Cómo somos los vascos

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Ya nos advirtió Julio Caro Baroja que la pretensión de hacer “psicología de los pueblos” y de fijar “caracteres nacionales” era un empeño inútil, tan viejo como inconveniente, porque las identidades no son estáticas, sino dinámicas. Al fin y al cabo, de ese propósito sólo obtendríamos unas “representaciones colectivas”, más o menos benévolas, que nos hemos hecho los naturales, a las que se han opuesto, como “contrafigura”, las de los foráneos, a menudo nada halagüeñas; todas ellas, casi siempre, poco rigurosas.

Así que no seré yo quien vaya a enmendarle la plana al sabio de Itzea. Sin embargo, Koldo Mitxelena nos ofrece otra opción, al intuir que “sería divertido y hasta instructivo recoger las opiniones que sobre los vascos han emitido, a lo largo de siglos y de milenios, autores ilustres u oscuros, entre detractores, amigos e indiferentes”. Con ese espíritu, afronto este interesante, y hasta divertido, ejercicio de escudriñar en el pasado para conocer, si no cómo somos, al menos cómo nos han visto las gentes de pluma ágil.

En las primeras páginas de su Vasconiana, Caro cita a un escritor, de cuyo nombre no quiere acordarse, aunque dice ser un conocido orientador de la opinión sobre asuntos peninsulares en Europa, como botón de muestra del poco rigor con el que algunos cogen la pluma, cuando asegura que “los vascos son estrechos de mente, como los valles de la tierra en que nacieron”, a lo que añade algunas precisiones acerca de su aldeanismo, rusticidad y primitivismo.

Y es que nuestro origen se pierde en la noche de los tiempos. Algo que todos sabemos desde que un Montmorency que se ufanaba ante un vasco de la antigüedad de su linaje, al que hacía datar del siglo VIII, éste le espetó: “¡Pues nosotros, los vascos, no datamos!” Abundando en ello, un folleto del siglo XVII, titulado Castellanos y vascongados, de autor anónimo, aporta la prueba de nuestra antigüedad, incluso de la primigeneidad de nuestra estirpe, al asegurar que “nosotros somos los primeros habitadores de España; porque viniendo Túbal, nieto de Noé, desde Oriente a Occidente, a poblar a España, aunque era fuerza dar primero en las costas de Valencia, Andalucía y Portugal, rodeó toda España y se fué a nuestra tierra. Y la razón que hay entre nosotros es que, como para coger trigo les era preciso sembrar y esperar de un año a otro, no podía esperar su necesidad, sino que les era necesario buscar tierra que tuviese frutales, aunque silvestres; y siendo de este género nuestras provincias tan abundantes, se pasaron a ellas para poder sustentarse”.

El primer nombre que nos impusieron los indoeuropeos, dicen Ignacio Barandiarán y Anastasio Arrinda, fue el de baskunes, los altos o los orgullosos, que venía a ser lo mismo. Pero de vascones escribieron los romanos, de cuyos testimonios se deduce que mantuvieron una relación de mutuo respeto. En su monumental Geografía, Estrabón los describe como “sobrios: …duermen sobre el suelo y llevan los cabellos largos al modo femenino, aunque para combatir se los ciñen a la frente con una banda. Comen sobre todo carne de macho cabrío; bellotas, que secan, aplastan y muelen para hacer un pan que puede conservarse durante mucho tiempo; beben agua y, a veces, una especie de cerveza [que bien pudiera ser sidra]… No tienen Dios, aunque parece que adoran la luna durante la noche”… “Esas costumbres rudas y salvajes no son efecto sólo de su espíritu belicoso, sino también de su aislamiento”.

Añade Estrabón que, desde los tiempos del emperador Alejandro Severo, “su reputación de augures, de adivinos, estaba muy extendida”, lo que puede explicar por qué el historiador Salustio Cayo Crispo, en su obra Ora marítima y, más tarde, el poeta Rufo Festo Avieno hacían referencia a unos “inquietos vascones”. Quizá aquella inquietud se debía a que adivinaban la llegada de los visigodos, con quienes se las tendrían tiesas durante casi trescientos años. Todos los cronicones de sus reyes finalizaban con la frase lapidaria Domuit vascones, o sea que los dominaron, lo que pone en duda que alguno lo consiguiera realmente. En ellos, aparecen los vascones caracterizados como rudos, bárbaros y rústicos, en consonancia con un territorio no civilizado y salvaje. Para Leovigildo éramos feroces y para el piadoso Wamba, fieros y montaraces.

Los francos tampoco nos miraron con benevolencia. Durante el reinado navarro de García Ramírez, un monje benedictino, Aymeric Picaud, que peregrinaba hacia Compostela a través del ‘camino francés’ y que, por lo que parece, todavía no había superado el trauma de la derrota del ejército de Carlomagno en Roncesvalles, escribió la Guía del Peregrino, incluida en el libro V del que actualmente conocemos como Codex Calixtinus, también llamado Liber Sancti Jacobi. En él, el peregrino franco, coincide con la opinión de los visigodos, refiriéndose a los vascos de esta manera: “Las gentes de esta tierra son feroces como es feroz, montaraz y bárbara la misma tierra en que habitan. Sus rostros feroces, así como la propia ferocidad de su bárbaro idioma, ponen terror en el alma de quien los contempla” y, para que no quedaran dudas, se explayó con todo lujo de detalles: “Es un pueblo bárbaro, diferente a todos los pueblos, por sus costumbres y por su raza, lleno de maldad, negro de color, innoble de semblante, lujurioso, perverso, pérfido, desleal, corrompido, voluptuoso, borracho, experto en todas las violencias, feroz y salvaje, desalmado y réprobo, deshonesto y falso, impío y rudo, cruel y pendenciero, desprovisto de cualquier virtud, incapaz de todo buen sentimiento, encaminado a todos los vicios e iniquidades…”, arremetiendo, además, contra su “bárbaro hablar”, un lenguaje de perros –dice–: “al escucharles hablar se cree oír a unos perros ladrar”. Una feroz opinión que, aunque parezca mentira, volveremos a leer de la pluma del reverendo padre Juan de Mariana cuando, cinco siglos después, habla en su Historia general de España del “lenguaje grosero y bárbaro” de “aquella gente de suyo grosera, feroz y agreste”.

Sin embargo, Navarro Villoslada, en Amaya o los vascos en el siglo VIII, sostiene que aquellos “eran afables, de costumbres sencillas y arraigadas, amantes de sus tradiciones, rudos y bravos, honrados y asaz hospitalarios”. Contradiciendo al peregrino benedictino, el vasco era un pueblo lleno de virtudes como el valor, el honor, la lealtad y la constancia. “Tienen, además –prosigue–, el hábito de trabajar incesantemente” y “nunca manchan sus labios con la mentira”; “entre ellos no hay traidores, ni desleales”; “cuando temen por su independencia son rebeldes, indómitos y montaraces –quizá esto explique por qué godos y francos veían a los vascos tan fieros o feroces, y continúa–, pero dejados en paz, en libertad y a su modo, forman un pueblo de niños que se divierte cantando y bailando en las praderas”. Recupera así Navarro Villoslada, la vieja idea de Voltaire, de un pueblo que baila al pie de las montañas.

