Didier Drogba, el artillero de la paz

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Uno de los arietes más destacados de las dos primeras décadas del siglo XXI ha colgado las botas. Hace sólo unos días, el 22 de noviembre, el delantero marfileño que llevó al Chelsea a la gloria, anunciaba su retirada definitiva del fútbol profesional en su cuenta de Instagram.

La noticia ha corrido como un reguero de pólvora. Las estadísticas dicen que Didier Drogba metió 370 goles y dio 145 asistencias en 805 partidos, que jugó tres mundiales y ganó 16 títulos, incluido el de la Champions League en 2012 con el Chelsea. Aquel día, la estrella de Drogba brilló como nunca para alcanzar el zénit de su carrera. Su equipo perdía la final ante el Bayern Múnich, hasta que, en el minuto 88, se elevó dentro del área, girando la cabeza remató un balón que le llegaba desde el córner y lo mandó al fondo de la red, empatando el partido; y, en la tanda de penaltis, volvió a batir a Neuer en el quinto y definitivo lanzamiento, para darle el trofeo al club inglés por primera vez en su historia.

Pero la victoria más importante de su vida no la consiguió sobre el césped, sino en un vestuario. Ocurrió el 8 de octubre de 2005 en una ciudad de Sudán llamada Omdurmán, tras un partido en el que el equipo de Costa de Marfil se clasificó por primera vez para un Mundial de fútbol. Un país que se hallaba sumido en una cruenta guerra civil, partido por la mitad, desbordaba alegría tras ganar su selección a la de Sudán por tres goles a uno, en el último partido de la fase clasificatoria. Cuando el equipo celebraba la victoria y la clasificación en el vestuario, el capitán y líder indiscutido de su selección, invitó a los periodistas y, ante las cámaras de la televisión de su país, rodeado por sus compañeros, cogió el micrófono y dirigió unas palabras a sus compatriotas: “Ciudadanos de Costa de Marfil, del norte y del sur, del este y del oeste”, dijo. “Acaban de ver que toda Costa de Marfil puede cohabitar, puede trabajar unida con un mismo objetivo: clasificarse para el Mundial. Les habíamos prometido que esta fiesta iba a unir al pueblo; hoy les pedimos otra cosa”. Drogba se puso entonces de rodillas, pidió a sus compañeros que le imitaran, e imploró a sus conciudadanos: “Por favor: perdonen, perdonen, perdonen”. Luego añadió: “Un gran país como el nuestro no puede hundirse así en la guerra. Por favor, depongan las armas, organicen unas elecciones y todo irá bien”.

Tres años de guerra civil desangraban Costa de Marfil y aquél sencillo alegato fue capaz de conmover a todo el país. El impacto fue tan poderoso que una semana después, los dos bandos en guerra firmaron un alto el fuego que resultó ser el principio del fin del conflicto.

El fútbol es capaz de lo peor, pero también de lo mejor, y Didier Drogba se encargó de demostrarlo.

De coreanos y Coreas donostiarras

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El paso de Lee Chun Soo por la Real Sociedad no fue suficiente para poner a Donosti en el mapa de sus paisanos. El padrón municipal dice que sólo son catorce los coreanos que comparten su día a día con nosotros. Pero hubo un tiempo, no tan lejano, en el que llegaban por miles.

Eran los años cincuenta y sesenta, cuando esta tierra bullía en un nuevo proceso de expansión industrial y desarrollo económico, frenético e intenso, que cosechaba prosperidad y demandaba mano de obra. Atraídos por la posibilidad cierta de encontrar un puesto de trabajo y vivir una vida mejor, con una esperanza cansada de esperar, decenas de miles de castellanos y extremeños, sobre todo, decidieron “subirse a las vascongadas”: día y medio en vagones de tercera entre maletas de cartón o de madera.

Una segunda gran ola de inmigración se levantó y rompió con fuerza inusitada provocando un crecimiento demográfico espectacular que prácticamente duplicó la población vasca en sólo dos décadas, con un saldo migratorio neto de 415.800 almas, más de un tercio de la misma, y el desbordamiento de un territorio que no estaba preparado para acoger semejante aluvión. Resurgieron el chabolismo y el hacinamiento y otras formas precarias de alojamiento, como el alquiler de habitaciones con derecho a cocina y baño, los pisos compartidos por varias familias y las llamadas “casas baratas” que inundaron la geografía vasca. “No veíamos las chabolas –recuerda Idoia Estornés Zubizarreta–, pero sabíamos que estaban ahí… las “casas del paralelo” en Martutene.”

