Si
hay algo que no me gusta, o que me disgusta, de la política, son los políticos
corruptos y los que toman a la gente por tonta de remate.
Conocidos
los resultados de las elecciones generales, casi todos los análisis que se han
hecho se han realizado a partir de los escaños obtenidos por las distintas
formaciones políticas, dando como resultado un descalabro considerable de la
derecha al sumar 147, muy por debajo de los 186 que consiguió el PP hace sólo
ocho años y de los 169 que ocuparon en el Congreso PP y Cs hace casi tres. Pero
el más riguroso es el que contempla el respaldo popular real que han obtenido
en las urnas.
La
derecha española se ha presentado dividida en tres formaciones políticas y,
efectivamente, la fragmentación penaliza. Pero si observamos el apoyo, en
votos, conseguido en su conjunto, la dimensión de ese descalabro es distinta y
podemos ponerla más en relación con que, en un momento de máxima excitación y
polarización política, no han conseguido superar ni los resultados de las
anteriores elecciones, dividida en dos, ni los de hace ocho años cuando lo hizo
sin divisiones, como se puede observar en el gráfico que abre esta entrada. Si
no descalabrada, sí se puede decir que está en fase menguante.
El
PP, como formación global de la derecha, obtuvo un respaldo de casi el 45% de
los electores en 2011; dividida en dos, alcanzó el 46% en 2016; y en tres, no
ha llegado al 43%. El recurso al insulto, la hipérbole, la sobreactuación y la
mentira grosera no ha colado y también penaliza.
Atentos
al análisis que sobre este declive harían los protagonistas, hemos visto que
Aznar, súbitamente desaparecido de la escena política, se ha asomado a la
palestra para reprender a esos electores que, víctimas de “una ignorancia
temeraria”, votan a cualquiera, sobre todo a quien no deben. Pero no sólo se
han llevado la bronca los antiguos votantes del PP que han votado mal. Algunos
analistas de su entorno han afeado la conducta de aquellos que, antes
desmotivados, han acudido a la llamada de las urnas para votar al PSOE, porque
Pedro Sánchez les ha metido el miedo en el cuerpo y como la gente es asustadiza
y vota irreflexivamente, pasa lo que pasa.
Seguramente,
habrán hecho un análisis más serio y riguroso que todo esto. No se explicaría
de otro modo la súbita fiebre centrista y la drástica moderación en las formas.
Pero, quizá, la lección más importante que deberían haber aprendido de este
resultado es que la gente no es tonta.
Sí,
algo huele a podrido en España, remedo de la célebre sentencia hamletiana,
aunque, como es sabido, Shakespeare localizaba el olor en Dinamarca.
Recientemente
ha sido recuperada para hacer referencia al éxito del partido de extrema
derecha Dansk Folkeparti, el nacionalista, populista, xenófobo y euroescéptico
Partido Popular Danés, convertido en la segunda fuerza política y primera de la
derecha del país nórdico.
Los
estudiosos del ascenso de la extrema derecha en Europa y en el mundo han
explicado la ausencia en España de una organización de esta tendencia política
argumentando que tras cuarenta años de dictadura España estaba vacunada. Pero,
como hemos visto, estaban equivocados. La ultraderecha, lo que se dio en llamar
el franquismo sociológico, estaba oculto, agazapado, dentro del Partido Popular.
Por
fin ha decidido emanciparse y mejor así, porque es preferible saber a qué
jugamos, con quién jugamos y qué nos jugamos; porque hasta ahora ha servido
para engordar artificialmente al Partido Popular y porque el olor a rancio ha sacado
del sopor a unos cuantos.
Luis Garicano, candidato de Ciudadanos al Parlamento Europeo, se preguntaba si España quería ser Dinamarca o Venezuela y la respuesta se la han dado los electores. Fragmentación parlamentaria, bloques ideológicos heterogéneos, socialdemócratas como primer partido y la extrema derecha en el Parlamento. Ya nos parecemos más a Dinamarca, aunque sólo sea en eso, porque algo huele a podrido en España.
Todas las miradas se
dirigían a la parte superior de la catedral y era algo extraordinario lo que
estaban viendo: en la parte más elevada de la última galería, por encima del
rosetón central, había una gran llama que subía entre los campanarios con turbillones
de chispas, una gran llama revuelta y furiosa, de la que el viento arrancaba a
veces una lengua en medio de una gran humareda. Así describía Victor Hugo cómo un incendio
devoraba la catedral en Notre-Dame de Paris.
