevo, el que cambió o pudo cambiarlo o el que conmovió al mundo. La sucesión de acontecimientos, las revueltas estudiantiles, metieron el miedo en el cuerpo a más de uno y marcaron un antes y un después en nuestra historia reciente con una influencia poderosa y duradera, porque dejaron planteados muchos problemas que volvieron con los estudiantes a las aulas: la democratización de instituciones como la universidad, el anhelo de una sociedad más justa, democrática y participativa, la desigualdad entre sexos, la liberación de la mujer, la discriminación racial, el imperialismo, el belicismo o el rechazo del autoritarismo en cualquiera de sus formas. The times they are a-changin’ cantaba Dylan: “Fuera hay una batalla furibunda/ pronto golpeará vuestras ventanas y crujirán vuestros muros/ porque los tiempos están cambiando” y los jóvenes de su generación asentían desde Los Ángeles hasta Tokio, desde Roma hasta Oslo, desde París hasta Nueva York, desde México hasta Praga. Es el tiempo del “Gran Rechazo” (Big Refusal). Un año que respondió a la proclamación de la ONU como año de los Derechos Humanos.

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Pasado el Gran Susto, los amos del mundo, aquellos que Adam Smith llamó “los amos de la humanidad”, se revolvieron inquietos en sus sillones. ¿Qué había ocurrido en la agitadísima década de los sesenta, y en especial en ese año germinal que dio nombre a la revolución del 68?, ¿qué estaba pasando? se preguntaban. Algo había que hacer.

Tras un tiempo de intensos contactos y reuniones auspiciadas por David Rockefeller, presidente del Chase Manhattan Bank y uno de los hombres más ricos e influyentes del mundo, en julio de 1973 hacía su presentación oficial la Comisión Trilateral, un organismo de carácter privado, definido por su más destacado ideólogo, Zbigniew Brzezinski, como “el mayor conglomerado de potencias financieras e intelectuales que el mundo haya conocido nunca”, consagrado al análisis y proposición de políticas a escala global, a partir de las preocupaciones e intereses comunes de los “tres lados” del capitalismo desarrollado: Europa Occidental, Estados Unidos y Japón. Fue el primer think tank de alcance global.

David Rockefeller

La elaboración de informes era, y sigue siendo, una de sus principales actividades internas. Entre ellos, hay uno sobre el que merece la pena detenerse, porque en él se establecieron las líneas de choque frente a los desafíos que planteaban el anhelo de libertad y el ímpetu democratizador que recorría el planeta. Se trata del nº 8, el primer informe importante de la Comisión Trilateral, que lleva por título The Crisis of Democracy. Report on the Governability of Democracies (“La crisis de la democracia. Informe sobre la gobernabilidad de las democracias”), trabajo elaborado por el sociólogo francés Michel J. Crozier, el politólogo Samuel P. Huntington, profesor de Harvard, y Joji Watanuki, profesor de sociología de la Universidad Sophia en Tokyo. Un documento fundamental que perfectamente puede tomarse como expresión elocuente y representativa de la virulenta reacción que se apoderó de las clases dominantes cuando estas percibieron, muy asustadas, las amenazas al orden vigente, cuya influencia sobre la posterior revolución conservadora ha sido innegable.

Huntington comienza identificando la “tendencia democratizante” desatada en la década anterior que “fue testigo de una dramática renovación del espíritu democrático. Las tendencias predominantes, implicaron el desafío de la autoridad de las instituciones políticas, sociales y económicas establecidas, el aumento de la participación popular y el control sobre esas instituciones, una reacción contra la concentración de poder, el compromiso renovado con la idea de igualdad por parte de los intelectuales y otras elites, la aparición de grupos de presión de interés público, una mayor preocupación por los derechos y disposiciones de oportunidades para que las minorías y las mujeres participen en la política y la economía, y una crítica generalizada de quienes poseían, o incluso se creía que poseían, un poder o riqueza excesivos; el espíritu de protesta, el espíritu de igualdad, el impulso de exponer y corregir las desigualdades. Fue una década de oleada democrática y de reafirmación del igualitarismo democrático”. Un periodo en el cual se habría expandido una noción de ciudadanía políticamente más activa e ideologizada que hizo tambalear la estabilidad de las instituciones de la propia democracia. A continuación, aparece ya el lado oscuro de ese impulso, en apariencia excelente: el coste de ese “brote democrático”, que es el que late en el fondo del Informe: “La vitalidad de la democracia en la década de los sesenta produjo una expansión considerable de la actividad gubernamental y la declinación de la autoridad gubernamental. La disminución de la autoridad está a su vez en el fondo de la “crisis de gobernabilidad”.

