Dramáticas desigualdades

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Cuando en abril de 2015, la forense italiana Cristina Cattaneo y su equipo trataban de poner nombre a los cientos de inmigrantes ahogados en el canal de Sicilia, se encontraron con el cuerpecito desmedrado de un niño de catorce años, vestido con chaqueta, chaleco, camisa y vaqueros. Al levantarlo, advirtieron que llevaba algo pesado y duro cuidadosamente cosido en la chaqueta. Eran sus boletines de notas escolares. Todos con magníficas calificaciones. Al emprender su viaje de más de tres mil kilómetros hacia la Tierra Prometida, el niño de Malí sólo llevó consigo la prueba de su esfuerzo y su rendimiento escolar, quizá para demostrar que era un chico bueno y aplicado, quizá pensando que aquellos boletines valían más que un pasaporte.

Hace unos días, se ha presentado el Informe sobre Desarrollo Humano 2019, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Desde el principio, sus autores, advierten que hay un hilo conductor en la mayoría de los problemas que nos afectan: la profunda y creciente frustración que generan las desigualdades que, en el ámbito del desarrollo, pueden tener consecuencias dramáticas.

Piénsese –dicen–, en dos niños nacidos el año 2000, uno en un país con desarrollo humano muy alto y el otro en un país con desarrollo humano bajo. Hoy en día, el primero tiene una probabilidad superior al 50% de estar matriculado en la educación superior: en los países con desarrollo humano muy alto, más de la mitad de los jóvenes de veinte años se encuentran cursando estudios superiores. Por el contrario, el segundo, el nacido en un país con desarrollo humano bajo, tiene una probabilidad muy inferior de estar siquiera vivo: alrededor del 17% de los niños nacidos en países con desarrollo humano bajo en 2000, habrán muerto antes de cumplir los veinte años, frente a tan solo el 1% de los nacidos en países con desarrollo humano muy alto. También es poco probable que el segundo muchacho esté realizando estudios superiores: tan solo el 3% de los jóvenes de esta generación lo logra en los países con desarrollo humano bajo.

Es cierto que los números son fríos, pero igual cosidos a la chaqueta del niño de Malí arden en nuestras conciencias. Que por lo menos, nos den que pensar.

GroKo

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Si la formación de gobierno ya era difícil tras los resultados del 28 de abril, con la repetición de las elecciones se ha complicado aún más. PSOE y Unidas Podemos han perdido apoyos, el PP no ha conseguido los suficientes, Ciudadanos se ha estrellado y los xenófobos y reaccionarios han conseguido duplicar, con holgura, su presencia en el Congreso, convirtiendo a Vox en la tercera fuerza del Parlamento, segunda en cinco provincias y primera en dos, logrando, además, el sorpasso al PP en nueve.

De una manera más o menos explícita, son muchos los que reclaman una Gran Coalición PSOE-PP. Desde González y Rajoy, hasta Alfonso Guerra y Aznar, pasando por Núñez Feijoo, Rodríguez Ibarra, Cayetana Álvarez de Toledo y Alfonso Alonso, entre otros. Pedro J. Ramírez, director ahora de El Español, ha pedido incluso la convocatoria de una gran marcha desde Ferraz, la sede del PSOE, hasta Génova, la del PP, para pedir su formación. Hasta Santiago Abascal y la Conferencia Episcopal se han apuntado al festival. Pero, si así fuera, ¿se han preguntado quién quedaría como líder de la oposición?

Las organizaciones empresariales también se han pronunciado a favor. Uno de los más claros ha sido el presidente del Círculo de Empresarios, John de Zulueta, quien ha señalado que “en la actual situación sólo un pacto entre el PSOE y el PP podría garantizar la necesaria estabilidad. Cualquier otra opción, nos aboca a un gobierno inestable que no duraría cuatro años”, y por si cabía alguna duda, ha añadido que un Ejecutivo “con Unidas Podemos y Más País, no aplicaría la estrategia económica precisa para promover el crecimiento y afrontar los grandes desafíos que tenemos por delante”. El presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, no ha sido tan explícito, pero ha apelado a la máxima responsabilidad y visión transversal de los partidos políticos llamados a gobernar, haciendo referencia a la experiencia “transversal” de Alemania.