Las imágenes que hemos visto hace quince días de la catedral en llamas han sido desde luego impactantes, pero cualquier polémica relacionada con el incendio se ha visto superada por la ola de generosidad que se ha levantado para su reconstrucción. Sin embargo, la lluvia de donaciones multimillonarias de las familias y empresas más poderosas ha provocado una controversia importante sobre las prioridades de los recursos y la falta de esa generosidad con otras causas nobles.
Hace
unos días, por ejemplo, leía un tweet
de una mujer que, sorprendida por tal despliegue, se lamentaba de no ver una
reacción semejante contra el hambre en el mundo. ¡Ay, ama!
– Pero… dónde si no iban a rezar por los hambrientos–, fue mi reacción inmediata.
Volviendo
a la obra del escritor incansable que fatigaba las plumas y vaciaba los tinteros,
el ensayista Ollivier Pourriol ha lanzado el siguiente mensaje en las redes
sociales: “Victor Hugo da las gracias a los generosos donantes dispuestos a
salvar Notre-Dame de París y les
propone hacer lo mismo con Los miserables”.
El
partido de octavos de la Champions que han jugado el Real Madrid y el Ajax nos
ha brindado la oportunidad de recordar a un carismático jugador del equipo
holandés.
Su
historia nos lleva a Hooghalen, una ciudad del norte de Holanda, cerca de la
frontera con Alemania, donde estaba instalado el campo de tránsito de
Westerbork, desde el que fueron deportadas miles de personas en trenes que
partían hacia los campos de concentración de Auschwitz, Sobibor, Theresienstadt
y Bergen-Belsen.
A
uno de aquellos vagones tuvo que subirse, junto a su familia, Edward Hamel a
finales de 1942. De nada le sirvió su ciudadanía estadounidense, ni sus ocho
goles marcados en los 125 partidos que había jugado con la camiseta del Ajax.
Había
aprendido a jugar a fútbol en las calles de Nueva York, donde nació, y cuando
su familia emigró a Holanda, siendo todavía un adolescente, se sumó a las filas
del Ajax. Jugando como extremo derecho, se convirtió en una pieza clave del
equipo de Amsterdam desde 1922 hasta 1930.
Pero
cuando los nazis invadieron Holanda, el popular jugador y su familia fueron
detenidos y Hamel pasó los cuatro últimos meses de su vida haciendo trabajos
forzados en Auschwitz-Birkenau.
Sus
últimos momentos los narra su compañero de camarote Leon Greenman en el documental
Auschwitz: The Forgotten Evidence:
“Nuestras
condiciones nos estaban convirtiendo en diferentes personas, pero no a todos.
Algunos consiguieron ser siempre, a pesar del horror que nos rodeaba, unos
caballeros. Eddy Hamel era uno de ellos. Llevábamos dos o tres meses en
Birkenau, cuando supimos que llegó el día de la Gran Selección. Fue un día
entero de revisiones, de inspecciones de nuestros cuerpos. Nos obligaron a
desnudarnos y hacer filas según el orden alfabético de nuestros apellidos. Eddy
estaba justo detrás de mí, porque el suyo comenzaba con “H” y el mío con “G”.
“Tengo un flemón. ¿Qué me va a pasar?”, me preguntó. Le miré y noté que tenía
una zona de la cara hinchada. Entonces nos obligaron a pasar por delante de dos
escritorios. En cada mesa había un oficial de las SS. Si eras apto te mandaban
a la derecha, de lo contrario ibas a la fila de la izquierda. Con un gesto
feroz, a mí me mandaron a la derecha. A Eddy, que venía detrás, le enviaron a
la izquierda.” Era el camino de la cámara de gas. Era el 30 de abril de 1943.
De
nuevo el fútbol nos da pie para hablar de lo importante. Cuando vuelven a verse
las cruces gamadas en Europa, marcadas “sin complejos”, cualquier oportunidad
es buena para recordar el Holocausto, para refrescar la memoria.