Desde el comienzo, tratan de hacer un diagnóstico de lo sucedido, para, a continuación, proponer una terapia. Los autores identifican cuatro disfunciones en las democracias contemporáneas:

  1. La deslegitimación de la autoridad y la pérdida de confianza en el liderazgo institucional.
  2. La sobrecarga del Estado, relacionada con una mayor participación ciudadana en los asuntos políticos.
  3. La desagregación de los intereses ciudadanos y el declive y la fragmentación de los partidos políticos.
  4. La estrechez de miras nacionalista en aquellos Estados que escuchan las presiones populares respecto de las relaciones internacionales.

“En los últimos años –afirman–, las operaciones propiamente democráticas han generado una quiebra de los significados tradicionales del control social, un desafío a la autoridad, no solamente en el gobierno sino también en sindicatos, asociaciones empresariales, escuelas y universidades, asociaciones profesionales, iglesias, familia y grupos cívicos, y un descrédito del liderazgo”.

“La esencia de la oleada democrática de la década de 1960 ­–dice Huntington–, fue un desafío general a los sistemas de autoridad existentes, públicos y privados. De una forma u otra, este desafío se manifestó en la familia, en la universidad, en las empresas, en las asociaciones públicas y privadas, en la política, en la burocracia gubernamental y en las Fuerzas Armadas. Las personas ya no sentían la misma compulsión de obedecer a quienes antes habían considerado superiores en cuanto a edad, rango, estatus, experiencia, carácter o talento. En la mayoría de las organizaciones, la disciplina disminuyó y las diferencias en el Estado se volvieron borrosas. Cada grupo reclamó su derecho a participar por igual, y quizás más que por igual, en las decisiones que les afectaban.” De este modo, las formas que Huntington calificaría como “no democráticas” de conferir autoridad, tales como “la posición organizacional, la riqueza económica, la experiencia, el saber especializado o la competencia legal fueron duramente atacadas”.

Según Crozier, “había surgido un nuevo tipo de ciudadano, contestatario y presto a lanzarse a la acción”, lo que constituía una de las fuentes de inestabilidad democrática que les preocupaba, ya que podría contribuir, efectivamente, a la “quiebra de los métodos tradicionales de control social” y a la “deslegitimación de la autoridad política, así como de otras formas de autoridad”, incluyendo “la iglesia, la familia y las instituciones educativas”. “El debilitamiento de la autoridad en toda la sociedad contribuye, entonces, al debilitamiento de la autoridad del gobierno.”

Michel J. Crozier

Este es el argumento central que da unidad al Informe, su diagnóstico: la autoridad, en cualquiera de sus formas y ámbitos sociales, ha sido desafiada y deslegitimada. A partir de ahí, se centran en analizar lo que entienden como amenazas para los sistemas democráticos que clasifican en tres tipos.

