“Diríase que los políticos son los únicos españoles que no cumplen con su deber ni gozan de las cualidades para su menester imprescindibles… Si esto fuera verdad, ¿cómo se explica que España, pueblo de tan perfectos electores, se obstine en no sustituir a esos perversos elegidos?”
José Ortega y Gasset. España invertebrada (1921)
No pretendo molestar a nadie, sólo reflexionar sobre un asunto que me llama poderosamente la atención como es el de la desafección. En la Grecia clásica, los idiotes eran aquellos ciudadanos que, pudiendo participar en los asuntos de la polis, los asuntos públicos o políticos, deliberadamente se apartaban. A Pericles no le gustaban un pelo y si hoy levantara la cabeza se moriría del susto, porque en nuestras polis cada vez hay más idiotes.
El descrédito de la política se manifiesta con desdén y hasta con indignación en la conversación diaria: ¡Todos los políticos son iguales!, se repite como un mantra; ¡los mismos perros con distintos collares!; una panda de charlatanes mediocres, fanáticos, catetos y, a veces, hasta ladrones; constituidos en una élite o clase que sólo vela por sus intereses.
El penoso y lamentable espectáculo de crispación que los gestores de la vida pública, nos ofrecen a menudo en el Parlamento, enzarzados en peleas de gallinero, dedicados a aclamar o abuchear en bloque a propios y extraños, no hace sino confirmar que efectivamente no están a la altura que se espera de ellos.
Entre los muchos problemas que tiene España, dice Luis Haranburu Altuna (“La decadencia de España”. DV. 8-09-2020), “no es el menor de ellos la mediocre calidad de nuestra clase política”, y los españoles están muy de acuerdo con Haranburu. Detrás del paro, la “clase política” es el segundo problema de España, según el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). En concreto, los políticos, los partidos y la política en general, figuran identificados como un problema en el 49,5% de las encuestas de este organismo. Es lo que los politólogos llaman desafección. Muchos ciudadanos no se sienten representados. Sólo ven en la política mediocridad, crispación y corrupción.
Pero, ¿los españoles merecen otra clase política? Y si nos preguntamos, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? Probablemente encontraremos que la respuesta no entraña una gran dificultad. En realidad, se trata de un dilema felizmente resuelto desde que el físico Jorge Wagensberg demostró que primero fue el huevo, aunque no fuera de gallina. Lo realmente difícil es no ver la mediocridad en nuestro entorno, convertida ya en una marea gris que lo va inundando todo. Da igual si el ámbito es político, académico, jurídico, cultural o mediático: se mire por donde se mire se constata el triunfo de lo mediocre.
Hace tiempo que nuestra sociedad malinterpretó el principio aristotélico del término medio e hizo de la medianía, la excelencia. Hemos construido un orden en el que la media es el estándar, la referencia para casi todo. Como ha dicho José Luis Larrea (“La dictadura de la mediocridad y las ranas”. DV. 9-02-2020), “una sociedad que reclama la uniformidad, el café para todos, que ningunea la diferencia, que rechaza la singularidad”. Es la sociedad del sálvese quien pueda, que retrató José Ingenieros en “El hombre mediocre”, que desdeña lo ideal en nombre de lo inmediatamente provechoso, que habita ese espacio transversal en el que sus miembros parecen indistinguibles, que se refugia en ese lugar cómodo del espectro, que no exige pensar mucho. Es la sociedad del sándwich mixto, de la que hablan los sociólogos, de indudable pobreza gastronómica.
¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? Según Eurostat, el 43% de la población española de entre 25 y 64 años tiene un nivel educativo bajo. Es decir, casi la mitad de los adultos que viven en España tiene una formación equivalente o inferior a la primera etapa de educación secundaria. Sólo países como Portugal y Malta están peor y duplicamos la media de la UE, que en este caso no nos sirve.
En la Encuesta de Hábitos Culturales, un 35% de los españoles se atreve a reconocer que no lee nunca o casi nunca y un 12% que sólo lo hace ocasionalmente. Y muchos de los que utilizan las redes sociales, no sienten la necesidad de leer más allá de los 280 caracteres que admite un tuit. Una parte importante de la población es adicta a realities o tertulias de celebrities sin fundamento. Entre los productos más degustados de la parrilla televisiva esta, por ejemplo, Supervivientes, con algo más de cuatro millones de espectadores (4.059.000 según Statista, mayo 2020), como en su momento lo estuvo Gran Hermano, o La isla de las tentaciones, el programa más visto de la historia de Cuatro, alcanzando el 30% de cuota y más de tres millones y medio de espectadores. Si en los setenta el programa de debate era La clave, de José Luis Balbín, hoy es Sálvame tomate con 2.141.000 seguidores (El Economista, 26-10-2020) o programas similares, incluidos sus variantes naranja y limón, en los que el grito y el aspaviento son las expresiones de lo que impera argumentativamente: la pasión. Y para ello no hace falta pensar o saber.