La guerra de Corea (1950-1953) había inundado los noticieros cinematográficos y estaba muy presente la imagen de las hileras de refugiados escapando de la miseria. No fue muy difícil asociarla con la de los recién llegados. Así, se les empezó a llamar “coreanos” y a sus poblados “paralelo 38”, la línea imaginaria que separaba ambas Coreas. “Coreano” venía a ser un apodo similar al “maketo” aranista de la primera ola migratoria de finales del XIX.

La marea humana también entrañó cambios profundos que alteraron la estructura social vasca. En unos, alimentó el sentimiento de amenaza de la propia identidad despertando viejos recelos.

– Danak gera anaiak, baño beoiek izan ditezela eratuko diranak.
– Todos somos hermanos, pero que sean ellos los que se adapten.

Son dos expresiones que Raúl Guerra Garrido recoge en el epígrafe de su novela Cacereño, no como meras traducciones sino como una actitud de ida y vuelta. Otros, que, como ha dicho Alfonso Pérez-Agote, habitaban en la “sociedad del silencio”, percibieron la llegada masiva de inmigrantes como una “invasión”, incluso como una “maniobra” franquista de ocupación planificada con un objetivo desnacionalizador.

En contra de lo manifestado por Manuel de Irujo en un artículo titulado “Los coreanos”, publicado en el número 123 de Alderdi, en junio de 1957, el órgano oficial del PNV publicaba otro de Ceferino Jemein, en octubre del mismo año, en el que bajo el título “Efectos de la invasión coreana”, el viejo guardián de las esencias sabinianas se despachaba así: “Se montan (en Euskadi) todos los días nuevas industrias a beneficio de los coreanos, que vienen en masa a ofrecer su mano de obra. Luego, hay que albergar a esos coreanos, a quienes no importa vivir en barracones inmundos, pero que, por decencia pública, hay que darles viviendas decorosas. Es otra industria la de la construcción que requiere otra mano de obra, que naturalmente proviene del exterior. Así se forma una cadena que amenaza con hacer desaparecer a Euskadi, para dar paso a una gran Babilonia.”

¡Cómo no les iba a importar vivir en barracones inmundos! La vivienda era para los inmigrantes la conquista definitiva de la tierra prometida, como ha dicho Pedro José Chacón en “La identidad maketa”: “Cuando lo que se nos ofrece a cambio de nuestro trabajo no es ni siquiera ese ámbito íntimo donde podamos convivir con nuestra pareja, donde podamos criar a nuestros hijos, toda nuestra lucha se cifra en conseguirlo, todo nuestro horizonte vital está puesto en ese objetivo”.

Aunque parezca mentira, el punto de cordura iba a llegar desde las filas de ETA. En otro artículo publicado en su órgano oficial, Zutik (nº 12, 1963), titulado “Carta a un coreano”, David López Dorronsoro decía: “Nosotros le pedimos perdón por el uno y el otro (haciendo referencia al uso de los términos maketo y coreano), y le aseguramos que tenemos una gran confianza en que todos nuestros compatriotas acabarán abandonando su empleo y rectificando los hábitos mentales que se esconden detrás de esas denominaciones”. “¿Qué pueblo puede vanagloriarse de no contar con ningún pequeño Eichmann?” lamentaba. Consideraba, además, el problema migratorio como un fenómeno socioeconómico generalizado, particularmente en Europa, y no como una “maniobra política” franquista: “También Milán está lleno de “coreanos” italianos, y París de “coreanos” franceses, de “coreanos” españoles, y de “coreanos” vascos, entre los cuales se encuentra el que escribe estas líneas”. “Para situar la cuestión en sus justos términos –continuaba–, digamos que este fenómeno natural de migración interna dentro del Estado ha venido como anillo al dedo a los intereses políticos del fascismo español y a los propósitos que el general Franco mantiene de aniquilar las minorías nacionales no españolas: catalana y vasca especialmente. Pero nosotros no podemos confundir los efectos con las causas, ni atribuir a la masa de “coreanos” ninguna colaboración con una maniobra que no existe en la realidad, cuanto menos en la mente de esos trabajadores”. Finalizaba López Dorronsoro reconociendo la existencia, dentro del propio marco social vasco, de una frontera interna establecida entre la comunidad autóctona y la comunidad inmigrante que urgía eliminar: “Una empresa tal, no aportará más que honor al Pueblo Vasco y grandes ventajas en la lucha de liberación popular y nacional de Euzkadi”.

