Cuando la mala baba nos hunde en la miseria política; cuando las manipulaciones, mentiras y bulos, son el pan de cada día; cuando la discordia se hace rampante y el griterío resulta ensordecedor, “bajar el tono”, efectivamente, es importante, pero no suficiente. Debemos preguntarnos qué nos está pasando y buscar respuestas.
En estas, he leído un breve texto de Julián Marías*: “Cómo pudo ocurrir”, escrito en la primavera de 1980, cuando la democracia española era tan joven, reeditado en 2012 con el título La Guerra Civil ¿cómo pudo ocurrir?, cuyas reflexiones quiero compartir.
No es que crea que estemos al borde de una guerra civil, ni mucho menos, sería una absurda exageración, pero hay en este texto, de un tiempo que parece tan lejano, demasiadas actitudes reconocibles en nuestra realidad, no solo política.
Precisamente, con esta palabra se inicia el texto de Marías. Tenía veintidós años, “recién cumplidos”, cuando estalló la Guerra, y recuerda que su primer comentario cuando comprendió que se trataba de una guerra civil y no de un golpe de Estado, pronunciamiento o insurrección –es decir, de escasa duración en cualquiera de los casos– fue: “¡Señor, qué exageración!”
Al hablar de la discordia, que he mentado al comienzo, dice: “Entiendo por tal no la discrepancia, ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la voluntad de no convivir, la consideración del “otro” como inaceptable, intolerable, insoportable”.
Hace referencia a “una muy vaga “derecha” y “una porción considerable del país” que “habría negado sistemáticamente el pan y la sal [al gobierno], sin otra esperanza que su destrucción”, en una “incansable hostilidad”. “Cuanto peor, mejor”, fue la terrible consigna, tantas veces oída, que se acuñó por entonces, para explicar el progresivo envilecimiento, “la inhibición, temor y respeto a lo despreciable –clave de tantas conductas sucias en la historia”.
“A mi juicio –continua–, lo más peligroso fue el ingreso sucesivo de porciones del cuerpo social en lo que se podría llamar oposición automática. La función de la oposición ha solido entenderse en España de manera elemental y simplista; se ha creído que consiste en oponerse a todo, automáticamente. Cuando [la oposición] es constante, independiente de los méritos de su gestión o las propuestas, cuando ya se sabe que la otra fracción del cuerpo político va a decir desde luego “no” a todo, la oposición viene a ser maniática, apriorista y sin significación concreta; pasa a ser mera fricción, obstáculo y desgaste”.
Por otra parte, faltaba, en aquel tiempo, “entusiasmo, conciencia de una empresa activa, capaz de arrastrar como un viento a todos los españoles y unirlos a pesar de sus diferencias y rencillas. La falta de entusiasmo es el clima en que brota la desintegración; por eso, los que la desean y buscan, cultivan el “desencanto”, la “desilusión”, la “decepción”, el “desaliento” y esperan sus frutos, agrios primero, amargos después. ¿No estamos asistiendo al mismo intento, contra toda razón, desde 1976?”
Para Marías, hay varios factores que explican la descomposición del cuerpo social. “El primero, la politización, extendida progresivamente a estratos sociales muy amplios, es decir, la primacía de lo político, de manera que todos los demás aspectos quedaban oscurecidos: lo único que importaba saber de un hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de “derechas” o de “izquierdas”, y la reacción era automática. La política se adelantó desde el lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano, dominó el horizonte, eclipsó toda otra consideración”.
“Ello produjo una retracción de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por vía de simplificación: la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meros rótulos o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos, elementales, toscos. Se produjo una tendencia a la abstracción, a la deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada”.
“En una gran porción de España –sostiene–, se engendra un estado de ánimo que podríamos definir como horror ante la pérdida de la imagen habitual de España: ruptura de la unidad (que se entiende amenazada por regionalismos, nacionalismos y separatismos, sin distinción clara); pérdida de la condición de “país católico” –aunque el catolicismo de muchos que se horrorizaban fuese vacuo o deficiente–; perturbación violenta de los usos, incluso lingüísticos, del entramado que hace la vida familiar, inteligible, cómoda”.
“Yo añadiría todavía un factor más –continua–, que me parece decisivo para explicar la ruptura de la convivencia…: la pereza. Pereza, sobre todo, para pensar, para buscar soluciones inteligentes a los problemas; para imaginar a los demás, ponerse en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus temores… Era más fácil la magia, las soluciones verbales, que dispensan de pensar y actuar… En otras palabras, las vacaciones de la inteligencia y el esfuerzo”.