  1. Contextuales o externas. Aquellas “que no son producto directo del funcionamiento del gobierno democrático”, que hacen referencia a cambios globales, como el aparente éxito del socialismo soviético, por ejemplo: “Si el comunismo funciona, el cuestionamiento del capitalismo y la democracia parlamentaria es aún mayor”.
  2. Societales o internas. Entre las amenazas internas a la democracia se señalan en el Informe cambios culturales y el surgimiento de nuevos valores, especialmente en las generaciones más jóvenes, vinculados a un excesivo individualismo y a un creciente desencanto por la política y las formas de acción colectiva, como también por la emergencia de una cierta “cultura adversaria”, puramente contestataria, especialmente entre los intelectuales, los estudiantes y los medios masivos de comunicación, que han venido minando los soportes culturales básicos de la legitimidad democrática: “Un gran desafío a la democracia proviene de intelectuales y grupos con ellos relacionados, que expresan su disgusto con la corrupción, el materialismo y la ineficiencia del sistema, e incluso con la subordinación de los gobiernos democráticos a los monopolios capitalistas.” “Los contestatarios que manifiestan su desagrado ante la sumisión de los gobiernos democráticos al capitalismo monopolístico constituyen hoy un serio peligro” porque no solo “desafían las estructuras de autoridad existentes, sino incluso la efectividad de aquellas instituciones que han desempeñado el papel principal en el adoctrinamiento de los jóvenes”. Otra amenaza para la gobernabilidad de la democracia la plantean los “grupos pasivos o no organizados de la población”, como los “negros, indios, chicanos, grupos étnicos blancos, estudiantes y mujeres, todos ellos organizados y movilizados de nuevas maneras”. También se analiza cómo el acceso de mayores capas de la sociedad a la educación superior, fruto del Estado de Bienestar, unido al auge del individualismo, “provoca a largo plazo una mayor concienciación de los propios derechos”.
  3. Intrínsecas. Que para los autores son las más importantes: “por último, y quizás eso sea lo más serio, hay un conjunto de desafíos intrínsecos a la viabilidad del gobierno democrático, que surgen directamente del propio funcionamiento de la democracia”. Estos últimos son los más inquietantes para los autores del Informe, cuyo planteamiento se resume en la siguiente frase: “Cuanto más democrático sea un sistema, mayores serán las probabilidades de que sea puesto en peligro por amenazas intrínsecas”.

Una de las “causas” de ese debilitamiento de la autoridad la encuentran los autores en la expansión democrática de los años precedentes, y en tal sentido afirman: “El espíritu democrático es igualitarista, individualista, populista e impaciente con las distinciones de clase y rango que, en cierta medida, siempre son necesarias en las organizaciones sociales; un penetrante espíritu democrático puede representar una amenaza intrínseca y socavar todas las formas de asociación, debilitando los vínculos sociales que mantienen unidos a la familia, las empresas y la comunidad”. La expansión de la democracia es, por lo tanto, “causa” del socavamiento de la confianza en la autoridad.

Otra de las causas que plantean los autores, es “la sobrecarga” (overload) del gobierno: “En años recientes, hemos visto la expansión de las demandas al gobierno por parte de los individuos y grupos. Esta expansión toma la forma de participación en la actividad política de una proporción cada vez mayor de la población; el desarrollo de nuevos grupos y de una nueva conciencia por parte de grupos antiguos, incluyendo a las minorías étnicas, grupos regionales y de jóvenes; la diversificación de las tácticas y medios políticos por los cuales los grupos aseguran sus fines; y una creciente convicción por parte de los grupos de que el gobierno tiene la responsabilidad de satisfacer sus necesidades”.

La continuidad histórica de las democracias se ve amenazada porque la incorporación de una parte importante de la población a las clases medias ha aumentado sus expectativas y aspiraciones. Dice Crozier que “los desafíos que hoy enfrentan los gobiernos democráticos son producto tanto de los éxitos del pasado como de cambios en las tendencias anteriores. La incorporación de una parte sustancial de la población a las clases medias, ha aumentado sus expectativas y aspiraciones causando, por ello, una reacción más intensa si éstas no son satisfechas. La ampliación de la participación política ha incrementado las demandas a los gobiernos. Un amplio bienestar material ha conducido a que una porción sustancial de la población, particularmente entre los jóvenes y los intelectuales profesionales, haya adoptado nuevos estilos de vida y nuevos valores sociopolíticos”. De acuerdo con este razonamiento, argumentan que se habría producido un círculo vicioso de demanda-prestación-demanda que retroalimentaría un mecanismo perverso: “la ampliación de las funciones estatales, exigidas por crecientes demandas democráticas, inducen expectativas crecientes, las cuales se transforman en nuevas demandas que deben ser satisfechas mediante nuevos esquemas de intervención y así ad infinitum”.

Esta acumulación de demandas ha producido una “sobrecarga en el gobierno, que excede su capacidad para responder” y, como consecuencia directa, “la frustración de las expectativas de multitud de colectivos, generando una creciente desconfianza ciudadana en el gobierno y la autoridad establecida, una progresiva pérdida de fe en el liderazgo político y en el propio sistema de partidos y, finalmente, el desencanto de los ciudadanos con las instituciones de la democracia liberal”, lo que hoy llamamos desafección. El resultado de esta perversión de la democracia, para los autores, radica en un “malentendido acerca de su verdadera naturaleza política”: “La idea democrática según la cual el gobierno es responsable ante el pueblo, creó la expectativa de que el gobierno estaba obligado a responder a las necesidades y a corregir los males que afectan a grupos específicos en la sociedad.”