Aunque por aquel tiempo ya habíamos dejado de encender hogueras en las cimas de los montes y hasta olvidado las danzas de plenilunio en los claros del bosque, Aymeric Picaud menciona en su guía a un dios llamado Urci [Urtzi] y confirma, sin género de dudas, que los monjes todavía no eran recibidos con los brazos abiertos por la progenie de Túbal, lo que ha sugerido una cristianización tardía. En Vita Amandi Prima, obra atribuida, quizás erróneamente, a Baudemundo, se cuenta cómo, en una ocasión en que San Amando, un santo del siglo VII, estaba predicando, “un mimílogo hizo reír a los vascones, burlándose estos del santo; a continuación, el castigo de Dios cayó sobre aquel bufón y murió de una manera desastrada delante de todos”. Al condestable de Castilla –el conde de Haro, citado por Fernando del Pulgar como de origen vasco– se le atribuye la opinión de que los habitantes de la cornisa cantábrica y los vascos muy en particular, “no saben el Pater Noster y los más no creen en Dios”, ya en plena mitad del siglo XVI. Unos años antes, el obispo de Gerona, en su Paralipomenum Hispaniae, había vertido su opinión acerca de que “… los moradores de esta tierra, no honran ny reverencian a ningún Dios, y que la Christiana Religion solo con los labios confiessan”; lo que provocó el enojo de Esteban de Garibay, quien se sintió obligado a rectificarle, acusándole de “harta falta de templança”. En contra del parecer del gerundense, para Garibay era cosa “manifiesta y evidente, aver sido la gente d’este señorío, en todos los siglos, catholica y religiosa, y de grande devoción, sin que lo contrario conste”.

De los tiempos oscuros y banderizos de la Edad Media salimos proclamando la hidalguía universal de todos los vascos, cambiando la idea del “valer más” de los Parientes Mayores, reiteradamente utilizado por Lope García de Salazar en sus Bienandanzas e fortunas, por la generalización de la hidalguía al conjunto de la población. Esta condición de nobleza originaria favorecerá su posición e influencia en la Corte de los Austrias, cuando los vascos entren en la órbita de Castilla, pero chocará con el concepto de hidalgo y de noble que tenían los castellanos, lo que dará mucho juego, como veremos más adelante, en la literatura del Siglo de Oro español.

Dicen que recibíamos de mala manera a los emisarios reales que querían hacer requisa de nuestras embarcaciones con fines bélicos, y no es de extrañar. Esto pasó, por ejemplo, en 1481, cuando vinieron Alonso de Quintanilla y otros a formar una armada contra el turco por orden de los Reyes Católicos. Fernando del Pulgar –su cronista–, sostiene que los vascos son “gente sospechosa”, es decir, suspicaz, pero que, en construcción naval, arte de navegar y guerra marítima son también “más instructos que ninguna otra nación del mundo”, que alborotaron mucho, pero que persuadidos por buenas razones trocaron su “sospecha” en “orgullo” y armaron cincuenta naos, en una armada que no tuvo más de setenta.

Un tratadista político e historiador como Juan Alfonso de Lancina, en sus Comentarios políticos a los annales de Cayo Vero Cornelio Tácito, añade que “entre los bosques son rozos, pero sacados fuera, se despiertan para todas las artes; en tierra son muy esforçados, en la mar, muy hábiles y despreciadores de los peligros: su principal aplicación es a las Armadas de Mar, por tener buenos puertos, y selvas, capaces de todas las ciencias, y desde niños en la arte métrica, y escritura tienen grande enseñança: suben a grandes cargos, porque en los ascensos y en servir se muestran humildes y puntuales; amigos de la libertad, y en lo que emprenden tenaces”.

Cuando en el siglo XV el vasco abandona su tierra y entra en los dominios de Castilla, sin saber por qué, muta en vizcaíno. El cronista Lope de Isasti, en su Compendio historial de la provincia de Guipúzcoa, se quejaba en 1625 de que a los guipuzcoanos se les confundía con los vizcaínos ya que “en Castilla llaman así a todos los que hablan la lengua bascongada”; y lo confirma el padre Mariana en su Historia de España: “Verdad es que en Castilla todos los de aquel señorío y lengua los llamamos vizcaínos”. Así, en la inmortal obra de Cervantes, es episodio conocido el de la batalla del hidalgo manchego con el vizcaíno don Sancho de Azpeitia; otros, como Cristóbal de Mondragon, una de las principales figuras de la comedia de Lope de Vega Don Juan de Austria en Flandes, o Juana de Rentería, en la de Cervantes Los Baños de Argel, son buenos botones de muestra. Agustín de Rojas afirmó, también, que había nacido él “de Luisa de Rojas, natural de la villa de San Sebastián, en Vizcaya”. Una impropiedad que todavía en el siglo XVIII se mantenía, como se desprende de ciertos párrafos destemplados del padre Larramendi: “Es inaguantable la bobería del común de los castellanos y demás españoles cuando en lo hablado y en lo escrito entienden a todos los vascongados con el nombre de vizcaínos”.

A comienzos del siglo XVII, se publicaron dos folletos de tono satírico que alcanzaron una extraordinaria difusión en España. Uno de ellos, titulado Tratado breve de una disputa y diferencia que hubo entre dos amigos, el uno Castellano de Burgos, y el otro Vascongado; en la villa de Potosí, reino del Perú, fechado en 1624, niega a los vizcaínos, a los vascos, las dos principales razones en que se cimentaba su hidalguía: la antigüedad y la no contaminación con moros o judíos. Cita para ello un curioso texto de Paulo Jovio, que entronca a los vizcaínos con los judíos expulsados de Jerusalén por Tito y Vespasiano; “de aquí queda claramente explicada la etimología de la palabra Vizcaínos, que quiere decir Bis-Caínes, dos veces Caínes, una con Abel y otra con Jesucristo”. En cuanto a la no contaminación de los habitantes de Vizcaya con los moros, también la reduce a mito el formidable etimologista al asegurar: “Que en vuestra tierra hubo moros con su mezquita, pruébolo en que ahí quedó el lugar de Amezqueta, donde estaba la mezquita”.

El otro, se titulaba Historia del búho gallego, con las demás aves de España, folleto atribuido al conde de Lemos, el séptimo, el de 1620, el mismo a quien Baltasar de Echave dedicó sus famosos Discursos, llamándole “coluna firmísima y defensor continuo de la nación Bascongada”. Pero hete aquí que Lemos cayó en desgracia en la corte, donde tantos vascos había entonces ocupando puestos de gran relevancia, y fue desterrado a su Galicia natal. Es probable que el conde les atribuyera una gran parte de responsabilidad en sus desgracias finales, porque pasó a juzgarlos con gran severidad. En su opúsculo, los vizcaínos están representados por un tordo, a quien acusa de descender de judíos, más concretamente, directamente de Caín, a quien imitan. Para ello cita el mismo sustancioso párrafo de Paulo Jovio, y pone en boca del búho gallego las mismas objeciones que ya conocemos acerca de su nobleza. Asegura que los godos los instalaron, a estos “Iudíos, en unas asperísimas montañas… pensando que la aspereza della fuesse parte para acabarlos”, donde “solamente se conocía, por fruto, hierro y azero”. Allí vivían los vizcaínos, hablando en lenguaje diferente a todas las naciones de Europa, en todo o en parte. Pero la operación no tuvo el efecto deseado, “y entonces –asegura– tuvieron lugar estos bizecaines de salirse grandísimo número destas montañas y asentar en toda Castilla, Mancha y Andalucía”. El búho los caracteriza como aves envidiosas que “cantavan en Vasquençe”, “de rico, y cortesano trage, de suave voz, de agradable vista, limpias, apacibles, y que se sustentan de granos puros”, pero también como “hipócritas aduladoras”.

