Follador

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Bajábamos de Tíndaris después de visitar el santuario de la Madonna Nera y darnos un baño en la playa de Marinello, en el Tirreno siciliano, cuando el cielo comenzó a oscurecerse. Al llegar a Messina estalló una tormenta de verano y el intenso aguacero hizo necesario buscar refugio. Lo encontramos en un “birrificio”, I 5 Malti, cerca de la Piazza di Duomo. Aunque el emblema del local, colgado de la pared, proclamaba solemnemente “Dio salvi la Birra”, había en el centro del mostrador un refrescador de botellas con un nombre insólito sobre la porcelana: Follador; y, además, desde 1769. ¡Carambolas!, me dije para mis adentros.

Pero no. Nooo, nooo, no. ¡Qué va! No se trataba de un brebaje de aquellos, de recio abolengo, destinado a mejorar determinadas prestaciones y alcanzar así un rendimiento más que óptimo. No. Follador es el apellido de una familia de la región del Véneto, de una larga tradición vinícola, cuyos orígenes se remontan a la época de los Dogos venecianos. Ya en 1769, uno de sus últimos gobernantes, el Dux Alvise IV, de la casa patricia de Mocenigo, reconoció la excelencia de los vinos producidos por Giovanni Follador, algo que sus descendientes han conseguido transmitir, con pasión, hasta nuestros días, para llegar hasta el mostrador de I 5 Malti.

A veces, los idiomas sorprenden al viajero con curiosos juegos de palabras que sugieren imágenes y significados diferentes, por eso los gurús del naming aseguran que si Follador quisiera abrirse mercado en España, no le quedaría más remedio que etiquetarse con otro nombre. ¡Quién sabe!. O no.

¡Terrícolas!

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Llega del espacio exterior un eco que me parece más inquietante que tranquilizador: los marcianos han renunciado a invadir la tierra tras descartar que pueda haber vida inteligente.

El pedo filosofal

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Entre la tragedia y la redención

Las distintas formas de ver las cosas, entender la vida y enfrentarse a los problemas, forman parte de la esencia del ser humano. Se han estudiado multitud de técnicas de resolución de problemas, pero ninguna como aquella, utilizada ya por los filósofos de la Grecia clásica, que encuentra en la causa del problema la solución.

Metrocles de Maronea, hermano de Hiparquia, la esposa de Crates, era un hombre de una exquisita sensibilidad. Fue primero discípulo de Teofrasto “el Peripatético” y, en consecuencia, seguidor de la filosofía de Aristóteles allá por el 300 a.C. Aunque resulte extraño, según cuenta Diógenes Laercio, uno de los momentos más difíciles en la vida de Metrocles tuvo lugar un día en que, durante un ejercicio de lectura, se le escapó un pedo en la escuela. Al desdichado y refinado Metrocles le entró tal ataque de vergüenza que se encerró en su casa con la intención de dejarse morir por inanición.

  • Maldigo el día en que nací –decía con inconsolable dolor Metrocles–. ¿Por qué me tenía que ocurrir a mí esta terrible desgracia? Padre Zeus, te lo suplico, envía contra mí un rayo que ponga fin a mi vida.

En cuanto Crates, que era un gran psicólogo, se enteró de la desgracia de su cuñado, se puso a maquinar el modo de devolverle a Metrocles las ganas de vivir.

  • ¿Cómo se puede sacar del pozo a un muchacho tan hipersensible? –se preguntaba Crates sin hallar respuesta–. ¿Cómo se puede demostrar a alguien que tirarse un pedo en público no es razón para suicidarse?

Por fin tuvo una feliz idea. Puso al fuego una buena olla llena de lentejas, se comió un par de escudillas y se fue a visitar a Metrocles.

  • No has cometido ningún crimen –le dijo Crates–. El percance que te ha ocurrido le puede ocurrir a cualquiera.
  • ¡Quiero morirme!, ¡quiero morirme! –decía desesperado Metrocles.
  • Pero tranquilízate, Metrocles –volvía a la carga Crates–. Habría sido un milagro que impidieras la salida de los gases de acuerdo con su proceso natural. Y bien sabes, como nos enseñó el materialista Demócrito, que en la naturaleza hay leyes, no milagros.

La conversación se alargó mucho y no había forma de convencer a Metrocles. Pero, con el paso del tiempo, las lentejas empezaron a hacer su efecto y Crates recurrió al único medio posible de convencer a Metrocles. Se tiró unos cuantos pedos y, con la similitud del acto que a él tanto le había hundido, se convenció de que aquel desliz, al fin y al cabo, no era tan grave.

  • Cuñado, dame un abrazo –dijo Metrocles–. ¡Qué hábil has sido al encontrar el medio de arrancarme de la desgracia!

Desde entonces, Metrocles siguió las enseñanzas de Crates y llegó lejos en el camino de la filosofía.