Todo aquello “fue consecuencia de una ingente frivolidad. Esta me parece la palabra decisiva. Los políticos españoles, apenas sin excepción, la mayor parte de las figuras representativas de la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban “intelectuales” (y desde luego de los periodistas), la mayoría de los económicamente poderosos (banqueros, empresarios, grandes propietarios), los dirigentes de sindicatos, se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían. La lectura de los periódicos, de algunas revistas “teóricas”, reducidas a mera política, de las sesiones de las Cortes, de pastorales y proclamas de huelga, escalofría por su falta de sentido de la realidad, por su incapacidad de tener en cuenta a los demás”.
Muchos españoles “quisieron: a) Dividir al país en dos bandos, b) Identificar al “otro” con el mal, c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz, d) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era necesario”.
Marías explica que “el proceso que se lleva a cabo entre los años 1934 y 1936 consiste en la escisión del cuerpo social mediante una tracción continuada, ejercida desde sus extremos… ¿Cómo se ejerció esa tracción? Mediante una forma de sofisma que consiste en la reiteración de algo que se da por supuesto. Cuando los medios de comunicación proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica ni se discute, y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no requiere prueba, que, por el contrario, se usa como base para discusiones, diferencias y hasta polémicas, los que reciben esa interpretación se encuentran desde el primer momento más allá de ella envueltos en análisis, procesos o disputas que precisamente implican su previa aceptación. Todas esas discusiones, que no se rehúyen, sino se fomentan, tienen justamente la misión de distraer de esa aceptación que se ha deslizado fraudulentamente y sin crítica, por un simple mecanismo de repetición y utilización como base de toda discusión ulterior. Los dos elementos (repetición y utilización) son esenciales; el primero produce una especie de ”anestesia” o de efecto “hipnótico”; el segundo “pone a prueba” la tesis que interesa, de una manera sumamente curiosa, que no es probarla, demostrarla o justificarla, sino hacerla funcionar. Se sobrentiende que su funcionamiento es prueba de su verdad. Si con esta idea como guía se hiciese un examen atento de lo que se dijo en España durante los dos años anteriores a la guerra civil por parte de los que habían de ser sus inspiradores y conductores, me atrevo a asegurar que se aclararía una enorme porción de aquel complicado proceso histórico. (Y si con el mismo método se echase una ojeada a la situación actual, probablemente se obtendría claridad suficiente para evitar en el futuro diversos males cuya amenaza es demasiado evidente).
Cuando los dichos y hechos despreciables empiezan a “pasarse”, a no condenarse con energía y a no ponérseles inmediato freno, se llega a un punto en que se admite “todo (incluía la infamia), con tal de que sea ‘de un lado’. Y agrega: “La consecuencia inevitable fue el envilecimiento. Nadie quería quedarse corto, ser menos que los demás en la adulación de los que mandaban o la execración de los adversarios”. “La mentira dominaba”. Por eso Marías advierte de “la necesidad de un pensamiento alerta, capaz de descubrir las manipulaciones, los sofismas, especialmente los que no consisten en un raciocinio falaz, sino en viciar todo raciocinio de antemano”.
“Llegó un momento –continua– en que una parte demasiado grande del pueblo español decidió no escuchar, con lo cual entró en el sonambulismo y marchó, indefenso o fanatizado, a su perdición”.
Para Marías, el verdadero origen de la Guerra no fue la situación objetiva de España, sino su interpretación, o el desajuste de dos interpretaciones que llegaron a excluir a las demás. Una interpretación que se mantuvo durante varios decenios más. Como ha quedado dicho, esto fue posible por algo que hoy, con las redes sociales, padecemos de manera más extrema: “una forma de sofisma consistente en la reiteración de las cosas que ni se justifica ni se discute, y se parte de ella una vez y otra como de algo obvio que no requiere prueba, la pereza se adueña del escenario y se inocula fácilmente a las personas sencillas, sin influencia en la vida colectiva, con un mínimo de responsabilidad, sujetos pasivos de todas las manipulaciones”. A la mayoría, por tanto, que asume ‘sin más’ las conclusiones simplistas con que se la aturde.
Esta reflexión resulta hoy, al menos, reconocible. Lo resume su hijo Javier sugiriendo que tal vez lo malo no sea nunca tanto lo que nos pasa, cuanto lo que nos hacen creer que nos pasa. Y quien no lo vea, debería mirárselo.
Tanto tiempo después, la España que moría, sigue viva y coleando; y la que bostezaba, bostezando.
Una vez más, si la historia no se repite, al menos rima; aunque sea una rima asonante.
*Doctor en Filosofía por la Universidad de Madrid, Julián Marías fue uno de los discípulos más destacados de José Ortega y Gasset, maestro y amigo con quien fundó en 1948 el Instituto de Humanidades en Madrid. Profesor en varias universidades de Estados Unidos, miembro de la Real Academia Española desde 1964 y senador por designación real entre 1977 y 1979, presidió la Fundación de Estudios Sociológicos (FUNDES) desde su creación en 1979 hasta que falleció. En 1996 se le concedió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, compartido con Indro Montanelli.