Crozier añade que, como consecuencia de todo ello, ha surgido una “democracia anómica”, un sistema en el que “la política democrática se transforma más en un ámbito para la afirmación de intereses en conflicto que en un proceso para la construcción de propósitos comunes”. Conforme a este razonamiento, “la articulación democrática de intereses tiene como presupuesto la pluralidad de esos mismos intereses al nivel de individuos, grupos e instituciones que los materializan, y de la pluralidad de expresiones institucionales que los canalizan; en tal sentido, la intensificación de ese pluralismo, que el propio funcionamiento de la democracia genera, tiene por efecto la “desagregación de intereses sociales cuyo costo de articulación se vuelve cada vez más alto”.

Como señalan los autores del Informe, “la manifestación más obvia de la desagregación de intereses y del marchitamiento de los propósitos comunes está en la descomposición que ha afectado a los sistemas de partidos políticos. En casi todos los países ha declinado el apoyo a los principales partidos establecidos y nuevos partidos, pequeños partidos y movimientos antipartido, han ganado fuerza. Esta falla del sistema de partidos para producir mayorías electorales y parlamentarias, obviamente ha tenido efectos adversos en la capacidad de los gobiernos para gobernar”.

Otro aspecto intrínseco a considerar, afirma Crozier, es “la tendencia a la ampliación ilimitada de las promesas y el radio de acción de la democracia, dada la existencia regular de contiendas electorales abiertas, en las que se busca ganar adhesiones mediante promesas de intervenciones públicas siempre mayores de parte de los contendientes. Enfrentados al imperativo estructural de elecciones competitivas frecuentes, los líderes políticos difícilmente pueden hacer otra cosa”, concluye.

Hungtinton abunda en esta idea al afirmar que “este conjunto de prácticas y de actitudes políticas confluyen en un punto: la declinación de los partidos políticos, tanto en el sentido de ser canales institucionalizados de las demandas sociales, como en el de fuentes organizadas de formulación de políticas públicas; y por ambos lados esto lleva a minar las bases del propio sistema político, en la medida en que buena parte de las demandas no se canalizan a través de los partidos y, a su vez, el sistema se hace menos previsible, porque los votos de los representantes partidarios se cruzan siguiendo lógicas de intereses grupales, sectoriales o regionales, antes que una línea política sistemática, orgánicamente coordinada por las organizaciones partidarias”. Según este planteamiento, la declinación del rol de los partidos políticos, es tomada como “un indicador de una situación más general y preocupante: la disgregación de intereses por efecto de la intensificación del pluralismo democrático”.

Huntington predice que la tendencia democratizadora perderá fuerza gradualmente con el paso del tiempo. Además, argumenta que es importante que esta tendencia pierda fuerza porque de lo contrario sería difícil para el gobierno democrático continuar con su tarea: “Predictivamente, la implicación de este análisis es que, a su debido tiempo, la oleada democrática y su consiguiente doblez de gobierno se moderarán. Prescriptivamente, la implicación es que estos desarrollos deberían ocurrir para evitar las consecuencias perjudiciales de la oleada y para restablecer el equilibrio entre la vitalidad y la gobernabilidad en el sistema democrático”.

Hasta aquí, el diagnóstico de lo sucedido y sus causas. Pero si el análisis que hacen de aquella “crisis de la democracia” es, cuando menos, inquietante, la terapia diseñada para resolverla lo es aún más, porque ya no se trata de un problema del pasado sino de una advertencia de futuro, de lo que estaba por llegar.

Samuel P. Huntington

Al afrontar el capítulo de las soluciones, Huntington comienza recordando que “para restaurar el equilibrio entre la vitalidad y la gobernabilidad en el sistema democrático, el exgobernador de Nueva York, Al Smith, propuso que la única cura para los males de la democracia es más democracia”, para inmediatamente rebatirla, en coherencia con el diagnóstico realizado, diciendo: “nuestro análisis, sugiere que aplicar esa cura en este momento sería como echar combustible a las llamas. En realidad, algunos de los problemas actuales de la gobernabilidad derivan de un exceso de democracia”. Por el contrario, lo que “se necesita es un mayor grado de moderación en la democracia, que viene a ser la única vía para resolver los problemas de las sociedades occidentales actuales. Porque la democracia es algo bueno, pero solo con moderación”.