En El tordo vizcaíno, folleto atribuido por Andrés de Mañaricúa a Gabriel de Henao, éste da respuesta al búho gallego y para defender a los vizcaínos expone las siguientes alegaciones: “mucho havia que decir de su constancia en cualquier trabajo y ocupacion por letras, armas y plumas, por mar y tierra: tantos generales, tantos almirantes, maeses de campo, sargentos mayores, capitanes, soldados, marineros tan azertados, oidores en qualquier Consejo, Secretarios y contadores en todas partes, veedores, pagadores y proveedores, administrando sanctissimamente la Hazienda Real, de suerte que reconociendo los más sabios y politicos Principes de esta Corona, encargassen a sus sucesores ussasen de su ministerio”. Opinión que coincide con la expresada por Esteban de Garibay, cronista de Felipe II: “Sus naturales, así hombres como mujeres, son en general de buenos gestos y dispusición y de buena habilidad no solo para las cosas de pluma, como se ve de ordinario entre los ministros de la casa real y en la arte mercantiva y en los demás ejercicios de péndola, más también para la arte de la navegación y profesión de la disciplina militar, y no menos en el ejercicio de las letras, aunque no sucede en muchos tomar esta vía”.

En efecto, como ha escrito Julio Caro Baroja, “los vascos son conocidos en España como hábiles en “cosas de pluma”. Es decir, buenos calígrafos y pendolistas y hábiles pedagogos. Eso explica que, de la misma juventud del país, desde la época de los Reyes Católicos a la de Carlos III, salgan a ejercer cargos administrativos y secretariales muchos, que llegan a ocupar lugares preeminentes en las cortes de Carlos I, Felipe II, Felipe III, Felipe IV, Carlos II y Felipe V sobre todo… y no son sólo las oficinas, son también el comercio, la banca y la marina real los que presentan un gran porcentaje de vascos, o “vizcaínos” como se decía vulgarmente”. Es bien significativo al respecto el número de vascos que llegan a figurar como secretarios en la Monarquía de los Austrias. José Antonio Escudero los ha contado en Los secretarios de Estado y del despacho (1474-1724) y el resultado da prueba de ello: “en el reinado de Felipe II, 11 secretarios del rey eran vascos, de un total de 39; en el de Felipe III, 8 entre 45, entre ellos dos secretarios de Estado; en el de Felipe IV, 38 entre 187, 4 secretarios de Estado; y en el de Carlos II, 13 entre 50, 2 secretarios de Estado”.

El licenciado Sebastián de Covarrubias, autor del Tesoro de la lengua castellana, o española, escribía en 1611: “De los vizcaínos se cuenta ser gente feroz y que no viven contentos, si no es teniendo guerra; y sería en aquel tiempo quando vivían sin policía, ni dotrina. Agora esto se ha reduzido a valentía hidalga y noble, y los vizcaínos son grandes soldados por tierra y por mar; y en letras, y en materia de gobierno y cuenta y razón, aventajados a todos los demás de España. Son muy fieles, sufridos y perseverantes en el trabajo. Gente limpíssima, que no ha admitido en sus provincias hombres estrangeros, ni mal nacidos”. Sin embargo, muchos de ellos van a encontrar serias dificultades para expresarse en castellano.

Ya hemos visto que al peregrino benedictino Aymeric Picaud le parecía oír ladrar cuando escuchaba a los vascos hablar y al reverendo padre Juan de Mariana sostener que los vizcaínos conservaban “su lenguaje grosero y bárbaro, que no recibe elegancia”. Pero hay otros testimonios que apuntan más a la complejidad de su idioma. El escribano Bernal Díaz del Castillo, por ejemplo, pone en boca de Hernán Cortés “que tienen la habla revesada” y Giulio Cesare Scaligero hace referencia a su carácter ininteligible, con lo que viene a coincidir, hasta en el término, Baltasar Gracián, para quien vizcaíno e ininteligible eran sinónimos. Así llega al Diccionario de Autoridades del tiempo de Felipe V la expresión según la cual “vascuence es lo que está tan confuso, y obscuro, que no se puede entender”, acepción que la Real Academia Española ha mantenido en el diccionario hasta la edición de 2001. Y por si cabía alguna duda, el aventurero inglés Georges Borrow aseguró que para los españoles eran “tan formidables esos obstáculos que, según un proverbio suyo, Satanás vivió siete años en Vizcaya y tuvo que marcharse porque ni podía entender a los vizcaínos ni le entendían”.

Esta percepción de lengua complicada y difícil está íntimamente relacionada con el carácter enrevesado atribuido al habla castellana de los vascos. La conciencia de su singularidad, de su peculiaridad idiomática, resultaba tan evidente para ellos como para los demás, como vamos a ver en la literatura castellana de la época, y suponía una rémora en su competencia laboral y profesional: “Si en las armas y milicia y en las cosas navales les queda recompensa, les falta en la lengua castellana”, confiesa Garibay refiriéndose a sus paisanos. El padre Feijóo hace su propio diagnóstico del problema cuando dice que a quien intenta amontonar en su mente especies heterogéneas, peligra le suceda “lo que se refiere del vizcaíno que, trasladado de su tierra a Castilla, olvidó la lengua vizcaína y no aprendió la castellana”.

En la segunda parte de La vida del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Luján de Sayavedra, podemos leer otro muy distinto, que explica tan graciosamente ese laconismo de los vizcaínos que redunda en alabanza: “Éramos cuatro pajes y dos lacayos –podemos leer–, teníamos lindos ratos con uno de los lacayos, que era vizcaíno, y como suelen, muy apasionado por su tierra y su hidalguía. Jáuregui, que así se llamaba el lacayo, entraba luego en que bastaba decir vizcaíno para que se tuviese por hidalgo, por valía la consecuencia: vizcaíno, luego hidalgo. Yo decía que me cuadraba más la otra: vizcaíno, luego burro. Encolerizábase, y decía que la razón por que a los vizcaínos les llaman burros, es porque cuando salen de su tierra, como son gente noble e hidalga, salen sin doblez ni malicia, muy llanos, benignos, simples y pacíficos, que son calidades del pecho noble; y porque la lengua vizcaína no se puede trocar fácilmente, por ser intrincada, y suelen tropezar y hablar cortamente en la castellana, paréceles que no alcanzan más que lo que dicen; y engáñanse, porque más ingenio arguye el darse a entender, aun en la lengua ajena, con menos palabras; y en sabiéndola, no hay vizcaíno que no pruebe muy bien en toda cosa, y sobre todo en gran lealtad, fidelidad y buena ley… Y de aquí es también que viendo los vizcaínos lo mucho que se significa con pocos vocablos de su lengua, pensando que es así en la castellana, quieren hablar tan conciso y abreviado, que los llaman cortos como vizcaínos, y se ha tomado en proverbio”.

Esta dificultad para expresarse correctamente en castellano, la que parecía abusiva alegación de nobleza que les confería la hidalguía universal y la excesiva penetración de los vascos en las instituciones, fueron los tres pilares utilizados como recursos cómicos para construir el personaje del vizcaíno en la literatura del siglo de Oro, sobre el que, además, se volcarían todos los tópicos de la época. Miguel de Cervantes es el que mejor da cuenta de ello. En uno de los más famosos capítulos del Quijote, hace entrar en escena a un “gallardo vizcaíno”, cuyas “mal trabadas razones” –la mencionada dificultad para hablar castellano– nos van a introducir de lleno en la polémica nobiliaria. Es el escudero vizcaíno don Sancho de Azpeitia, el cual aparece formando parte del séquito de una dama, “vizcaína” como él, “que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo”. “Todo esto que don Quijote decía –prosigue Cervantes–, escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote, y asiéndole de la lanza le dijo en mala lengua castellana y peor vizcaína, desta manera: anda, caballero, que mal andes; por el Dios que crióme, que si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno. Entendióle muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió: si fueras caballero como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura. A lo cual replicó el vizcaíno: ¿yo no caballero? juro a Dios tan mientes como cristiano: si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuán presto verás que al gato llevas; vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes, que mira si otra dices cosa”.

