Hace unas semanas soñé que Juan, el evangelista, volvía a la caverna de la isla de Patmos, para actualizar su revelación y mostrar al mundo, en los albores del siglo XXI, lo que había de suceder dentro de poco.
En ella, veía un caballo rojo, de color de fuego, que galopaba los cuatro vientos con una gran espada, para quitar de la tierra la paz y que se degollaran los unos a los otros. En su despiadado galopar, impactaba contra el World Trade Center de Nueva York. Caía Babilonia la Grande, devastada y abrasada por el fuego. Inmediatamente después, veía la invasión de Afganistán; luego, la guerra de Irak, ubicado en el eje del mal por unas diabólicas armas de destrucción masiva que nunca existieron, cientos de miles de muertos y desplazados, migraciones incontenibles y nuevos muros que volvían a levantarse; la crisis de los refugiados en Europa, el auge de la ultraderecha, el nacimiento del ISIS y los atentados yihadistas. La sangre y la muerte ensanchaban el abismo entre Occidente y el Islam, y nos acercaban al choque de civilizaciones que había profetizado Samuel Huntington.
Poco después de que los mandatarios del G-7 alzaran sus siete copas, veía otro; un caballo blanco que cabalgaba desbocado. El que iba sentado sobre él tenía un arco y la codicia le había hecho perder la corona que le había sido dada. Veía un capitalismo voraz que provocaba el estallido de una burbuja inmobiliaria, la quiebra de bancos de inversión y como consecuencia de ello una Gran Recesión económica mundial. Bolsas que caían estrepitosamente, quiebras, despidos, pobreza y tasas insoportables de desempleo; precarización del trabajo, desigualdades y exclusión social; rescates, políticas de austeridad y la erosión progresiva del Estado de Bienestar. Eran las consecuencias devastadoras del pensamiento contable llevado hasta sus últimas consecuencias. También veía incertidumbre, desafección y gobiernos iliberales que refutaban la profecía de Fukuyama sobre el fin de la historia, con la democracia liberal y la economía de mercado como vencedoras.
Luego veía, un caballo negro recorriendo los siete continentes y el que iba sentado en él tenía una balanza en su mano, completamente desequilibrada por el peso de millones de toneladas de dióxido de carbono lanzadas al cielo. Veía el calentamiento global de la Tierra, el deshielo en el Ártico y en la Antártida, la elevación del nivel de los siete mares, fenómenos meteorológicos cada vez más extremos y frecuentes, lluvias torrenciales, riadas e inundaciones que evocaban el Diluvio Universal; altas temperaturas excepcionales, sequías y olas de calor que atizaban grandes incendios forestales en California, la Amazonía, Siberia y Australia, las cuatro esquinas de la Tierra, vomitando más dióxido de carbono a la atmósfera en un ciclo infernal. Entre tanto, siete trompetas anunciaban la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático, conmocionando al mundo.
Veía, además, un caballo pálido, amarillento, del color de la enfermedad, a galope tendido, y el que iba sentado en él tenía por nombre Muerte, aunque sería más conocido como SARS-CoV-2, un virus que se extendía por el mundo como una plaga. Los servicios sanitarios colapsaban, sin medios humanos ni materiales para hacer frente a la pandemia, millones de personas caían infectadas y cientos de miles morían; los gobernantes se mostraban impotentes, alguno apelaba al Corazón Inmaculado de María para derrotar al virus, otro se protegía con estampitas del Sagrado Corazón de Jesús y un tercero hacía exorcismos a las puertas del palacio presidencial. Medidas de confinamiento vaciaban las calles de las ciudades ofreciendo una imagen casi distópica y paralizaban la economía que caía desplomada en todo el mundo. Veía también, otra gran recesión; otra vez quiebras, despidos, pobreza y tasas insoportables de desempleo, en otro ciclo infernal.
Pero el sueño acababa bien. Las huestes de Gog y Magog eran derrotadas en Armagedón y la gran muchedumbre gritaba alborozada, ¡Aleluya!, ¡Aleluya! Poco después, despedía a Juan, invitándole a volver a la caverna de la isla de Patmos, siempre que lo considerara conveniente. Luego…
Luego, soñé que soñaba.
Cuando el siglo XXI amanecía, el 11-S provocó un giro brusco en el horizonte de nuestras certezas; siete años después, la Gran Recesión arruinó muchas de ellas, y entre la emergencia climática y la pandemia se han encargado de agotar el resto, revelando con claridad meridiana cuan vulnerables somos. En solo veinte años, hemos padecido, sin solución de continuidad, cuatro crisis: bélica, económica, climática y sanitaria, que, como un gran terremoto, han arruinado los pilares de nuestro mundo y nos han devuelto al tiempo de la gran tribulación.
Tras ser elegido Papa durante la peste romana del año 590, en la que falleció su predecesor, Pelagio II, Gregorio Magno escribió: “El fin del mundo no es ya una mera profecía, sino que está revelándose”. Pero el mundo no acabó; los cuatro jinetes se fueron por donde habían venido y la historia siguió adelante. John Gray, que es catedrático emérito de Pensamiento Europeo en la London School of Economics, discrepa del sentido escatológico con el que Gregorio Magno interpretaba la revelación. El apocalipsis –dice–, se refiere al fin de los mundos concretos que los seres humanos hemos construido a lo largo de la historia. Es pues, una experiencia histórica recurrente, y la historia, una sucesión de apocalipsis.
Bueno, pues este es el nuestro: el fin de un mundo que ya pide cambio. Puede que, durante algún tiempo, un tiempo de oscuridad, la hierba no crezca por donde pisan los cascos de estos apocalípticos caballos, pero hay que ponerse manos a la obra.
En enero de este año, cuando la pandemia estaba aún en mantillas, las manecillas del reloj del apocalipsis, el Doomsday Clock, estaban a solo cien segundos de la medianoche, la hora fatal.
Sí, sí… ya sé que Ignacio de Loiola no recomendaba hacer mudanza en tiempos de desolación, pero no hay tiempo que perder. Urge cambiar este mundo de arriba abajo o mandarlo todo al carajo, porque un mundo mejor es posible.
Por los siglos de los siglos. Amén.