Pero, ni todos los peneuvistas eran tan radicales como Ceferino Jemein, ni todos los etarras pensaban como López Dorronsoro. En cualquier caso, lo que sí parece acreditado es el uso y la extensión del apodo “coreano” para identificar al inmigrante en aquél tiempo.

Tal es así, que cuando el Ayuntamiento de Donosti construyó dos grupos gemelos de “casas baratas”, diseñadas por el arquitecto municipal Luis Jesús Arizmendi para mitigar el problema de la vivienda en la ciudad, fueron popularmente reconocidos como nuestras dos Coreas: el grupo San Francisco Javier, en Egia, “encima de Jai Alai y junto a la fábrica de mármoles Altuna”, como Corea del Norte; y el de San Roque, en Amara Viejo, como Corea del Sur.

Hoy, felizmente, para conocer sobre aquella circunstancia hay que recurrir a los libros de historia y a la prensa de la época. Lee Chun Soo, el Beckham de aquellas lejanas tierras, pasó por Donosti con más simpatía que gloria y sólo son catorce los coreanos que comparten su día a día con nosotros.

La pena negra de Federico: Poesía y barbarie

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Siguiendo las huellas de Federico García Lorca, su caminar se detiene en Donosti el 7 de marzo de 1936. Un sábado de cielos nubosos y lluvia intermitente.

“A la hora acostumbrada” –siete y cuarto de la tarde–, subía a la tribuna del Ateneo Guipuzcoano para charlar sobre el Romancero gitano, ante un auditorio lleno y entusiasta.

En tono distendido fue desgranando el sentido y simbolismo de su obra. El libro –dijo–, aunque se llama gitano, es el poema de Andalucía; y lo llamo gitano porque el gitano es lo más elevado, lo más profundo y aristocrático de mi país, lo más representativo de su modo de ser; guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza y universal. Es un libro en el que apenas si está expresada la Andalucía que se ve, pero donde está temblando la que no se ve, la que se siente. Un libro, en contra de lo que muchos creen, anti-pintoresco, anti-folklórico y anti-flamenco, donde las figuras sirven a fondos milenarios y donde no hay más que un solo personaje que es la Pena, que se filtra en el tuétano de los huesos y en la savia de los árboles, que no tiene nada que ver con la melancolía ni con la nostalgia. Un sentimiento más celeste que terrestre.

De cuando en cuando, ilustra sus comentarios recitando algunos de sus poemas, “con dicción clara y declamación atinada” –dice el cronista de La Voz de Guipúzcoa­–, como el Romance de la pena negra, la composición más representativa del Romancero gitano, haciendo las delicias de los asistentes.

Vengo a buscar lo que busco,
mi alegría y mi persona.
Soledad de mis pesares,
caballo que se desboca,
al fin encuentra la mar
y se lo tragan las olas.
No me recuerdes el mar,
que la pena negra, brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.

Por abajo canta el río:
volante de cielo y hojas.
Con flores de calabaza,
la nueva luz se corona.
¡Oh pena de los gitanos!
Pena limpia y siempre sola.
¡Oh pena de cauce oculto
y madrugada remota!

Federico se encontraba a gusto en Donosti, donde tenía muchos amigos y grandes admiradores, y se queda el fin de semana. El domingo se cita con Gabriel Celaya en el hotel Biarritz, donde se aloja, y es homenajeado con una comida en Gaztelubide, dejando su firma en el libro de honor de la sociedad, con la peculiar y arabesca rúbrica que abre esta entrada.

Pero la pena negra lo aboca a un destino trágico. Sólo cinco meses después, una madrugada, remota, de agosto, sobre las cuatro, es “pasado por las armas” en el barranco granadino de Víznar, por masón, socialista y homosexual. “Yo mismo le he metido dos tiros por el culo por maricón”, alardeó el abogado derechista Juan Luis Trescastro pocas horas después del asesinato. Tenía 38 años cuando le mataron; cuando se durmió de plomo y vistió de luto la tierra. Desde entonces yace en una fosa en algún lugar desconocido.