Para ser popular hay que ser mediocre le dijo a lord Henry la duquesa de Monmouth mientras servía el té, y a fe que muchos se lo han tomado al pie de la letra. Pero tantas horas dedicadas al morbo y al chafardeo, durante tanto tiempo, han hecho un daño considerable a esta sociedad, estimulando viejos vicios como la envidia y una cierta soberbia de la ignorancia. Al final, a los mediocres no les ha hecho falta saltar mucho para superar el listón, de tan bajo que lo hemos puesto. Hoy he visto que Rossy de Palma, la más fea entre las feas, triunfa en la pasarela, convertida en la última musa de Jean Paul Gaultier.
Nos abochornan los espectáculos que se ven en el Parlamento, pero hace tiempo que la crispación se hizo carne y habitó entre nosotros. La intransigencia, el insulto y el uso de argumentos falsos e inaceptables desde cualquier punto de vista, se manifiestan en las discusiones informales generando incluso un nuevo vocabulario: covidiotas, perroflautas, machirulos, feminazis, y tantos otros términos recientes que parecen encerrar un fuerte componente creativo del odio social. Una parte importante de nuestra sociedad se ha embrutecido, hasta el punto de perder los valores básicos que mantienen el tejido social en pie, la tolerancia y el respeto.
No hay como asomarse a las redes sociales para comprobar el punto de agresividad y resentimiento que rezuman. Son un campo minado, de más emociones que reflexiones, con sapos y culebras a flor de piel. Al amparo del anonimato, se dialoga mediante zascas y gana el que logra el insulto definitivo. Un poco en la línea marcada por el devenir de los medios de comunicación en este país, sobre todo a partir de la irrupción de los medios digitales que, como ha dicho Manuel Cruz (“Profesión: sus insultos”. EL PAIS, 9-08-2020), “ha convertido en encarnizada la batalla por ocupar el más alto lugar en la jerarquía de los faltones”.
¿Hay un vínculo misterioso entre discordia y mediocridad? No lo sé. Quizás. Lo que sí parece claro es que la alianza del homo videns, del que habló Sartori, y el homo digitalis, puede estar poniendo en peligro la existencia del homo sapiens.
Nos preocupa también la corrupción en la política y no es para menos, aunque esta sociedad haya hecho de la picaresca su norma de conducta. El pago sin IVA, o en efectivo, para blanquear; el cobro en negro, sin nómina, sin factura; la contabilidad “en b”, las llamadas “chapuzas”, son algo corriente, como se dice ahora, normalizado. La economía sumergida supone en España el 24,6% del PIB, es un 65% mayor que la media de los países del entorno, aunque esta media tampoco nos sirva. En euros se traduce en un total de 91.600 millones al año que no llegan a las arcas públicas, según los Técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha), por no hablar del fraude y la evasión fiscal por parte de las grandes fortunas y patrimonios. España es el noveno país del mundo que más defrauda según la OCDE. Como dicen los técnicos de Hacienda en el informe que he leído, “no hay que olvidar que detrás de la existencia de un determinado nivel de economía sumergida está lo que una sociedad quiere ser”.
Visto lo visto, a quién le puede extrañar que un candidato a la presidencia del gobierno recomiende lecturas de libros que no ha leído, que una senadora pregunte en la cámara a una ministra si es una mujer sumisa a un macho alfa, que los sapos y culebras habiten entre los escaños, que los zascas lleguen a la tribuna de oradores o que los chanchullos se encarnen en la figura del jefe del Estado.
En febrero de 2012, el periodista David Jiménez publicó en su blog un artículo de recomendable lectura, titulado “El triunfo de los mediocres”, que se ha hecho viral tras ser atribuido, erróneamente, a Antonio Fraguas “Forges”, en el que decía: “Quizá ha llegado la hora de aceptar que nuestra crisis es más que económica, va más allá de estos o aquellos políticos, de la codicia de los banqueros o la prima de riesgo. Asumir que nuestros problemas no se terminarán cambiando a un partido por otro, con otra batería de medidas urgentes o una huelga general. Reconocer que el principal problema de España no es Grecia, el euro o la señora Merkel. Admitir, para tratar de corregirlo, que nos hemos convertido en un país mediocre”.
Si volvemos a preguntarnos ahora ¿qué fue antes, el huevo o la gallina?, probablemente estemos en mejores condiciones para entender que Wagensberg tenía razón, que primero fue el huevo, y a nada que perseveremos un poco más en la reflexión, llegaremos a la conclusión de que de los huevos de pato nunca salen cisnes.