Cervantes destaca también la aptitud de los vizcaínos para desempeñar empleos de secretario y las dotes indispensables para el oficio, cuando Sancho Panza manda al mayordomo leer un pliego que decía así: “A don Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, en su propia mano, o en la de su secretario: Oyendo lo cual Sancho, dijo: ¿Quién es aquí mi secretario? Y uno de los que presentes estaban, respondió: Yo, señor, porque sé leer, y escribir, y soy vizcaíno. Con esa añadidura, dijo Sancho, bien podéis ser secretario del mismo Emperador”.

La figura del vizcaíno como tipo cómico aparece por primera vez en la comedia Tinelaria (1517) de Bartolomé Torres Naharro, cuando, en el introyto, dice que al criado vizcaíno se le hacían estrechas su tierra y la península, y penetraba hasta los tinelos de Roma, unas veces hablando su propia lengua y otras, “algarabía”. Lo pinta como “valentón, hablador y exagerado”, pero su caracterización más marcada es ya la incorreción en el hablar: “Digo, hao,/ yo criado estás en nao,/ vizcaíno eres por cierto,/ mas juro a Dios que Bilbao/ la tiene mucho buen puerto./ Pues, callar./ Yo no quiero porfiar,/ mas si alguno guerra viene,/ vizcaínos por la mar,/ juro a Dios, diablo tiene”.

En el Libro de las grandezas de España, Pedro de Medina, decía de los vizcaínos: “Son muy amigos de la honra y reputación. Hacen mucha estimación con jactancia de sus hidalguías y noblezas”, y Cervantes, en el Quijote: “Ellos, en fin, son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante, y, como suele decirse, cristianos viejos ranciosos, pero tan ricos, que su riqueza y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballeros”. Pero en la Castilla del siglo de Oro, aquel concepto de hidalguía que dimanaba de la mera condición de natural de la tierra vasca –“vizcaginus originarius, ergo fidalgus”– y que resultaba compatible con el desempeño de cualquier tipo de oficio, chocaba con la mentalidad del común de los castellanos. En Los vascos, dice Caro Baroja: “Ningún oficio es vil para el vasco, mientras que para el castellano todo trabajo manual envilece, es propio de villanos o de gentes sin linaje”, por lo tanto, impropio para la nobleza. De ahí el “¡O, Perucho, Perucho, ¡quán mala vida hallada te tienes!, linage hidalgo, tú caballo limpias. No falta de comer un pedaço oguia sin que trabajo tanto le tengas”, que Gaspar Gómez pone en boca de Felides, cuando se dirige a un mozo vizcaíno que le servía como caballerizo, en su Tercera parte de la tragicomedia de Celestina. Los hay, sin embargo, que exageran por el lado opuesto, como Arias de Villalobos, quien no tiene empacho en afirmar “que no será el rey hidalgo/ si no fuere vizcaíno”.

Como consecuencia natural de la hidalguía, se atribuía a los vizcaínos cierta bondad de carácter y llaneza de intenciones. Vicente Espinel expresa mejor que nadie esta cualidad en Vida y aventuras del escudero Marcos de Obregón: “Quien dice en Castilla vizcaíno, dice hombre sencillo, bien intencionado”. Cervantes, en La señora Cornelia, advierte que “son unos benditos, como no estén enojados, y en esto parecen vizcaínos, como ellos dicen lo son”. En su Criticón, Baltasar Gracián habla “de un sencillo vizcaíno, de un altivo castellano, de un cuitado gallego y de un bárbaro catalán”; y Pedro de Medina, en su Libro de las grandezas de España, confirma que “son muy sencillos y fuera de dobleces”, aunque “no de muy grandes y vivos ingenios, hasta que son cultivados”. Pero cuando se lo proponen, son capaces de mostrar grandes habilidades y de alcanzar las más altas instancias, lo que inspiró una décima que los retrata, del jocoso Francisco Gregorio de Salas, en su Colección de los epigramas, y otras poesías críticas, satíricas y jocosas: “El Vizcaino severo,/ con dureza nunca oida,/ prefiere siempre á su vida/ la defensa de su fuero:/ es amigo verdadero,/ es un mercader honrado,/ es marinero arrestado,/ y es capaz con entereza,/ sin cansarse la cabeza,/ de escribir mas que el Tostado”, en un tiempo en que ser escribano es un oficio, casi una carrera; por otra parte, en El examen de maridos, Juan Ruiz de Alarcón pone con ironía en labios del gracioso Ochavo: “Y a fe que es del tiempo vario/ efecto bien peregrino/ que no siendo vizcaíno/ llegase a ser secretario”.

Pero cuanto de cómico había en esa figura, como hemos visto, radicaba, básicamente, en su “disparatado” castellano. Sobre el habla revesada y la algarabía, el autor del Quijote vuelve a la carga en La casa de los celos con otro vizcaíno cervantino que proclama: “Bien es que sepas de yo/ buenos que consejos doy;/ que, por Juan Gaicoa, soy/ vizcaíno; burro, no”. Además, de todos era conocida la regla de Quevedo: “Si quieres saber vizcaíno, trueca las primeras personas en segundas, con los verbos, y cátate vizcaíno: como Juancho, quitas leguas, buenos andas vizcaíno, y de rato en rato, Jaungoicoá”.

Aunque Caro Baroja dice que “la taciturnidad ha sido durante mucho tiempo otro de los caracteres de nuestro pueblo”: gente callada, silenciosa, a la que le molesta hablar, y la cortedad de palabras se ha atribuido a los vascos desde tan antiguo que ya en el siglo XV el poeta Fernán Pérez de Guzmán los llamó “medio mudos” en sus Loores de los claros varones de España: “De cueros duros e crudos/ mandando fazer abarcas,/ traspasó grandes comarcas,/ con los montañeses rudos,/ vascongados medio mudos,/ pero ardidos e fuertes…”, no es de extrañar que tanta chanza terminara imprimiendo carácter. Pedro de Medina los calificó, en el Libro de las grandezas de España, de esta manera: “Son de poco hablar y no muy propio ni muy concertado, que muchas veces sienten dificultad en poderse dar a entender y declarar sus conceptos”.

El Machín, uno de los personajes de La monja alférez, del doctor Juan Pérez de Montalván, dice así: “No viene Machín de casta/ que se pierde por hablar,/ pues, para saber callar,/ soy vizcaíno, que basta.” y en La murmuración, del mismo autor: “si habla, que es charlatán;/ si calla, que es vizcaíno”. Antonio, en El rufián dichoso, de Miguel de Cervantes, añade: “Ello así es;/ pero nunca hablo cosa/ que toque en escandalosa;/ que hablo a la vizcaina. El cronista de las cosas de las Indias Pedro de Cieza de León, en el Tercer libro de las guerras ceviles del Peru. El cual se llama La Guerra de Quito, pone en boca del secretario Jerónimo de Aliaga: “Muy largas pláticas son esas para un vizcaíno” y Santa Teresa de Jesús, en una de sus Cartas, escribió: “Plega Dios me responda a todo, que se ha tornado muy vizcaíno”.