Uno de sus grandes admiradores, Esteban Urkiaga, Lauaxeta, cautivado por el imaginario del Romancero gitano que inspiró sus versos, también andaba tras las huellas de Federico. Salió a su encuentro en varias ocasiones, la última cuando la compañía de Margarita Xirgu estrenó en el Teatro Arriaga Bodas de sangre, sin conseguirlo. Había traducido al euskera tres de sus Canciones: Cazador, Canción del jinete y Despedida. Se las dejó en unas cuartillas mecanografiadas, en el hotel Torróntegui del Arenal bilbaíno, donde se hospedaba, junto con su segundo libro, recientemente publicado, Arrats beran y una pequeña nota en la que le decía: “Distinguido poeta. He intentado varias veces, sin lograrlo, una breve entrevista con usted, con el más vivo deseo de obtener su autorización para traducir al vasco algunas de sus poesías. Presentes en mí están sus ocupaciones y no quiero robarle más tiempo. Le dejo –ejemplo de versiones– para que pueda mirar algunas de sus canciones puestas en gracia y amor del idioma más venerable de Europa. Me fuera grato declamárselas para que gustara de la música de este milenario idioma”.

No fue posible. Otra madrugada, remota, a las cinco y media, sólo unos meses después que Federico, Lauaxeta era, también, “pasado por las armas”, frente a la tapia del cementerio vitoriano de Santa Isabel, por su “celo por la causa rojo separatista”. Tenía 31 años.

Consciente de que vivía sus últimos momentos escribió en La Playa:
(Traducción de Luigi Anselmi)

Lanzado a la vida por una ola
desperté en otro lugar!
¿Por qué camino podré llegar a la playa?
¡Me he perdido dentro de mí mismo!

El cuerpo está inmóvil, inquieta el alma,
¿De dónde viene esta resaca?
¡Una calma total en la superficie!
¿Adónde me arrastra el poderoso reflujo del mar?
Mas ¿para qué debilitarme luchando dentro del agua?
Sobre la mar se extiende una paz infinita.
Me quedaré dormido en esa inmensidad
¡y que me lleve consigo la fría ola de la muerte!

Poesía y barbarie.

Empiezan a caer las hojas de los árboles y me embarga la pena negra cuando vuelvo sobre mis pasos por el Paseo de Federico García Lorca.

La paradoja de la reina roja

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En 1871, en “A través del espejo… y lo que Alicia encontró allí”, Lewis Carroll imaginó un mundo lleno de situaciones sugerentes con grandes paralelismos en nuestras vidas, como el pasaje en el que Alicia y la Reina Roja de la baraja se lanzan a una carrera desenfrenada. Nunca pudo explicarse cómo empezó. Todo lo que recordaba era que corrían cogidas de la mano y que la reina lo hacía tan velozmente que era lo único que podía hacer. Constantemente, la Reina Roja le gritaba:

  • ¡Más rápido, más rápido!

Y fueron tan rápido que al final parecía como si estuviesen deslizándose por los aires, sin apenas tocar el suelo con los pies; hasta que, de pronto, cuando Alicia ya creía que no iba a poder más, pararon y se encontró sentada en el suelo, mareada y casi sin poder respirar.

La Reina la apoyó contra el tronco de un árbol y le dijo amablemente:

  • Ahora puedes descansar un poco.

Alicia miró alrededor suyo y con gran sorpresa dijo:

  • Pero ¿cómo? ¡Si parece que hemos estado bajo este árbol todo el tiempo! ¡Todo está igual que antes!
  • ¡Por supuesto! –dijo la Reina–. Y ¿cómo iba a estar?
  • Bueno, en mi país –aclaró Alicia, jadeando aún– cuando se corre tan rápido como lo hemos estado haciendo y durante algún tiempo, se suele llegar a alguna otra parte…
  • ¡Un país bastante lento! –replicó la Reina–. Aquí, como ves, hace falta correr todo cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio.

Aquél mundo al revés que descubrió Alicia al atravesar el espejo era el nuestro. Los acontecimientos se suceden a una velocidad endiablada y nos arrastran cogiéndonos de la mano, como la Reina Roja. Sin embargo, parece que seguimos en el mismo sitio. No avanzamos.

Nunca llegaremos al País de las Maravillas, pero tenemos que poner los pies en el suelo y detener esta loca carrera hacia ninguna parte. Pararnos a pensar un poco hacia dónde queremos ir y comprobar hacia dónde nos están llevando. El viento nos silba en los oídos y todo son prisas, ruido y confusión, pero seguimos a la sombra del mismo árbol.