La tarea crucial es, por lo tanto, “restaurar el prestigio y la autoridad de las instituciones del gobierno”. Las demandas deben reducirse y debemos “restablecer una relación más equitativa entre la autoridad gubernamental y el control popular”, asumiendo que el Gobierno de las sociedades complejas requiere un incremento de la autoridad política.

Huntington identifica dos aspectos que se deberían considerar para ver implementada esa “moderación”. Primero, insiste en que “la democracia es sólo una forma de constituir autoridad, y no es necesariamente de aplicación universal. En muchas situaciones criterios de conocimiento, antigüedad o jerarquía, experiencia y talentos especiales pueden sobreponerse a las demandas de la democracia como forma de constituir la autoridad”. “En segundo lugar, una población bien informada y políticamente activa representa una seria amenaza para el mantenimiento de un sistema democrático de gobierno”.

La despolitización del ciudadano, la reducción de sus posibilidades de participación política y la limitación de la democracia, pueden ser convenientes. “De igual modo que existen unos límites potencialmente deseables de crecimiento económico, también hay unos límites deseables a la indefinida extensión de la democracia. Si permitimos mayores cuotas de participación democrática, el sistema puede terminar por caer en la inestabilidad y, a la larga, en su desintegración. Si las democracias pretenden ser eficientes, una extensión indefinida de la democracia no es deseable.”

Por el contrario, “es necesario articular una precisa definición de los derechos individuales, revitalizar valores como la disciplina, el trabajo, la propiedad e iniciativa privada o la caridad, y recuperar instituciones intermedias como la religión, la familia o las asociaciones voluntarias”. Es importante, además, “restablecer los liderazgos fuertes, tanto personales como institucionales”, “convertir los Parlamentos en órganos expertos y técnicos y no en órganos ideológicos” y “revitalizar los partidos políticos, asumiendo su relevancia como canalizadores y agregadores de las preferencias públicas, como seleccionadores de elites y como suministradores de información”, aunque “tienen que convertirse en órganos de gestión más que de discurso político”. “Deben suprimirse las leyes que prohíben la financiación de los partidos por el Estado y por las grandes empresas y particulares. Los partidos no pueden depender exclusivamente de la financiación de la militancia, que genera capacidad de control de la dirección por las bases. A los fondos privados debe sumarse la financiación desde fondos públicos”.

Destacan la importancia de “restaurar el equilibrio entre el gobierno y los medios de comunicación con un cierto control sobre la libertad de prensa”. “Los últimos años han visto un inmenso crecimiento en el alcance y poder de los medios. Como resultado de la creciente influencia de los periodistas frente a los propietarios y editores, la prensa ha tomado un papel cada vez más crítico hacia el gobierno y los funcionarios públicos”. “No puede haber abuso en el ejercicio de la libertad de expresión. Normas administrativas deben proteger a las instituciones sociales y a los gobiernos contra el excesivo poder de los mass-media”. “Se requieren, por lo tanto, medidas significativas para restablecer un equilibrio adecuado entre la prensa, el gobierno y otras instituciones de la sociedad y, si los medios de comunicación no imponen los estándares de profesionalismo, entonces la alternativa podría ser la regulación por parte del gobierno”.

La educación superior debe estar relacionada “con los objetivos económicos y políticos”, y “si se ofrece a las masas, entonces es necesario un programa para reducir las expectativas laborales de aquellos que reciben una educación universitaria”. “El resultado de la tremenda expansión de la educación superior es la sobreproducción de personas con formación universitaria en relación con los puestos de trabajo disponibles para ellas”. “La expansión de la educación superior puede crear frustraciones, por lo que parece necesario relacionar la planificación educativa con objetivos económicos y políticos”. “Es necesario reconducir las universidades a posiciones funcionales para la reproducción del sistema, reducir los recursos financieros puestos a disposición de las universidades públicas, que generan excedentes de licenciados en relación con los puestos de trabajo disponibles, e incrementar los recursos a disposición de las universidades privadas”.