Yo
soy yo y mi circunstancia, decía Ortega y Gasset, y cuanta razón tenía. Cuando
el filósofo acuñó esta frase en su libro Meditaciones
del Quijote, añadió: “… y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. En este
trance se debaten los dirigentes de VOX Santiago Abascal, presidente del
partido, y Javier Ortega Smith, su secretario general.
Como
un Gary Cooper, solo ante el peligro, Abascal todavía camina armado con una
Smith & Wesson y, en tierras andaluzas, ha anunciado el comienzo de la
Reconquista con un vídeo en el que aparece cabalgando, como un caudillo, con
gesto aguerrido, comandando una partida de jinetes en formación, como se
presentaba Gerónimo, el mítico guerrero apache chiricahua, ante el ejército de
Estados Unidos, aunque esta vez con la banda sonora de El Señor de los Anillos, dispuesto a limpiar la Tierra Media de las
hordas de uruk-hai.
Hijo
de un líder de Alianza Popular en el País Vasco y nieto de un alcalde
franquista de Amurrio, otra circunstancia, quizá definitiva, hizo que fuera a
nacer un 14 de abril, ¡en el 45 aniversario de la proclamación de la Segunda
República!, un escarmiento al que ha tratado de poner remedio renegando de
ella. De ahí su empeño en dejar la Memoria Histórica en las cunetas, derogando
la Ley y responsabilizando al PSOE del colapso de la República. A los “ateos
que resucitan su espíritu más agresivo y quemaconventos” les recuerda que son “la
voz de aquellos que tuvieron padres en el bando nacional y se resisten a tener
que hacer una condena de lo que hicieron sus familias” y, además, la goza
viendo a la izquierda intentando recuperar los sacos terreros del ¡no pasarán!
Su lugarteniente, Javier Ortega Smith, secretario
general del partido, abogado, ex boina verde y karateka, ha liderado el proceso
de negociación que VOX y el PP han mantenido a propósito del cambio de guardia
en Andalucía. Pero hasta ahora, ha sido más conocido por otro tipo de “hazañas”
que le han llevado a ser reconocido como el Rambo de VOX. Por el
origen de su madre, tiene doble nacionalidad, española y argentina; “por eso –reconoce–,
me duele lo de los ingleses, porque como español, me han robado Gibraltar, y
como argentino, las Malvinas”. Marcado por esta circunstancia, que arrastra
como una pesada carga, lleva otra, quizá definitoria, en el apellido Smith, de
inequívoco linaje anglosajón.
Por
eso su gesta más memorable es la que él mismo bautizó como Operación Tarzán,
una incursión en Gibraltar para desplegar en el Peñón una bandera española de
35 kilos de peso y 168 metros cuadrados. Como sobre su cabeza pendía una orden
de búsqueda y captura de la justicia británica por un presunto delito de
piratería marítima y usurpación de aguas territoriales, decidió emular a Johnny
Weissmüller y una fría mañana se lanzó al agua en la playa de Levante de La
Línea de la Concepción para alcanzar el objetivo a nado. Volvió batiendo records,
con la satisfacción propia de la misión cumplida con éxito y la pena por haber
dejado en la Roca la bandera que tantos momentos de gloria le había
proporcionado, sobre todo en Cataluña y en Euskadi, donde consiguió que ondeara
en la cruz del Gorbea.
En
la avenida de Kansas City de Sevilla, muy cerca del hotel en el que VOX instaló
su cuartel general para seguir la jornada electoral de las elecciones
andaluzas, hay una estatua ecuestre que los estadounidenses donaron a la ciudad
tras la Expo del 92. Es un indio montado a caballo que, con la mano derecha en
la frente, otea el horizonte. Mientras los dirigentes de VOX salvan su
circunstancia y construyen su personaje, muchos nos hemos quedado como el indio
de Kansas City… oteando el horizonte.
Hace algo más de doscientos años, unos revolucionarios, a ambos lados del Atlántico, proclamaron los principios sobre los que asentar una nueva sociedad. En las excolonias británicas, los americanos añadieron a la Libertad, la Búsqueda de la Felicidad (The Pursuit of Happiness) y, poco después, los franceses, la Igualdad y la Fraternidad (Liberté, Egalité et Fraternité), que resultaron trascendentales para transformar la historia de la humanidad. El paso del tiempo ha ido deteriorando aquellos pilares, hasta tal punto que si el triunfo de la libertad es, cuando menos, discutible, y todavía seguimos buscando la felicidad, para hablar hoy de fraternidad e igualdad hace falta un punto de ingenuidad.