Perrita al agua, caballero

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Paseando por el muelle, una fría y gris tarde de febrero, me asalta la imagen de los niños alborotados lanzándose al agua para recoger las monedas arrojadas por los paseantes y, con ella, el recuerdo de Román, recitando “Perrita al agua, caballero, que se coge con la boca”, en el cuartito de corrección de La Voz de Euskadi. ¡Qué habrá sido de este hombre! ¡Cómo rescatar aquellas estrofas del olvido!

Navegando, encuentro una vívida descripción de esta institución tan donostiarra: “Ayer por la tarde llevé a Raimundo al muelle y se divirtió mucho viendo unos siete chiquitines nadando como peces, a quienes echábamos cuartos para que los cogiesen debajo del agua. Uno de ellos, el más diestro, cogió hasta cerca de diez cuartos y cuando nos marchamos, despidiéndonos de ellos hasta mañana, le regalaron a Raimundo un pez casi vivo que se comió para cenar. Esta tarde hemos vuelto Cecilia, Pepita, los tres chicos y yo, y cuando llegamos fuimos saludados con una gritería espantosa por más de veinticuatro chiquillos metidos como ranas en el agua. Al llegar donde estaban empezaron a pedir cuartos y les dije que era necesario que se zambullesen todos a nuestra vista. Se subieron a lo alto del muelle, gritando ¡zambulla, zambulla!, y se precipitaron todos desde una altura lo menos de quince pies, levantando una espuma como una grande oleada; los echamos enseguida más de cinco reales en cuartos y se zambullían perdiéndose algunos de ellos de vista por más de veinte segundos y salían con los cuartos cogidos en la boca.” Así lo contó Federico de Madrazo, que pasó el verano de 1846 con sus hijos en San Sebastián, en una carta dirigida a su padre, el gran pintor madrileño, mientras su esposa Luisa permanecía en Aretxabaleta, buscando alivio a las molestias físicas ocasionadas por su último embarazo*.

Tirando del hilo de Ariadna, las pesquisas me llevan hasta el Ayuntamiento, concretamente al hall de alcaldía, donde cuelga el formidable lienzo que abre esta entrada, en el que, sólo unas décadas después, en 1888, el genial pintor donostiarra Ignacio Ugarte Bereciartu inmortalizó la escena, con el título “Una perra al agua… ya la sacaré con la boca”, convirtiéndola en arte. En Ibaeta, los personajes saltan del cuadro para cobrar vida en la fachada del Colegio Mayor Olarain, donde el escultor donostiarra Alberto Saavedra Maestro instaló el grupo escultórico que inspirado en el lienzo de Ignacio Ugarte rememora esta costumbre que ha pervivido en el muelle durante generaciones.

Pero ni rastro de Román y su “Perrita al agua, caballero”. Hasta que la hemeroteca nos da una pista: “Aún hoy el poema se puede encontrar colgado de la pared, en el bar Nestor de la Parte Vieja”.

Nos reciben con sorpresa, dándonos todas las facilidades para rescatar aquellas estrofas del olvido y aquí quedan para que no vuelvan a perderse.

Un buen día, Román decidió cambiar de aires sin dejar rastro. El paso del tiempo hizo que hasta sus amigos le diesen por muerto. Se refugió en Granada durante más de dos décadas, en La Herradura, una pedanía de Almuñécar, para protegerse de sí mismo. En 2012, otro buen día, regresó a Donosti, “hecho un desastre” –dice su amigo Mikel Abad. Ya recuperado, ingresó en una residencia de ancianos. “El otro día recité en la residencia. ¡Casi me sacan a hombros!”, recordaba emocionado, y añadía: “Ahora, con el buen tiempo, he empezado a escribir todos los días, sentado en un banco, sólo, con mi cigarro”. Román Gil de Montes Insausti falleció en Donosti el 21 de mayo de 2016. “Con Donostia en el corazón”, dice la esquela. Descanse en paz.

* Madrazo Kuntz, Federico de: Federico de Madrazo. Epistolario, t. I,… carta nº 151. San Sebastián, 3 de agosto de 1846.

Follador

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Bajábamos de Tíndaris después de visitar el santuario de la Madonna Nera y darnos un baño en la playa de Marinello, en el Tirreno siciliano, cuando el cielo comenzó a oscurecerse. Al llegar a Messina estalló una tormenta de verano y el intenso aguacero hizo necesario buscar refugio. Lo encontramos en un “birrificio”, I 5 Malti, cerca de la Piazza di Duomo. Aunque el emblema del local, colgado de la pared, proclamaba solemnemente “Dio salvi la Birra”, había en el centro del mostrador un refrescador de botellas con un nombre insólito sobre la porcelana: Follador; y, además, desde 1769. ¡Carambolas!, me dije para mis adentros.