Abundan los textos que atribuyen a los vascos cortedad, sobre todo de palabras, de carácter, pero también de razones, incluso de ingenio. El pasaje más conocido es el del vizcaíno corto en palabras, pero en obras largo que Tirso de Molina pone en boca de don Diego de Haro, para responder a un duro ataque del infante don Enrique, en las siguientes octavas de la primera escena de la comedia La prudencia en la mujer: “Conserva limpia la primera gloria/ que le dió, en vez del Rey, naturaleza,/ sin que sus rayos pase la vitoria./ Un nieto de Noé la dió nobleza/ que su hidalguía no es de ejecutoria,/ ni mezcla con su sangre, lengua ó traje,/ mosaica infamia que la suya ultraje… A quien Roma jamás conquistar pudo,/ que sin armas, sin muros, sin caballos,/ libres conservan su valor desnudo./… Valiente en obras, y en palabras mudo,/… El árbol de Garnica ha conservado/ la antigüedad que ilustra á sus señores,/ sin que tiranos le hayan deshojado,/ ni haga sombra á confesos ni á traidores./… El hierro es vizcaino, que os encargo,/ corto en palabras, pero en obras largo”. Antonio Solis, hace su contribución en Un bobo hace ciento: “No niega/ el vizcaíno su patria,/ muy largo de porfiar/ y muy corto de palabras” y Quevedo, en Tratando mal a una dama: “Adoras un vizcaíno,/ y dícenme que son todos/ cortos, sólo en el hablar,/ y éste es de ventura corto”. En el sentido de tímido o “encogido”, el Pepino, de Rojas Zorrilla, en Primero es la honra que el gusto, dice: “Es la mesma/ verdad, si he de andar puntual,/ la que dice esa doncella;/ sino que soy vizcaíno,/ y así, tengo corta estrella/ en hablar, luego me turbo” y vuelve Tirso, en Don Gil de las calzas verdes: “Mas como de mí imagino/ lo poco que al mundo importo,/ no sé ni me determino/ a pretender; que en lo corto/ tengo algo de vizcaíno”.

“Los vizcaínos son gente corta de razones” dice el autor de La tía fingida, atribuida a Cervantes, y el autor anónimo del entremés Las Viudas, encarece la pequeñez del pie de una dama, diciendo: “Aqueste pie en el mundo peregrino,/ ¿no parece razón de vizcaíno?” Otros le dan un sentido más general, así el poeta valenciano Gaspar de Ávila, en El valeroso español y primero de su casa, encontraba a “un ferreruelo esclavino, más corto que un vizcaíno” y Antonio de Solis, en Un bobo hace ciento, introduce un criado, llamado Juancho, que, por evitar medio real de gasto, echa del zaguán a dos mozas bien ataviadas, cortedad que hace exclamar a su amo: “¡Qué vizcaíno te estás!”. Este último lance ha sido interpretado también como una demostración de tacañería, muy difícil de conciliar con aquel de La tía fingida, en el que después de certificar su cortedad de razones, objeta: “pero si se pican de una muger, son largos de bolsa”. Cuando se pone en duda la tacañería o generosidad del vizcaíno, Cervantes desequilibra la balanza afirmando que es “pródigo y despilfarrado”.

De esta cortedad de ingenio a la caracterización de burro solo hay un paso. Ya hemos visto en La vida del pícaro Guzmán de Alfarache, la razón por la que a los vizcaínos les llaman burros, cuando uno de ellos escucha aquel “vizcaíno, luego burro”; también en La casa de los celos, de Cervantes, otro que protesta afirmando “soy vizcaíno, burro no”; y, como vamos a ver, en El vizcaíno fingido, otro más que “es un poco burro y algo mentecato”. Quevedo, en Tratando mal a una dama, asegura: “Si él es vizcaíno burro,/ tú eres albarda en sus lomos” y en la Floresta Española, Francisco Asensio cambia el burro por el asno: “Motejábase una mujer con un vizcaíno, y dijo que no había raza peor en el mundo que la suya. Donde él, riéndose y haciendo de las puntas de la capa unas orejas de asno, se las puso diciendo: “Juradlo por aquestas orejas de asno; que yo os lo creeré”. Al punto la mujer respondió: “Yo estaba en duda si vos erais asno o no; pero ahora que me heis mostrado las orejas, estoy cierta de ello”.

Como amantes del buen yantar y mejor beber, se mueven con destreza por las que Cervantes llama “ermitas de Baco”, lo que les permite salir airosos de situaciones comprometidas. En su entremés El vizcaíno fingido, el Quiñones es presentado por su compinche Solórzano de esta guisa: “Porque, para decir la verdad a vuestra merced, él es un poco burro, y tiene algo de mentecapto; y añadesele a esto una tacha, que es lástima decirla, cuanto más tenerla, y es que se toma algún tanto, un si es no es, del vino, pero no de manera que de todo en todo pierda el juicio, puesto que se le turba; y cuando está asomado [alegre], y aun casi todo el cuerpo fuera de la ventana, es cosa maravillosa su alegría y su liberalidad”. De lo que se deduce que no era inclinado a beber en exceso. Unas veces ingenuo, otras ladino, pero de buen yantar, se dice que pierden su cortedad al sentarse a comer. Uno de los refranes contenido en el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias da fe de ello: “Dice el proverbio: Vizcaíno necio, tarazón de en medio; estaban los tres a una mesa y concertáronse los castellanos de burlar al vizcaíno, y dijo el uno: Yo no como cabeza, y el otro: Yo tampoco como cola; el vizcaíno tomó la trucha y dividiola en tres tarazones, y dijo: Tú, que no comes cola, come cabeza; y tú, que no comes cabeza, come cola; vizcaíno necio, juras a Dios, tarazón de en medio”.

Si no ladraban al hablar, sí parece que algunos tenían un humor de perros o de mil demonios, ¡vive Dios!. Se ha pintado al vasco, como de recio carácter, de temperamento ardiente, de natural colérico y arrebatado. Hemos visto que Cervantes decía que eran unos benditos, si no estaban enojados… y este enojo y cólera fue la que encendió el alma de aquel vizcaíno que peleó con don Quijote. Cauto, gallardo, valeroso, colérico y valiente, son las cualidades que Cervantes atribuye al escudero vizcaíno. Pedro de Medina, en el Libro de las grandezas de España se alargó a decir: “Tienen súbita y extraña cólera, llevándoles por mal en cualquier cosa”. “Las gentes de estas provincias son coléricas y prestas, apasionadas y belicosas; son la mejor gente del mundo para sobre el mar”, confirma Martín Fernández de Enciso, en Suma de Cosmografía.

A este respecto se refiere una de las Reflexiones que el padre Sigüenza convierte en reseña: “Llamábase fray Martín de Vizcaya o Vizcaíno: debía serlo de linaje y patria… Desde el punto que recibió el hábito, se le conoció madureza y gravedad en las costumbres, prudencia grande, con que enfrenaba el natural colérico, propio de aquella nación y bueno para acometer animosamente cosas grandes”, o la del cardenal Richelieu cuando, en cierta ocasión, destacó la personalidad del abate de Saint Cyran, al que, como vasco, consideraba hombre de “entrañas cálidas y ardientes por temperamento”. En Diversas rimas, Vicente Espinel afirma que este recio carácter reflejábase en el hablar: “… colérico el hablar, o vizcaíno,/ peor al disparar, que una lombarda”. Sin embargo, algunos encontraron otra manera de descargar su cólera. En el Sermón de Aljubarrota incluido en las glosas de don Diego Hurtado de Mendoza, se narra el encontronazo entre un mercader portugués y un vizcaíno que calafateaba una nao: “Y fue que ambos riñeron y tantas blasfemias dijo el portugués que la cólera del vizcaíno se encendió y se le acortó el habla, como es muy natural de esta nación, de modo que no le acertó a responder palabra. Y muy demudado, pareciéndole ser mala crianza dejalle sin respuesta; ya que con la lengua no acertaba, díjole con los pies seis pares de palabras tales que al son de ellas el portugués dió una vuelta que llaman de podenco; y el vizcaíno se volvió a su obra luego, y el portugués se quedó ceñida su espada, rodando el birrete por el suelo y sacudiendo unas pajuelas que por desdicha se le habían pegado a la cabeza y cabellos, diciendo: Assi o façedes que vos sodes”. Vamos, que el colérico vizcaíno le dio una manta sin decir esta boca es mía. “Corto en palabras, pero en obras largo”, que diría Tirso.