Nuestra
realidad se sustenta en otras dades más copiosas y mundanas. La transversalidad, por ejemplo, que está
de rabiosa actualidad, un concepto que todo lo difumina, cuando no lo
emborrona, que acaba con todas las categorías que ayudaban a situarnos, junto a
la que aparecen otras dos, no menos relevantes, la globalidad y la identidad,
una dualidad que suele presentarse como complementaria y contrapuesta, a partir
de una identidad personal o colectiva; como he leído hace un rato, de
la identidad como mismidad a la identidad como diversidad, de la identidad como
proyecto de vida para la globalidad o de la transversalidad que se ofrece como
una nueva definición de la identidad en condiciones de pluralidad sin unidad. ¡Buah,
qué barbaridad!
Concretan
más quienes demandan austeridad y flexibilidad, laboral claro. Más
interesados en la productividad, la rentabilidad y la competitividad, en la gobernabilidad
y la estabilidad, económica claro; frente a quienes denuncian la precariedad
y la desigualdad, la temporalidad y la inseguridad y hasta la marginalidad.
Porque en el contraste de realidades, el lenguaje nos delata.
Hay otras muchas dades que
conforman nuestro tiempo: la volatilidad
y la virtualidad, la ansiedad y la soledad, la celeridad,
la sostenibilidad, la paridad, la visibilidad y la invisibilidad,
incluso la sororidad, la movilidad, la discapacidad, la conectividad,
la mediocridad, la posmodernidad y la posverdad.
Contemplando
las estrellas desde la amura de babor, pienso en todo esto y no sólo hecho de menos
aquellas dades revolucionarias, sino también otras muchas como la solidaridad y la generosidad, la dignidad,
la honestidad y la integridad, la humildad, la lealtad, la
fidelidad y la hospitalidad, entre otras muchas, porque un mundo mejor es posible,
¿verdad? Aunque igual hace falta
también ese punto de ingenuidad para creerlo.
Tras
un devastador terremoto, en un país latinoamericano, el juez de la provincia se
presentó en la cárcel y encontró a los presos que habían sobrevivido al
desastre, agrupados en el patio de la prisión. “¿Qué hacemos, señor juez?”, le
preguntaron, todavía con el rostro blanco por el pánico y el polvo. “¡Váyanse a
la mierda!”, les respondió, a sabiendas de que un concepto rígido de la
justicia era inaplicable en aquella situación.
¿Es
la justicia un valor absoluto cuya aplicación debe prevalecer en cualquier
circunstancia o debe contemplar aquellas que pueden convertirla en un valor
relativo?
Desde
una posición axiológica objetivista se afirma que los valores son
independientes del ser humano y que su contenido no se puede manejar
arbitrariamente sino que se impone, es trascendente y absoluto. Por el
contrario, desde una posición subjetivista, se sostiene que los valores son
creados por la sociedad, tienen un origen social decía Durkheim, de tal modo
que no existen valores absolutos, sino que dependen del ser humano y sus
circunstancias.
Sorprende
y, cuando no sorprende, conmueve, a mí por lo menos, la rigidez con la que afronta
la justicia española la situación de presos en circunstancias extremas, como la
de quienes padecen enfermedades graves e incurables. La más reciente es la del
exministro y expresidente de la Comunidad Valenciana, Eduardo Zaplana, enfermo
de leucemia, a quien la magistrada Isabel Rodríguez ha denegado en varias
ocasiones la libertad provisional; pero también las de
los presos etarras, incluso en situaciones irreversibles y terminales; o las de los
cientos de presos anónimos, utilizados como coartada de agravio comparativo,
que en parecidas circunstancias están abocados a una muerte anónima e inhumana
en la cárcel.
Más, cuando la propia ley las contempla. En el primer caso, el artículo 508 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, establece que “El Juez o Tribunal podrá acordar que la medida de prisión provisional del investigado o encausado se verifique en su domicilio, con las medidas de vigilancia que resulten necesarias, cuando por razón de enfermedad el internamiento entrañe grave peligro para su salud”. Para el resto, el artículo 80.4 del Código Penal dispone que “Los jueces y tribunales podrán otorgar la suspensión de cualquier pena impuesta sin sujeción a requisito alguno, en el caso de que el penado esté aquejado de una enfermedad muy grave con padecimientos incurables”.