Efectivamente, en la actual situación española, la experiencia alemana puede ser de utilidad. Allí, la fragmentación del sistema de partidos también ha dificultado la formación de gobiernos, sobre todo, porque las combinaciones que precisan la participación de los ultraderechistas de la Alternativa para Alemania (AfD), una organización similar a Vox, son descartadas de plano, por todo el arco parlamentario, tanto en el Estado federal como en los estados federados.  

Las elecciones generales de 2013 las ganó la Unión Demócrata Cristiana (CDU) de Angela Merkel, con un 34,1% de los votos, quedando en segundo lugar el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), con el 25,7%. Ninguno de los dos fue capaz de formar gobierno y terminaron recurriendo a la fórmula “transversal” que sugiere Garamendi, la Gran Coalición o GroKo, como la llaman ellos, acrónimo de Grosse Koalition. La recién nacida AfD sólo consiguió el apoyo del 4,7% de los alemanes. Cuatro años después, en las elecciones generales de 2017, con una pérdida de votos del 8,5% y del 5,2% respectivamente, los democratacristianos de la CDU y los socialdemócratas del SPD cosecharon sus peores resultados desde la creación de la República Federal de Alemania en 1949. Sin embargo, los xenófobos y reaccionarios de la Alternativa para Alemania (AfD), entraban por primera vez, desde entonces, en el Bundestag, con el 12,6% de los votos y 94 escaños, triplicando los resultados de 2013 y convirtiéndose en la tercera fuerza política alemana.

El socialdemócrata Martin Schulz señaló la necesidad de revivir la confrontación política entre la “izquierda democrática” y la “derecha democrática”, o lo que es lo mismo, una dinámica de oposición al gobierno que estaba olvidada. Pero Merkel fracasó en su intento de acuerdo con liberales y verdes, quedando sólo dos escenarios posibles: la repetición electoral o una nueva Gran Coalición, porque en Alemania nadie cuenta con la ultraderecha. Así que la GroKo volvió al gobierno y la AfD, una organización de extrema derecha, xenófoba y reaccionaria, lidera la oposición y, desde entonces, no ha dejado de crecer. Ha conseguido representación en todos los estados federados de Alemania. En las elecciones al Parlamento Europeo de mayo, obtuvo 11 eurodiputados. En septiembre, se convirtió en la segunda fuerza política en los comicios de Sajonia y Brandeburgo. Con un 27,5% de los votos en Sajonia, la AfD obtuvo el mejor resultado electoral de su breve historia. Y, en octubre, también consiguió el segundo puesto en las elecciones del estado federado de Turingia, duplicando los resultados de 2014 y desbancando a la CDU y al SPD.

La experiencia “transversal” alemana nos enseña que, con la Gran Coalición de conservadores y socialdemócratas en el gobierno, la extrema derecha lidera la oposición y no deja de crecer. Esa es la Alternativa para Alemania. ¿Cuál sería la española? ¿Dejar, también, la oposición en manos de la ultraderecha?

Nota: los resultados electorales se han obtenido de la base de datos ParlGov

Dos Españas

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Desmontado el mito de la Tercera España, aquella que se declaró neutral porque los dos bandos eran igual de malos; aquella España equidistante, en cuya supuesta inhibición se encontraría el germen de la España de hoy, los resultados electorales no hacen sino confirmar, de manera tozuda, que las dos Españas siguen siendo una realidad.

Ya lo vimos al comienzo de la Transición Democrática, cuando en las primeras elecciones de 1977, UCD+AP consiguieron el apoyo de 7.815.162 españoles (42,65%); y la suma de PSOE+PCE+PSP, recibió el de 7.898.338 (43,10%), con una escasa diferencia entre bloques de 0,45 décimas. En las siguientes, las de 1979, el resultado reflejó una coyuntura muy similar: UCD+CD, 7.328.923 (40,74%); PSOE+PCE, 7.408.300 (41,18%) y una diferencia de 0,44 décimas.

Luego, PSOE y PP se convirtieron en partidos hegemónicos que se disputaron las mayorías absolutas alternándose en el poder y ocultando bajo su manto corrientes subterráneas que han vuelto a aparecer en el nuevo ciclo abierto en 2015. Con la creación de Ciudadanos, Podemos y VOX, el fin del bipartidismo nos ha devuelto a aquella dinámica. En las elecciones celebradas en 2015, PP+Cs obtuvieron 10.716.293 votos (42,65%) y PSOE+Podemos, 10.720.242 (42,67%); una diferencia, casi insignificante, de 0,02 centésimas. En las celebradas este año, se ha mantenido el equilibrio: el 28 de abril, PP+Cs+VOX, consiguieron 11.217.410 votos (42,81%) y PSOE+Podemos, 11.264.287 (42,99%), con una diferencia de 0,18 décimas; y el 10 de noviembre, PP+Cs+VOX, 10.297.472 votos (42,70%) y PSOE+Podemos+Más País, 10.351.926 (42,92%), y 0,22 décimas de diferencia.