Pero no. Nooo, nooo, no. ¡Qué va! No se trataba de un brebaje de aquellos, de recio abolengo, destinado a mejorar determinadas prestaciones y alcanzar así un rendimiento más que óptimo. No. Follador es el apellido de una familia de la región del Véneto, de una larga tradición vinícola, cuyos orígenes se remontan a la época de los Dogos venecianos. Ya en 1769, uno de sus últimos gobernantes, el Dux Alvise IV, de la casa patricia de Mocenigo, reconoció la excelencia de los vinos producidos por Giovanni Follador, algo que sus descendientes han conseguido transmitir, con pasión, hasta nuestros días, para llegar hasta el mostrador de I 5 Malti.

A veces, los idiomas sorprenden al viajero con curiosos juegos de palabras que sugieren imágenes y significados diferentes, por eso los gurús del naming aseguran que si Follador quisiera abrirse mercado en España, no le quedaría más remedio que etiquetarse con otro nombre. ¡Quién sabe!. O no.

¡Terrícolas!

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Llega del espacio exterior un eco que me parece más inquietante que tranquilizador: los marcianos han renunciado a invadir la tierra tras descartar que pueda haber vida inteligente.

El pedo filosofal

Tiempo de lectura: 2 minutosEntre la tragedia y la redención

Las distintas formas de ver las cosas, entender la vida y enfrentarse a los problemas, forman parte de la esencia del ser humano. Se han estudiado multitud de técnicas de resolución de problemas, pero ninguna como aquella, utilizada ya por los filósofos de la Grecia clásica, que encuentra en la causa del problema la solución.

Metrocles de Maronea, hermano de Hiparquia, la esposa de Crates, era un hombre de una exquisita sensibilidad. Fue primero discípulo de Teofrasto “el Peripatético” y, en consecuencia, seguidor de la filosofía de Aristóteles allá por el 300 a.C. Aunque resulte extraño, según cuenta Diógenes Laercio, uno de los momentos más difíciles en la vida de Metrocles tuvo lugar un día en que, durante un ejercicio de lectura, se le escapó un pedo en la escuela. Al desdichado y refinado Metrocles le entró tal ataque de vergüenza que se encerró en su casa con la intención de dejarse morir por inanición.

  • Maldigo el día en que nací –decía con inconsolable dolor Metrocles–. ¿Por qué me tenía que ocurrir a mí esta terrible desgracia? Padre Zeus, te lo suplico, envía contra mí un rayo que ponga fin a mi vida.

En cuanto Crates, que era un gran psicólogo, se enteró de la desgracia de su cuñado, se puso a maquinar el modo de devolverle a Metrocles las ganas de vivir.

  • ¿Cómo se puede sacar del pozo a un muchacho tan hipersensible? –se preguntaba Crates sin hallar respuesta–. ¿Cómo se puede demostrar a alguien que tirarse un pedo en público no es razón para suicidarse?

Por fin tuvo una feliz idea. Puso al fuego una buena olla llena de lentejas, se comió un par de escudillas y se fue a visitar a Metrocles.

  • No has cometido ningún crimen –le dijo Crates–. El percance que te ha ocurrido le puede ocurrir a cualquiera.
  • ¡Quiero morirme!, ¡quiero morirme! –decía desesperado Metrocles.
  • Pero tranquilízate, Metrocles –volvía a la carga Crates–. Habría sido un milagro que impidieras la salida de los gases de acuerdo con su proceso natural. Y bien sabes, como nos enseñó el materialista Demócrito, que en la naturaleza hay leyes, no milagros.

La conversación se alargó mucho y no había forma de convencer a Metrocles. Pero, con el paso del tiempo, las lentejas empezaron a hacer su efecto y Crates recurrió al único medio posible de convencer a Metrocles. Se tiró unos cuantos pedos y, con la similitud del acto que a él tanto le había hundido, se convenció de que aquel desliz, al fin y al cabo, no era tan grave.

  • Cuñado, dame un abrazo –dijo Metrocles–. ¡Qué hábil has sido al encontrar el medio de arrancarme de la desgracia!

Desde entonces, Metrocles siguió las enseñanzas de Crates y llegó lejos en el camino de la filosofía.