Para completar el cuadro, estas ilustres plumas hablan del carácter testarudo de los vizcaínos, acostumbrados a salirse con la suya, aunque tenaces, fieles, leales, discretos y honrados. Pedro Espinosa nota la testarudez en sus Décimas a Ignacio de Loyola: “Para tan largo camino/ tomáis el Norte en la diestra,/ para salir con la vuestra,/ como hidalgo vizcaíno” y el Machín de Juan Pérez de Montalván dice en La monja alférez: “Acabóse, vizcaínos;/ testarudos sois entrambos:/ ved por cual ha de quebrar”. En El premio del bien hablar, Lope de Vega pone en boca de Feliciano: “… y en viendo este talle y cara,/ amainé todas las velas./ Tengo sangre de Vizcaya;/ lo que dijere una vez/ será firme y sin mudanza./ Dadme licencia que os vea” y el Chavarría de Lope de Vega, en Los españoles en Flandes, porfía: “Llevad allá un vizcaíno/ que la palabra que dió/ la cumplirá, o seré yo/ del nombre que tengo indino [indigno]”.

Su fidelidad y lealtad están fuera de discusión. En El día de la fiesta, de Ivan de Zabaleta, leemos: “Sale al zaguán, cierra su cuarto con la llave, y pónele de refuerzo un candado vizcaíno, porque los vizcaínos son muy fieles”. Por otra parte, Mateo Luján de Sayavedra, en La vida del pícaro Guzmán de Alfarache, atribuye a los vizcaínos “gran lealtad, fidelidad y buena ley”: “Vemos que muchos son Secretarios de príncipes y de su Majestad, y de grande entereza y confianza; y otros contadores, y tienen a su cargo la administración de hacienda, y no se puede negar que la opinión que dellos se tiene es de muy leales”. Dotados de un don preciadísimo, como el de saber guardar un secreto, Juan Ruiz de Alarcón se hace eco de esta fama, de la que gozaban los vizcaínos, en la comedia La industria y la suerte: “Señora, por San Estacio,/ que de un pecho vizcaíno/ no podéis mejor fiarlo”.

La honestidad y la honradez también están presentes. En La mal casada, de Lope de Vega, un personaje explica: “Su padre conocí, muy bien nacido, / hidalgo vizcaíno y muy honrado” y en Noticias de Argel, y su gobierno, del mercedario fray Gabriel Gómez de Losada, leemos: “encontró con un vizcaíno honrado, noble, como lo son los de esta nación”. Pero, quizás el gesto más reconocido del vasco sea el apretón de manos, garantía más que suficiente para cerrar un trato: “palabra de vasco”. Tal es así, que Jean Estrugamou, un bearnés en Buenos Aires, cuando narra su encuentro con el alcalde de Morón, al que propone un trato beneficioso para todos, garantiza que no va a haber problemas: “Es mi palabra, dice. –Palabra de vasco, murmura el alcalde. –Bearnés, le responde, y es tan válida como la del vasco; usted sabe, un apretón de manos vale más que todos los papeles que firmemos. Marcelino Irianni, haciendo balance de todo esto, dice en La memoria argentina: “tesón, sacrificio, honestidad, transparencia en sus tratos y confiabilidad son acaso los pilares sobre los que se forjó la imagen del vasco que perdura hasta nuestros días”.

En otro orden de cosas, Salas Barbadillo, dice en Curioso y sabio Alejandro: “Los vizcaínos son hombres de más manos que mañas;… tan fuertes de manos como el hierro”. Si como sostiene Caro Baroja, “el vasco fue, a través del tiempo, ante todo práctico, utilitario y poco dado a las actividades teóricas”, no serán de extrañar testimonios como el que nos ofrece Juan Venancio de Araquistain, en Tradiciones Vasco-Cántabras, según el cual “el vasco pertenece a una raza de hombres activos y silenciosos”, o el de Miguel de Unamuno, en Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, destacando que el vasco es, sobre todo, “pragmático” de “carácter práctico y nada especulativo”. Como resumió Caro, un “homo faber”.

Cuando los vascos marcharon a la Corte o pasaron a las Indias, además de los que vivieron pegados a la Administración, muchos de ellos, con ese espíritu práctico, intrépido y emprendedor que les caracterizaba, pusieron manos a la obra y fundaron casas comerciales y establecimientos mercantiles. “A este lado del océano, unos con otros, formaron sociedades que contrataban “asientos” con la Corona, amasando fabulosas fortunas y haciéndose poderosos e impopulares, al mismo tiempo. En Madrid se llamó a estos “asentistas” vascos, covachuelitas, cagatintas y plumíferos”. Al otro lado, formaron rápidamente comunidades y no tardaron en apoderarse del comercio y de los cargos públicos, lo que les valió en pocos años pasar a formar parte de la aristocracia virreinal y ser, para muchos, especialmente odiados. En El espíritu emprendedor de los vascos, de Alfonso de Otazu y José Ramón Díaz de Durana, podemos leer: “El caso de Chile puede considerarse como el más característico de esta situación. En el siglo XVII los vascos de Chile se encuentran en tan gran número, y saben acaparar de tal forma los cargos públicos de importancia para el comercio que el obispo de Santiago, Don Francisco de Salcedo, se ve obligado a quejarse al rey: “La causa de todas nuestras desgracias ­–escribe el 21 de marzo de 1634– proviene de que todos los comerciantes, o la mayor parte, son vizcaínos. El ‘contador’, excelente persona por otra parte, el comisario de la marina, escribano del registro, a quien incumbe efectuar la revisión de los barcos, el alguacil mayor de la audiencia que tiene dos barcos en estos parajes, son también vizcaínos. Y como el Dr. Jacobo de Adoro y San Martín, juez de la misma Audiencia, es también vizcaíno, las órdenes y mandatos de Su Majestad no tienen aquí ejecución. En efecto, desde el momento en que estos altos personajes defienden sus bodegas y sus almacenes, los vascos detienen allí con toda seguridad sus importantes mercancías. Y se trata de fuertes sumas, ya que no pagan ninguno de los impuestos que deben a Su Majestad, y todo va cada día de mal en peor”.

Alfonso de Figueroa confirma que un siglo después ese predominio social, político y mercantil era completo y omnímodo: “Hízose a fines del siglo XVIII una matrícula de los capitanes de barcos surtos en la bahía de Valparaíso y resultó que todos eran vascos y casi todos parientes”. Lo que no era excepcional por aquellos pagos. Los vascos, por ejemplo, fueron los dueños absolutos de Venezuela en la gran época de la Compañía Guipuzcoana de Caracas, que había gozado del monopolio comercial del país a finales del siglo XVIII. La mayoría de los mercaderes prósperos que menciona Francisco Depons llevaban nombres vascos. La clave del éxito estaba en el trabajo y la constancia en el esfuerzo. Según el historiador boliviano Alberto Crespo, “de todos los grupos regionales de España, es seguramente éste [el de los vascos] uno de los más inclinados al trabajo y perseverante en sus esfuerzos… poseídos de un sentido utilitario, en más alto grado que los castellanos, extremeños o andaluces”.