Finalmente, puesto que el exceso de democracia generaba ingobernabilidad, para conseguir la tan necesaria moderación, “los ciudadanos han de aceptar, por una parte, que los ámbitos donde los procedimientos democráticos resultan apropiados son escasos” y, por otra, que “el funcionamiento eficaz de un sistema político democrático generalmente requiere cierto grado de apatía política y no participación por parte de algunos individuos y grupos”. Esto se evidencia por el hecho de que “cada sociedad democrática ha tenido una población marginal, de mayor o menor tamaño, que no ha participado activamente en el gobierno”. Huntington admite que la marginación de algunos grupos “es inherentemente antidemocrática”, pero continúa afirmando que “también ha sido uno de los factores que ha permitido a la democracia funcionar con eficacia”. La apatía política podía ser pues signo de buen funcionamiento del sistema. He aquí la guinda del recetario que proponen para resolver la crisis de la democracia.

Los amos del mundo ya tenían el diagnóstico de lo sucedido y la terapia para combatirlo. Se había configurado el nuevo marco global de lo que Brzezinski llamaría significativamente la nueva “era postutópica”. El informe de la Comisión Trilateral, considerado como el acta de nacimiento del neoliberalismo organizado, tuvo un enorme impacto cuando se publicó y una importante repercusión posterior a través de la revolución conservadora comenzada con Thatcher y Reagan. Recordar su existencia en estos momentos tiene sentido porque el viejo discurso trilateral sigue teniendo gran predicamento en ciertos sectores del poder transnacional, porque la Comisión Trilateral no es un recuerdo anecdótico de tiempos pasados sino que, por el contrario, sigue siendo uno de los focos de reflexión más influyentes en la actualidad, y porque el Informe marca un punto clave en el análisis, reflexión y definición de orientaciones estratégicas en las democracias capitalistas desarrolladas que en buena medida llega hasta nosotros.

Así, cincuenta años después del nacimiento de la Comisión Trilateral, cuando volvemos a hablar de crisis de la democracia, a comprobar que tenemos serios problemas de gobernabilidad, podemos ver al profesor Manuel Arias Maldonado preguntarse en un artículo –Código: hiperdemocracia–: ¿y si la crisis de la democracia contemporánea estuviera causada no por un déficit de democracia, sino por un exceso de democracia? y al otro lado del Atlántico, en The Future of Freedom, a Fareed Zakaria, el mediático politólogo estadounidense favorecido por Bush, localizar la amenaza a la libertad en la “dosis excesiva de democracia”. Tengamos en cuenta que para ese diagnóstico hay ya una terapia diseñada, que no es precisamente la de “más democracia”, y que, como hemos visto, consiste en un tratamiento a base del fomento de la apatía política, el descompromiso y la reducción de la participación ciudadana. Conviene recordarlo, especialmente a los jóvenes, sin dejarnos tentar por lecturas conspiranoicas, porque la Comisión Trilateral sigue tan activa e influyente como siempre y porque, aunque hoy vuele por debajo de la zona del radar, su mensaje sigue calando. Esta es la cara oculta del 68.

2 respuestas a «Apatía, la cara oculta del 68»

  1. No es un articulo, es una tesis dictoral que explica como el » poder capitalista oculto» ha logrado evitar que se repitan los movimentos de 1968 y alrrdefores. Me ha sorprendido la precision de datos, y me han gusrado los saltos geograficos: Paris, Vietnan, Japon, USA, sudamerica, Checoeslovaquia, Mexico,…..
    En fin, una enciclopedia de una era revoluciinaria, digna de un Máster a titular: 1968-Los últimos coletazos revolucionarios
    Nota: El 69 en cambio es mas placentero????

    1. No fueron los últimos coletazos. Una parte de aquellos movimientos juveniles derivó hacia la violencia. El IRA cañero que hemos conocido, es el resultado de una escisión que se produjo en 1969 con el nombre de IRA Provisional; las primeras víctimas de ETA, Pardines, Etxebarrieta y el comisario Melitón Manzanas, se produjeron en 1968. En 1970, solo dos años después, nacen en Italia las Brigadas Rojas y, en Alemania, empieza a operar la Fracción del Ejército Rojo (RAF)/Baader-Meinhof. También en 1970, al otro lado del Atlántico, empiezan a actuar los Montoneros, en Argentina; el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaro, en Uruguay; el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), en Chile; y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), en Bolivia. Pocos años después, surge el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), en Nicaragua, y en El Salvador, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.

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