Una sociedad mediocre solo puede engendrar mediocridad. Partidos y dirigentes políticos mediocres, efectivamente, pero también jueces mediocres, empresarios y financieros mediocres, sindicatos mediocres, medios de comunicación mediocres, intelectuales mediocres y creadores mediocres, que dejan su sello en una música, una literatura y un cine mediocre. Jamón y queso por doquier, en una cadena que comienza en la escuela y termina en la clase dirigente.
Así que no es de extrañar que nuestros representantes sean tan mediocres como la sociedad a la que representan y que nuestro Parlamento sea el fiel reflejo de nuestra sociedad. Lo ha dicho Giselle García Hipola, doctora en Ciencias Políticas y profesora de la Universidad de Granada: “Las instituciones son el reflejo de la sociedad en la que vivimos”, a lo que añade: “también como sociedad nos tenemos que mirar en el espejo antes de echar toda la culpa a los políticos”. En efecto, la sociedad imprime carácter y por si a alguien todavía le cabe alguna duda, podemos recordar al profesor Maravall, cuando decía: “parece claro que la moderación ideológica de la sociedad española contribuyó decisivamente a la moderación política de los principales partidos que protagonizaron la transición a la democracia”. Eran otros tiempos. Hoy, no está a la altura. Por todo ello, y a pesar de todos los pesares, me cuesta tanto entender tanta desafección. Porque estamos ante un fracaso colectivo.
Y entonces, ¿qué hacemos? ¿nos resignamos? De ninguna manera. Entender no es justificar, no exime de culpa, sino que la reparte. Solo si entendemos lo que está pasando podremos encontrar soluciones sin convertirnos en idiotes, sin optar por quedarnos al margen dejando el campo abonado para los que se mueven con soltura en los espacios de mediocridad.
La clave del problema está en la educación. Y la solución. Paradójicamente, en el barómetro del CIS del 1 de julio pasado la educación aparecía en el duodécimo lugar entre los problemas de la sociedad española, con solo el 0,2% de los encuestados situándolo en primer lugar. Otros como Amin Maalouf proponen “la adopción de una escala de valores cuyo fundamento sea la salvación por la cultura”. Ambas nos sacarán de la dieta del sándwich, pero tan cierto como que no hemos llegado a esta situación de la noche a la mañana es que nos costará salir. “El registro temporal en el que actúa beneficiosamente la cultura o la educación es el de la larga duración y no el de los resultados inmediatos”, como nos ha dicho Daniel Innerarity (“La inutilidad de la cultura”. DV. 16-08-20).
El pensador Alain Deneault también se lo ha preguntado en su libro “Mediocracia: cuando los mediocres toman el poder”: “Pobre e insignificante de mí, ¿qué puedo hacer yo para cambiarlo?, y se ha respondido a sí mismo, ¡Sé radical! Radical en las convicciones claro, a pesar de todos los pesares. Sólo así podremos tener representantes de más altura. La Democracia, otro invento griego, convertida hoy en mediocracia, no es la panacea, la gallina de los huevos de oro, solo el menos malo de los sistemas para gobernarnos, como nos dijo Churchill, porque las alternativas conocidas son peores, y sin participación ciudadana no habrá democracia.
El hastío, el desánimo y la indignación están generando en mucha gente el deseo de apartarse de los asuntos de la polis, de que les dejen en paz, una actitud más peligrosa que la polarización, pero ojo porque como señaló con razón Bernard Crick en su libro “En defensa de la política”, “la persona que desea que la dejen en paz y no tener que preocuparse de la política acaba siendo el aliado inconsciente de quienes consideran que la política es un espinoso obstáculo para sus sacrosantas intenciones de no dejar nada en paz”. Es de sobra conocido el consejo que Franco le dio a Sabino Alonso Fueyo, director del diario “Arriba”, cuando éste se mostró quejoso ante su excelencia: “Usted haga como yo, no se meta en política”, le dijo.
El fomento de la apatía política y el descompromiso, como os contaré en otro momento, es una recomendación documentada desde 1975 (Comisión Trilateral, “The Crisis of Democracy. Report on the Governability of Democracies”) para combatir lo que se dio en llamar el “exceso de democracia”.
“El precio de desentenderse de la política, es ser gobernado por los peores hombres”. Lo dijo Platón, otro griego sabio, hace muchos años.
Esta mañana he pasado junto al estanque del parque Cristina Enea y he visto nuestra sociedad reflejada en el agua: mucho pato y poco cisne. Y por si alguien se ha hecho una idea equivocada, yo estaba entre los patos. Es la mediocridad, idiotes.