Sin duda, el carácter solidario del vasco con sus coterráneos también ayudó. El licenciado Andrés de Poza, en su obra De la antigua lengua, poblaciones, y comarcas de las Españas, en que de paso se tocan algunas cosas de la Cantabria, tras constatar que los vascos “como dicho es, no se avenían ni avienen bien en su patria”, halla que “fuera de ella es mucho de notar lo que se honran, aman y ayudan, y esto sin otra ni más conocencia, salvo de ser compatriotas de la lengua vascongada”. José Cadalso no es menos explícito en sus Cartas marruecas, cuando dice: “Aunque un vizcaíno se ausente de su patria, siempre se halla en ella, como se encuentre con paisanos suyos. Tienen entre sí tal unión, que la mayor recomendación que puede uno tener para con otro es el mero hecho de ser vizcaíno, sin más diferencia entre varios de ellos para alcanzar el favor del poderoso que la mayor o menor inmediación de los lugares respectivos”. Lo confirma Alberto Crespo cuando relata el conflicto entre vicuñas y vascongados en el Alto Perú en 1622: “frente a los castellanos y demás peninsulares, que han sido gente poco socorrida, desperdigados y que cada una ha tirado por su parte, se situaban los vizcaínos [que] son pocos, pero gente unida y que se ayudan los unos a los otros, así con sus personas en sus pendencias como con sus haciendas en cualquier pleito que importe a cualquiera de su nación, tanto que parece sino que todos por uno y uno por todos tienen hecha conjuración y república de por sí”. La socorrida práctica de recurrir a los paisanos mejor situados en toda clase de pendencias –lo que la monja alférez, la donostiarra Catalina de Erauso, llamaba “agenciar paisanos”– en busca de un trato de favor, era algo perfectamente conocido en el Virreinato del Perú y no parece que contribuyera en nada a mejorar la imagen que de los vascos pudieran tener los demás peninsulares.

De hecho, en aquel tiempo y lugar, eran acusados, de manera recurrente, de soberbia por otras comunidades, celosas de la posición alcanzada y de las relaciones de ayuda mutua. Cuando el cronista peruano Bartolomé de Arzans y Orsua narra el enfrentamiento entre vascos y “vicuñas”, una coalición de castellanos, andaluces y extremeños, en Potosí, pone en boca de Géldrez, uno de sus cabecillas, un discurso de despedida en el que, al referirse a los vascos, usa la expresión “esta engreída nación” y en el de Francisco Castillo, uno de los capitanes de los “vicuñas”, “las soberbias intenciones de los vascos y su engreída cerviz”.

Por otra parte, Fernando Serrano, nos lega el testimonio asombroso de un navarro llamado Cebrián de Lizarazu, que cuando se le reprochó que nunca había cesado de traficar con toda clase de géneros con los mismos enemigos holandeses que había ido a combatir, éste respondió con cruda franqueza “que él no había venido a las Indias a buscar honra, que harta la tenía, sino a buscar dineros, que era la honra que quería”. Y cuando le amenazaron con quejarse de su conducta al mismísimo conde duque de Olivares y al Consejo de Indias, aquel respondió que, “teniendo dineros y estando en Navarra, se cagaba en el Consejo y en el conde de Olivares”, lo que para al autor confirmaba la opinión de sus detractores, cuando acusaban a los vascos de codiciosos y arrogantes.

Otra “mirada exterior” interesante, y más benévola, es la de los viajeros europeos que nos visitaron en el convulso siglo XIX. Los elocuentes relatos de estos trotamundos constituyen una fuente de información histórica de singular valor sobre la imagen que los observadores exteriores tenían de los vascos. El más conocido de todos ellos es el filólogo alemán Guillermo de Humboldt. En Los Vascos. Apuntaciones sobre un viaje por el país vasco en primavera de 1801, sostiene que el “rasgo esencial de la nación [vasca] es en verdad esta orgánica fortaleza, jovialidad y una vivacidad que tiene algo fino, agudo, hasta ingenioso”. Habla “del honrado y vigoroso, pero áspero vizcayno”… “de los goces entre los hospitalarios y honrados vascongados, de la lealtad, la diligencia y la increíble laboriosidad de la gente”, destacando “su carácter, su juicio recto, su cortesía y amabilidad”… “valen por lo demás –continúa–, justamente, de un modo preferente, como una nación reflexiva, laboriosa, perseverante, con firmeza en sus planes”…”Todos los vascos, convienen, en genuino espíritu de libertad, noble orgullo nacional, firme apego recíproco, relevante amor al orden y a la limpieza, serena jovialidad, y el vigor y habilidad corporales e intelectuales, que les representan como atrevidos, expeditivos, siempre ricos en recursos”.

Otro viajero de principios de siglo, el francés Victor Joseph Étienne Jouy, en El ermitaño en la Provincia u Observaciones sobre costumbres y hábitos franceses a principios del siglo XIX, describe a los vascos de esta manera: “su talla es media, pero esbelta y bien proporcionada, sus rasgos son pronunciados, su fisonomía a la vez dulce y altiva; son vivos, laboriosos y de una agilidad proverbial”… “Es un rasgo peculiar de la nación vasca ejercer la hospitalidad más generosa hacia los extranjeros que visitan el país, así como tomar aversión a los que quieren establecerse en él”; y “todo va marcado con ese viejo sello que la roña del tiempo hace aún más respetable”.

En 1835 el viajero inglés Thomas Roscoe, en El turista en España, habla de “un pueblo sobrio, limpio, trabajador, que extrae del rudo suelo, al que está ligado con entusiasmo, lo necesario para mantener una vigorosa independencia”. Su compatriota Georges Borrow, en La Biblia en España, obra traducida y prologada por Manuel Azaña, considera a los vascos “un pueblo orgulloso y belicoso”. “Su bravura es indiscutible y pasan por ser los mejores soldados con que cuenta la corona de España”… “Son los vascos gente fiel y honrada, capaz de adhesión desinteresada…”; y, haciendo referencia a su singularidad cultural, expone una observación que llama la atención: “No están faltos en verdad, de canciones, baladas y coplas… Los vascos son un pueblo cantor más que poeta”.

Otro viajero inglés, el escritor y periodista Richard Ford, en Un manual para viajeros en España y lectores en casa…, después de destacar “el carácter de raza primitiva pura [que] se mantiene con rasgos fuertes en la lengua y nacionalidad”, repara en un rasgo inusitado, afirmando que el vasco es “ultralocal, rara vez abandona su parroquia siquiera, de ahí que sobrestime su propia ignorancia tanto como desprecia la inteligencia de los otros. Si el castellano ve doble en beneficio propio, el vasco ve cuádruple”, asegura.

También nos visitó Victor Hugo. En el diario de su viaje, que fue publicado, tras su muerte, con el título Pirineos, nos dice: “Los vascos son una “gran familia” que conserva sus señas de identidad. Se nace vasco, se habla vasco, se vive vasco y se muere vasco”. El dramaturgo francés, repara en la lengua como elemento aglutinador y como mito referencial: “La lengua vasca es una patria, he dicho casi una religión. Decid una palabra vasca a un montañés en la montaña; antes de esa palabra, apenas erais un hombre para él; ahora sois su hermano”. Un compatriota suyo, Eugène Poitou, en Viaje a España, habla del pueblo vasco como un “pueblo inteligente y enérgico, espiritual y valiente, aventurero y audaz, pueblo de agricultores y de cazadores, de soldados y de marinos, que ha conservado intactos desde hace veinte siglos y a través de incesantes luchas, su lengua, sus usos, sus costumbres y su amor a la libertad” y añade: “Los navarros, como los vascos, tienen sencillez de maneras y de lenguaje, dignidad noble y franca, costumbres benévolas y hospitalarias que no se encuentran en ninguna otra parte de España”. En Fuenterrabía, la pluma de M. E. Doussault subraya el carácter independiente y altivo de los vascos: “esa sombría altivez, ese orgullo ingenuo que constituye el carácter indeleble del vasco”

Otros dos viajeros ingleses, Sidney Crocker y Bligh Barker, en Bocetos de las provincias vascas de España, comentan al pie de una de sus estampas: “Dedicado a la agricultura y ocupaciones pastoriles, contento y sin ambición, sobrio en todo, modesto e inofensivo de conducta, el más amable, más hospitalario y más prevenido del mundo cuando el extranjero es un visitante en paz. El vasco es un león excitado cuando el pie de un invasor profana su suelo libre, y apela a sus energías en defensa de su amada libertad, que le fue transmitida desde tiempo inmemorial”.