Ya casi nadie es capaz de hacer un análisis completo y riguroso de la situación política tras unas elecciones, sin sumar los resultados de cada bloque. Por eso, ante las dificultades que esta circunstancia genera, la palabra del año es desbloquear.

Además, otros dos mitos que se han caído son el de la transversalidad y el del fin del eje izquierda-derecha. Los partidos son vasos comunicantes, por lo que el crecimiento de uno es siempre a costa de los resultados de otros partidos de su bloque ideológico, de izquierda o de derecha.

No se trata, por lo tanto, de una interpretación maniquea, sino de una constatación empírica. Y por si a alguien le cabe alguna duda, podemos añadir que, desde la izquierda, se ha rescatado el “¡no pasarán!” contra PP, Ciudadanos y VOX, el “trifachito” de la plaza de Colón; y, desde la derecha, llegan voces que claman contra “un nuevo gobierno del Frente Popular”, tras el preacuerdo alcanzado por PSOE y Podemos. Se ha recuperado el relato franquista de la cruzada de la verdadera España contra la anti-España y, cuarenta y cuatro años después de la muerte del dictador, la memoria histórica todavía reabre “viejas heridas del pasado”, dicen.

Así seguimos… entre una España que no se muere y otra España que sigue bostezando. Que el ruido de los hunos y de los hotros, que decía Unamuno, no llegue a helarnos el corazón.

Nota: los datos ofrecidos se han elaborado a partir de los proporcionados por el Ministerio del Interior.

Westminster en el planeta de los simios

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A Ronald Reagan no le gustaban los hippies. Decía que eran individuos que vestían como Tarzán, llevaban el pelo como Jane y olían como Chita. Probablemente el aspecto de los parlamentarios británicos sería más de su gusto, pero cuando Banksy los ha visto como chimpancés será por algo.

‘Devolved Parliament’ (‘Involución del Parlamento’ o ‘Parlamento transferido’) se titula la cáustica pintura que abre esta entrada. En ella, el provocador y enigmático artista y grafitero, ha recreado los verdes escaños de la Cámara de los Comunes, en el parlamento de Westminster, ocupados por chimpancés, en una de sus tumultuosas sesiones.

La obra, que se ha subastado hace unos días en Londres por 11,1 millones de euros, es toda una bofetada a la clase política británica que, por analogía, se podría extender a algún que otro parlamento más cercano. A juicio de Alex Branczik, jefe del departamento de arte contemporáneo europeo en Sotheby’s, el artista subraya “la regresión de la democracia parlamentaria más antigua del mundo en una actitud tribal y animal”.

Recurriendo a nuestros primos hermanos evolutivos, hace alusión a un retroceso en su particular teoría de la evolución parlamentaria. Aunque casi nos hemos acostumbrado a las broncas sesiones del parlamento británico, entre los gritos y abucheos de sus señorías, y las desesperadas llamadas al orden de su speaker, John Bercow, la distopía simia de Banksy conmueve por su sorprendente realismo.

El propio artista publicó el pasado mes de marzo en su cuenta de Instagram un post en el que explicaba que la obra había sido expuesta de nuevo en el Museo de Bristol para conmemorar el día del Brexit: “Hice esto hace diez años. El museo de Bristol acaba de volver a exhibirlo para conmemorar el día del Brexit”. «Reíd ahora, pero llegará un día en el que no haya nadie al mando», añadió.

La profética pintura data de 2009 y, originalmente, se tituló ‘Question Time’ (‘Turno de preguntas’). Como otras muchas, seguramente obedece a la máxima del autor, según la cual “El arte debería consolar a los perturbados y perturbar a los cómodos”.

Los científicos del Consorcio Internacional para el Genoma del Chimpancé aseguran que compartimos con ellos casi el 99% de la secuencia básica del ADN. Parece que, a solo unos días de la fecha límite para el Brexit, Banksy quisiera advertirnos de que los parlamentarios de Westminster han perdido lo poco que nos diferencia.

¿Estaremos a tiempo?