Si no fuera porque, tras la polémica excarcelación
de Josu Uribetxeberria Bolinaga, preso etarra al que se concedió la libertad
por ser enfermo terminal de cáncer y que falleció dos años y medio después, en
un alarde de revanchismo, confundiendo justicia con venganza, el PP dispuso la
Instrucción 3/2017 de Instituciones Penitenciarias, «para
limitar la excarcelación de los presos gravemente enfermos», medida, aún
en vigor, que establece que los presos sólo podrán ser excarcelados si su
fallecimiento se prevé “con razonable certeza a muy corto plazo”. Hoy el PP
alega razones humanitarias para excarcelar al exministro y expresidente de la
Comunidad Valenciana. Pues sí, para
Zaplana, para los etarras y para los cientos de presos anónimos que esperan la
muerte en la cárcel.
Como cuando aquel juez mandó a los presos a la mierda, hay circunstancias en las que la humanidad es un valor superior al de la justicia.
Al final España votó sí al acuerdo sobre el “Brexit”, al conseguir un “triple blindaje histórico” sobre Gibraltar, según ha asegurado Pedro Sánchez. Pero, como es sabido, nunca llueve a gusto de todos. Para Pablo Casado, sin embargo, “es una humillación histórica”; Albert Rivera dice que “si hay que dar la sangre por algo, que sea por Gibraltar”; y Santiago Abascal se desgañita ante la roca gritando ¡Gibraltar español! y pidiendo combatir a los “piratas ingleses”. Al otro lado, los euroescépticos británicos lo han presentado como una rendición: The Guardian ha titulado: “May cede sobre Gibraltar” y el Daily Mail: “Theresa May se rinde”. En el medio, la ministra de Gibraltar, Samantha Sacramento, ha llegado más lejos: “Gibraltar no se rendirá. No seremos avasallados, ni entonces, ni ahora”, ha proclamado.
Hace
ya año y medio, lord Michael Howard, ex líder del Partido Conservador, afirmó
al ser entrevistado en la cadena Sky News sobre este belicoso asunto, que
Londres iría a la guerra para defender la soberanía británica de Gibraltar,
asegurando que la primera ministra, Theresa May, actuaría igual que hizo
Margaret Thatcher con las Malvinas, declarando la guerra: “Hace ahora 35 años,
otra mujer y primera ministra, envió a cruzar el mundo a sus Fuerzas Armadas para
defender la libertad de otro grupo de ciudadanos británicos contra otro país de
habla hispana… Estoy absolutamente convencido de que nuestra ‘premier’ mostrará
la misma resolución.”
Tanto
corazón henchido de amor patrio, tanto ardor guerrero, me ha movido a rescatar una
carta que guardaba en mi camarote, en la que el oficial británico Pérez-Reverte
narra a su querida Daisy cómo habían ido las cosas tras un nuevo episodio de la
defensa de Gibraltar. Después de relatar las emociones del momento, cuando la
flota zarpaba al alba, y los pormenores de la navegación, entra en harina
diciendo: “Debo confesar que mis camaradas de armas y yo, empezamos a
mosquearnos cuando, al llegar a las aguas territoriales españolas, nos salió su
flota al encuentro. Una fragata de segunda mano que se mantuvo a distancia, sin
disparar un cañonazo, ni nada.”
“Así,
llegamos a la zona de desembarco, que era una playa cercana a Gibraltar. Allá
fuimos, arma en ristre, dispuestos a dar la vida por Gran Bretaña, y en vez de
encontrarnos con el enemigo, nos encontramos a dos guardias civiles mirando de
lejos, tomándose una cerveza en un chiringuito de la playa, y a toda la colonia
inglesa en España, o sea, unos setecientos mil fresadores de Manchester jubilados,
amontonados allí para recibirnos, agitando banderas británicas y borrachos
hasta las patas, ofreciéndonos vasos de sangría y taquitos de jamón y queso.
(…) Las playas y los hoteles cercanos estaban petados de turistas y hooligans
vomitando cerveza y bailando música discotequera, haciendo calvos y tirándose
por los balcones a las piscinas”.