Entre vascófilos y vascófobos; entre aquellos detractores, amigos e indiferentes que intuía Koldo Mitxelena, ha habido quienes han procurado poner en este asunto el rigor que echaba en falta Caro Baroja. Benito Pérez Galdós, por cuyas venas maternas corría sangre vasca, en Fisonomías sociales, describe al vasco con estas palabras: «El vascongado es trabajador leal, honrado, buen soldado y mejor marino, prodigio de constancia, o hablando más propiamente, de tenacidad».

En Fantasías vascas, Pío Baroja se pregunta qué es ser vasco, pero no se arriesga a dar una definición general: “Yo no sabría definir de un modo sintético el carácter de los vascongados; sí sé que casi todos tienen un fondo guerrero, que casi todos tienen algo de bruma en su cerebro, que hablan poco, que son serenos, pensativos y silenciosos”. Habla de ese “instinto guerrero… [que] aplicado a la vida, aplicado a la industria, aplicado a la religión, ha informado siempre el carácter de los vascos”.

“Somos tercos”, asegura, por otra parte, en La familia de Errotatxo; pero “de una terquedad inaudita… Cabezas muy duras”, en Los pilotos de altura. El vasco “lleva su fuego interior reconcentrado y oscuro… Mas la terquedad sirve de base a la fidelidad y a la firmeza en relación con las ideas y las personas”. Aunque, para Don Pío, “el vasco –sobre todo–, tiene la reputación de ser poco hablador, poco confidente”. “Será serio… me ha parecido un hombre sincero, sencillo, tímido, sin ninguna gana de avasallar a nadie”. Serio, sencillo y silencioso, son las tres eses que, según Pío Baroja, definen al vasco.

Por su parte, Miguel de Unamuno, habla de la austeridad en las costumbres y prácticas tradicionales. “Zahar itzak, zuhur itzak: viejas palabras, palabras sabias, dice un refrán vasco-francés, y ésta es la única regla de conducta del vascongado, por carácter, por temperamento y por educación pegado a la tradición”, afirma en Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca.

Unamuno destaca su espíritu independiente y un poco testarudo, también: “Y cuando le toca ser subordinado, el vasco, según la frase consagrada, obedece, pero no cumple; no dice que no, pero hace la suya. Porque a tercos sí que no nos gana nadie. “Vizcaíno, burro”, suele decirse aludiendo a nuestra testarudez, que acaso llegue a ser muchas veces en nosotros un vicio, pero que es, sin duda, de ordinario nuestra virtud capital. Si no entra de otro modo el clavo, lo meteremos a cabezadas”, dice en Alma vasca.

Coincide con Don Pío y sus tres eses, cuando ensalza “aquel latido que brota de un alma sencilla… de la alegría seria y del trabajo serio”. “La inteligencia de mi raza es activa, práctica y enérgica, con la energía de la taciturnidad. No ha dado hasta hoy grandes pensadores, que yo sepa, pero si grandes obradores, y obrar es un modo, el más completo, acaso, de pensar”; pero con la timidez a flor de piel: “porque el vasco, por arriesgado que sea ante la naturaleza, suele ser tímido ante los hombres, vergonzoso. El más valeroso marino vasco que haya afrontado el peligro supremo con serena calma, el más fuerte luchador contra los elementos que salga de mi raza, la de Elcano, el primero que dio vuelta al mundo, encuéntrase en sociedad cohibido”. Juan Arzadun, entrañable amigo de Miguel de Unamuno, en la Nochebuena del expósito, habla del “tipo hermoso y tranquilizador del aldeano vasco” que “daba vueltas entre sus manos de gigante a la boina, lleno de insuperable timidez, y sonreía con vaguedad, fuerte y bonachón como un Hércules adolescente”.

José Miguel de Azaola, en la monumental Vasconia y su destino, destaca que: “En el orden psicológico, el carácter primordialmente pragmático de los vascos ha tendido tradicionalmente a alejarlos de actividades cuya utilidad práctica no fuera evidente”. “En términos generales –continúa–, los vascos, gustan de las cosas simples, huyen de lo complejo, perciben difícilmente los matices y no aprecian los razonamientos sutiles ni los sentimientos alambicados. Abierto unas veces, reservado las más, y en general sincero, leal y guardador de su palabra, tan tajante en sus convicciones como en sus decisiones, el vasco admite mal las medias tintas, es intransigente y no suele distinguirse por su propensión a conocer las razones de su adversario”. Lo reconoce como “exponente, casi siempre, de un espíritu esforzado y emprendedor excepcional”.“Y en cuanto a la sensualidad –añade–, es curioso comprobar que, si los vascos practican desde tiempo inmemorial el culto de la buena mesa y han sentado merecidamente plaza de gastrónomos y buenos bebedores, institucionalizando –por así decirlo– la glotonería, son en cambio terriblemente puntillosos en cuanto a la lujuria se refiere”.

Llego al final con los dos últimos testimonios que han caído, chispeando, ante mis ojos. Aunque no aportan nada concreto al carácter vasco, sí enriquecen la respuesta al cómo nos han visto, que es de lo que se trata. Le corresponde el mérito del primero de ellos, al insigne Salvador de Madariaga. Como buen gallego, en su biografía de Simón Bolívar, dice que “la grandeza del Libertador, procedía de la noble y abundante sangre gallega que le tocó en herencia; sus debilidades, pocas, pero manifiestas, de las escasas gotas de sangre vasca que tuvo la desgracia de recibir.” El del segundo, al no menos insigne Jorge Luis Borges, por quien también corría sangre vasca. En El Congreso, escribe: “Nunca Fermín Eguren me pudo ver. Ejercía diversas soberbias, [entre ellas] nunca sabré por qué, la de su estirpe vasca, gente que al margen de la historia no ha hecho otra cosa que ordeñar vacas”. Borges, a quien los negros le resultaban insoportables, dijo al periodista argentino Rodolfo Braceli, en una entrevista recogida en su libro Escritores descalzos: “¿Vasco? Yo no entiendo cómo alguien puede sentirse orgulloso de ser vasco… Los vascos me parecen más inservibles que los negros, y fíjese que los negros no han servido para otra cosa que para ser esclavos… Se habla de la voluntad vasca, de la terquedad vasca… ¿y para qué les ha servido?… Los vascos no han hecho otra cosa en la historia que ordeñar vacas, se han pasado los siglos ordeñando.”

Bueno, pues esto es todo amigos. Así nos han visto a los vascos a lo largo de la historia. Evidentemente, con estos testimonios no he agotado todas las posibilidades que se ofrecen a un investigador inquieto, ni lo he pretendido, pero constituyen una muestra significativa y variada. No se me ocurre mejor manera de terminar este ejercicio, que rindiendo homenaje a Julio Caro Baroja y a Koldo Mitxelena. Ambos tenían razón.

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