¡Terrícolas! II

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Recuerdo haberme inquietado al oír el eco que llegaba del espacio exterior sobre la renuncia de los marcianos a invadir la tierra, tras descartar que pudiera haber vida inteligente. Lo cierto es que ya no se producen avistamientos de ovnis como antes. Sin embargo, sigo inquieto, porque tengo la impresión de que cada día hay más marcianos entre nosotros.

Balones radiactivos

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Vuelve el fútbol, con las imágenes de Chernobyl, la miniserie coproducida por la norteamericana HBO y la británica Sky que destripa la mayor catástrofe nuclear de la historia, aún prendidas en mi retina. Pero qué tiene que ver el fútbol con semejante desastre. Pues nada, o todo, como así fue en su momento, para Andriy Mykolayovych.

El 26 de abril de 1986 tenía nueve años. Jugaba en la calle con otros chicos de su pueblo. Era el mejor, con diferencia. Regateaba a todos, casi a ciegas, mientras se reía, completamente ajeno a lo que estaba ocurriendo a doscientos kilómetros de Dvirkivshchyna –una secuencia de decisiones equivocadas había provocado la explosión del reactor número 4 de la central nuclear de Chernobyl–. En un momento, Andriy tira de lejos, el balón rebota y va a parar a un tejado cercano. Ahora son los demás los que se ríen. Sin balón, no hay partido. Decide trepar y, allí arriba, se lleva una sorpresa. No sólo está su balón, sino varios, perdidos y olvidados, y vuelve a sonreír.

Regresa a casa con tres de ellos y cuenta, exultante, que llevaban mucho tiempo en el tejado: “es como si estuvieran esperándome”. Mykola, el padre de Andriy, es mecánico militar. Con gesto serio, abre un cajón y saca un extraño aparato, como un transistor, lo enciende y lo acerca a los balones. El aparato empieza a hacer un extraño ruido. Mykola Shevchenko y su hijo de 9 años miran sorprendidos la aguja del medidor Geiger. Había que tomar una decisión. Al día siguiente abandonaban Dvirkivshchyna para refugiarse en Kiev huyendo de la radiación de Chernobyl.

Tras pasar los controles necesarios para descartar cualquier índice de radiactividad, Andriy Shevchenko empieza a jugar en las categorías inferiores del Dynamo de Kiev dando comienzo a una carrera que le llevará hasta el Olimpo de los dioses del fútbol. Del Dynano, al AC Milan y al Chelsea. 413 goles y 145 asistencias en 847 partidos. Multicampeón y Balón de Oro en 2004.

La decisión que tomó Mykola Shevchenko ante aquellos balones radiactivos, representa la cara de la moneda que la catástrofe de Chernobyl lanzó al aire. Al fin y al cabo, la vida es también una sucesión de decisiones que provocan nuevas alternativas para continuar decidiendo. Algunas, incluso, como las dos caras de una misma moneda, no se entienden la una sin la otra. De la actitud ante las nuevas situaciones y de la predisposición para aprender de lo vivido, resulta lo que somos.

Con el paso del tiempo, el sarcófago construido para aislar el reactor 4 después del accidente se fue deteriorando por el efecto de la radiación, el calor y la corrosión generada por los materiales contenidos, con grave riesgo de derrumbe de la estructura. En abril de 2012 comenzaba la construcción del nuevo sarcófago para reducir el riesgo de una nueva catástrofe y cinco meses después, el 28 de julio, Andriy Shevchenko colgaba las botas en su Dynamo de Kiev. Hoy es el entrenador de la selección de Ucrania.

Otra vez, el fútbol nos da pie para hablar de las cosas importantes.

Disolver el pueblo

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Por lo que estamos viendo, el paréntesis estival no ha sido suficiente para hacer la reflexión necesaria sobre lo que supuso el resultado de las elecciones generales y lo sucedido hasta la fallida sesión de investidura, porque volvemos a las andadas.

Sin lugar a dudas, los ciudadanos premiaron a quienes favorecieron la moción de censura y castigaron a los que se opusieron. ¿Cuál es el problema entonces? La gestión de aquel resultado es compleja, sin duda, sobre todo por la falta de precedentes, pero el problema más importante es la falta de cultura democrática, la ausencia de una cultura de pacto, necesaria para superar la de bloqueo.