“Así que, mi amor, lamento comunicarte que fuimos a la guerra pero no encontramos contra quién. La Legión, que es lo mejor que tienen, estaba en Málaga a las órdenes de un tal Antonio Banderas, sacando a no sé qué Cristo en procesión. Y el resto estaba apagando incendios forestales o en misiones humanitarias. Así que me acerqué a los guardias civiles del chiringuito, más que nada por cubrir el expediente bélico. Y cuando les dije: “Vengo a invadir”, el más viejo, un cabo, me miró con guasa y replicó: “Pues tú mismo, compadre”, y me ofreció un botellín fresquito. Y las cosas como son, my darling. Era una cerveza cojonuda.”
Por
eso seguramente, para evitar tanto alboroto y el posible encuentro con una
fragata de segunda mano, la reportera de ABC News, Julia Macfarlane, ha
sugerido a sus compatriotas, con ese fino toque de humor británico, que “si
vamos a la guerra contra los españoles, deberíamos hacerlo por la tarde, cuando
se estén echando la siesta”.
Dicen que Moisés ha vuelto para dividir las aguas del
río revuelto: a la derecha han quedado quienes entienden el lenguaje inclusivo
como una moda superflua, estridente e inconsistente; a la izquierda, los que miran con recelo a los que se
niegan a crear una realidad más igualitaria a través del lenguaje. Y uno, que
hasta ahora se tenía por un “progre”, adscrito a la causa feminista de palabra
y obra, ha quedado encuadrado en la derecha. Así que estoy hecho un lío. Pero mi
perplejidad en este asunto, como la de muchos que hoy se han apuntado al canon
de lo políticamente correcto, viene de lejos.
Mi primo suizo Lorenzo, que tiene un conocimiento rudimentario del castellano, me decía este verano, en la terraza del Lío, que no entendía por qué un nombre de mujer, como el de mi cuñada Olvido, acababa en “o”. Algo parecido les debió ocurrir a Bibiana Aído y a Irene Montero cuando se vieron impelidas a hablar de “miembras” y “portavozas”. Ya, ya, se me dirá que se trata de casos extremos, pero hay mucha gente que anda a la caza obsesiva de vocablos “sospechosos” de dominación masculina, incluso de epicenos, los que no marcan género, para meterles la “a”. Un empeño absurdo, a mi juicio. A nadie se le ocurriría convertir “lameculos” en “lameculas”, por ejemplo, que también las habrá, ni haciendo referencia a varones, utilizar el mismo criterio lógico, para hablar de “poetos”, “atletos”, “periodistos”, “artistos”, ”horteros”, “pediatros” o “logopedos”. En fin, algo tan disparatado que terminará racionalizándose.
Lo que peor llevo son esas cansinas duplicaciones con
los plurales, lo que llaman dobletes o desdoblamientos léxicos: los ciudadanos
y las ciudadanas, los vascos y las vascas, los trabajadores y las trabajadoras,
todos y todas, y así hasta el infinito y más allá. Hace ya casi quince años, el
Gobierno vasco, pionero en tantas cosas, puso negro sobre blanco un ejemplar
episodio de esta lucha contra el sexismo lingüístico, cuando el Boletín Oficial
del País Vasco hacía público: “Se hace saber a todos los ciudadanos y
ciudadanas de Euskadi que el Parlamento Vasco ha aprobado la siguiente Ley: Ley
9/2004, de 24 de noviembre, de la Comisión Jurídica Asesora de Euskadi”. Un
texto trufado de duplicaciones que de manera exhaustiva se refiere a las
titulares o los titulares, las vocales o los vocales, el presidente o la
presidenta, el secretario o la secretaria, los ponentes y las ponentes, las
miembros y los miembros –menos mal que todavía no se había inventado lo de las
miembras–, ambos o ambas, alguno o alguna, él o ella, en el que se puede leer:
“La comisión tiene un secretario o secretaria que se nombra por el presidente o
presidenta (…) entre funcionarios y funcionarias de carrera.” En “ausencia prolongada de uno de los vocales o una de
las vocales (…) se procederá al nombramiento de un suplente o una suplente”
(…). “La formalización del nombramiento y cese del suplente o la suplente se
realizará conforme a lo previsto” (…). “El tiempo que dure la suplencia se
imputará al período de mandato de la vocal o el vocal suplido”. “El pleno está
integrado por el presidente o presidenta, el vicepresidente o vicepresidenta y
los vocales o las vocales.” Probablemente, otro caso extremo también. Pero, al
margen de lo que puedan decir los teóricos de la retórica, desde luego
infumable. A mi juicio, un auténtico dislate. No creo que lleguemos a ver esta
manera de redactar en una obra literaria.