El fraccionamiento político, que también afecta a toda Europa, ha encontrado en el acuerdo, en el pacto, la solución. 19 de los 28 países de la Unión Europea tienen hoy un Gobierno de coalición, con al menos dos partidos en cargos ministeriales, y en cinco de ellos el pacto no alcanza la mayoría parlamentaria. España, sin embargo, es, junto a Malta, el único que no ha tenido un gobierno de coalición en los últimos cuarenta años y los cuarenta anteriores son de infausto recuerdo.

Desde que Fraga, siendo ministro de Franco, acuñó aquel eslogan, sabemos que España es diferente, por eso en lugar de reflexionar sobre estos datos y adoptar una actitud más europea, los partidos se afanan en buscar otro tipo de soluciones, como la reforma del artículo 99 de la Constitución, que regula el procedimiento para la investidura del presidente del Gobierno, o de la Ley Electoral, para dar una prima de 50 diputados al partido ganador de las elecciones, como en Grecia, o instaurar una segunda vuelta, como en Francia. En definitiva, remedios para soslayar la diversidad, acabar con la proporcionalidad y resolver su incapacidad para pactar y llegar a acuerdos.

El cambio más importante, por lo tanto, debe ser el de la actitud, el de asumir que se acabó el tiempo de las mayorías absolutas, que el pueblo es plural y diverso y que lleva tiempo expresando, reiteradamente, que prefiere fórmulas de poder compartido. Sin embargo, y por lo que parece, para nuestras élites políticas, la culpa es del pueblo que no ha estado a la altura de las circunstancias y ha elegido mal, por lo que hay que darle otra oportunidad de elegir mejor. Así que, muy probablemente, podemos vernos abocados a la repetición de las elecciones. ¿Y si los resultados son similares? ¿Hasta cuándo seguiremos repitiendo?

Comportamientos como éstos socavan la confianza de la sociedad en la política, especialmente la del electorado progresista, porque con ellos parecen dar la razón a Bertolt Brecht cuando en su poema satírico La Solución indicaba que el pueblo había perdido la confianza del gobierno y se preguntaba: ¿No sería más simple en ese caso para el gobierno disolver el pueblo y elegir otro?

Érase una vez el periodismo

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Tras el incidente del golfo de Tonkín, en 1964, el presidente de Estados Unidos Lindon Johnson había obtenido el apoyo del Congreso para incrementar en grandes contingentes y armamento la intervención en Vietnam.

El periódico The New York Times, que en principio había respaldado al presidente, empezó a sospechar que detrás de la gran escalada militar había, como demostraron más tarde los papeles del Pentágono, una gran mentira. Este diario publicó un editorial con el título ‘El misterio del golfo de Tonkín’, en el que criticaba el “secretismo de la burocracia” estatal.

Johnson decidió entonces llamar a la Casa Blanca a un editorialista muy influyente, James Scotty Reston. Un mito del periodismo americano del siglo XX, dos veces premio Pulitzer. La pretensión del presidente en aquel encuentro de 1965 era atraer a sus posiciones al prestigioso Scotty Reston, ocultándole información básica. Pero Scotty no picó el anzuelo.

– Creo que está usted intentando salvar la cara –le dijo al fin.

El presidente se removió inquieto en su sillón y dio por terminada la conversación, no sin antes responderle:

– No estoy intentando salvar la cara. Estoy intentando salvar el culo.

Y Scotty Reston se fue por donde había llegado, dejando al hombre más poderoso del mundo con un palmo de narices.

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El pasado mes de abril, The New York Times publicaba en las páginas de Opinión de su edición internacional, una viñeta satírica que caricaturizaba al primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, como un lazarillo, un perro guía, que conducía a un presidente Donald Trump ciego.

El autor del dibujo, que abre esta entrada y que previamente había sido publicado en el semanario de su país Expresso, es el portugués Antonio Moreira Antunes, y con él pretendía expresar su desaprobación por lo que entendía como un apoyo ciego que el magnate daba a la política del israelí.

El poderoso lobby judío ha puesto el grito en el cielo, acusando al periódico de antisemitismo y como consecuencia de su presión y de las exigencias del presidente estadounidense, The New York Times ha retirado la caricatura y se ha disculpado por su publicación: «La edición impresa internacional del pasado jueves incluye un chiste antisemita (…). La imagen es ofensiva y publicarla fue un error de criterio», ha explicado el rotativo, comprometiéndose a que “nada semejante” volverá a suceder. El responsable de las páginas editoriales, James Bennet ha anunciado, además, que el periódico dejará de publicar viñetas políticas a partir del 1 de julio y que ha rescindido su relación contractual con dos dibujantes del diario, Patrick Chappatte y Heng Kim Song.