María del Carmen Horno Chéliz en Bondades, peligros y redundancias del lenguaje inclusivo, advierte del peligro de doblar constantemente el masculino y el femenino porque el doblete puede convertirse en “un arma de doble filo” teniendo como consecuencia nefasta que un uso genérico, finalmente, “no nos incluya”. Es lo que ha ocurrido en una empresa oleícola de Córdoba. Aunque pueda parecer surrealista, el 6 de junio nos desayunábamos con la noticia de que la empresa Aceites y Energía Santamaría, S.L. de Lucena, había decidido no pagar los atrasos de los últimos diecisiete meses a las tres mujeres de su plantilla, porque en el convenio colectivo el incremento salarial sólo se había establecido para “los trabajadores”, no para “las trabajadoras”. Sí, sí, otro caso extremo.
Además de engorroso,
cuando se fuerza y se lleva a tal punto, el lenguaje inclusivo encierra un
peligro aún mayor, el de extender una ficción, la imagen de una sociedad que
todavía no existe, la apariencia de una realidad más justa y equitativa, porque
invisibiliza otra que todavía menosprecia y maltrata a las mujeres. Todavía, la
brecha salarial entre hombres y mujeres es del 14,3% en Euskadi, si se toma
como referencia el indicador europeo de ganancia por hora normal de trabajo,
pero la desigualdad es mayor si se compara la ganancia media anual que es de un
24,4%, brecha que se ha agrandado 2,3 puntos desde 2009, según datos de la
Encuesta de Costes Laborales del INE; y la crueldad de la violencia machista, llamada “de género”, es el pan
nuestro de cada día. Este año se han añadido
otras 47 mujeres a la estadística de víctimas mortales de la Delegación del
Gobierno para la Violencia de Género, que sólo cuenta las asesinadas por sus
parejas o exparejas, y ya son 975 en quince años, desde que se empezaron a
contar en 2003, más que las atribuidas a ETA en 43 y muchísimas más que las 62
del conflicto armado en Eslovenia, que estos días alarma a la opinión pública
española.
Sin embargo, María
Silvestre, constituida en ariete de los que han quedado a la izquierda, porfía
en el empeño de forzar el lenguaje como instrumento para cambiar la sociedad.
“Si algo construye realidad con fuerza es el lenguaje”, asegura. Yo estoy más con Rosa
Montero cuando dice que “todos los idiomas buscan intuitivamente la elegancia
de la concisión y la precisión, y esta repetición insufrible resulta agotadora”. “La
lengua –continúa–, es como la piel de una
sociedad, de manera que, si la sociedad cambia, la lengua también cambia. Es un
tejido vivo que no puedes transformar por decreto, sino que tiene que ir
mutando a medida que el cuerpo social cambia”. Así ha ocurrido siempre. Y
mientras nos enredamos en debates léxicos y hasta filosóficos, la vida sigue… y
la muerte también.
Pues sí, señoras y
señores, expresión que por cierto ha caído en desuso en tiempos de lenguaje
inclusivo, estoy hecho un lío. Yo, que me creía tan progresista… ¡a la derecha
del río!
Aznar ha vuelto y Felipe González todavía no se ha ido. Oráculo de pana de la retroizquierda monárquica, el uno; celoso guardián de las esencias patrias e inspirador de la neoultraderecha, el otro. Uno como ventrílocuo, el otro como titiritero que no ha dejado de mover los hilos, ambos siguen como jarrones chinos en la política española.
Diversas versiones y una cierta polémica sobre su autoría, no restan un ápice de acierto a una expresión que el propio Felipe González ha terminado haciendo suya: “los expresidentes somos grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños. Se supone que tenemos algún valor, por lo que nadie quiere tirarnos a la basura, pero estorbamos en todos los sitios”.
Pues eso. Ya va siendo hora de retirarlos. El uno por el otro, la casa sin barrer. Por favor. Todavía hay sitio en el trastero y la puerta está abierta.