Donald Trump se ha removido en su sillón, como en su día lo hizo también Johnson, pero en esta ocasión para sacar pecho y escribir en su cuenta oficial de Twitter: «The New York Times se ha disculpado por esta terrible caricatura antisemita, pero no se han disculpado conmigo por esto ni por todas las noticias falsas y corruptas que imprimen a diario. Han llegado al nivel más bajo del ‘periodismo’ y al nivel más bajo de la historia de The New York Times«.

Por su parte, Gérard Biard, redactor jefe de Charlie Hebdo, inquieto, como también quedó Johnson en su día, se ha preguntado: “¿A quién teme ofender The New York Times? ¿Hasta dónde será capaz de llegar para evitar problemas con ciertos colectivos o grupos de presión?»

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Dos imágenes radicalmente opuestas: La del editorialista Scotty Reston, largándose del despacho del presidente cuando éste intentaba salvar su culo, y la de James Bennet, el responsable de las páginas editoriales del periódico, arrastrándose para salvar el culo de sus jefes. La de Lindon Johnson, inquieto por el resultado de su entrevista con un periodista, y la de Donald Trump, exultante, porque los periodistas no han podido soportar la presión y han terminado hincando la rodilla.

La distancia que media entre estas dos actitudes, en un diario de prestigio como The New York Times, es la misma que separa la luz del alba y el ocaso del cuarto poder, del periodismo comprometido con la libertad y la búsqueda de la verdad.

Pedro y Pablo

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Este sábado se celebra la festividad de San Pedro y San Pablo y, cuando lo he visto en el calendario, me ha asaltado el recuerdo de nuestras andanzas, hace casi un año, por San Petersburgo, paseando por la fortaleza de San Pedro y San Pablo, la ciudadela mandada construir por Pedro I el Grande en la pequeña isla de Záyachi, a orillas del río Neva, a partir de la cual fundó una nueva ciudad a la que dio el nombre del apóstol; y por la pequeña catedral de San Pedro y San Pablo, donde están enterrados los zares, dentro del recinto amurallado.

Para un lego en la materia, sorprende la celebración conjunta de estos dos santos, Pedro y Pablo, que la tradición cristiana siempre ha considerado inseparables, al menos para católicos y ortodoxos. Dicen los que entienden que indica, con bastante claridad, la fuerza de la complementariedad de dos estilos, personalidades y carismas distintos. Jesús le dijo a Simón Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” y en comunión con Pablo de Tarso se ha considerado que levantaron la columna vertebral de su edificio espiritual. Ambos fueron martirizados en la prisión Mamertina, llamada también Tullianum, ubicada en el foro romano, crucificado uno y degollado el otro.

No es que pretenda compararles, ni mucho menos, pero hablando de Pedro y Pablo y de complementariedades, es inevitable la referencia a Pedro Picapiedra y Pablo Mármol. Dos personajes que también tenían estilos, personalidades y carismas diferentes. Dicen que Pedro era un tipo rudo, seguro de sí mismo y poco reflexivo, que siempre pasaba por un error antes de aprender de él. Pablo, por el contrario, era un personaje tranquilo, inseguro y muy reflexivo que, sin embargo, siempre se dejaba arrastrar por la impetuosa personalidad de su amigo Pedro, con el que tenía una singular complicidad. Pablo era más inteligente y sensato que Pedro, también más honrado y, en conjunto, podría decirse que ambos amigos, al ser opuestos, se “complementaban”.

La noche del domingo 28 de abril, como si hubiera ganado una partida de boliche, Pedro expresaba su alegría por los pasillos de Ferraz gritando yabba dabba doo, pero sus 123 diputados no eran suficientes para gobernar y en Piedradura miraban con desbordada emoción y camaradería los 42 de Pablo. Pedro quiere gobernar solo. Pablo quiere sentarse a su lado. Igual no tienen tanta sintonía como los Picapiedra, pero quizá si puedan ser complementarios.

La fragmentación del arco político español no ha traído más alternativas que las que ofrecía el viejo bipartidismo. Ahora nos ofrece dos bloques antagónicos, el de la derecha conservadora y el de la izquierda progresista y el resultado de las elecciones del 28 de abril ha dado la victoria al segundo. Así que Pedro y Pablo deberán encontrar la manera de dar continuidad a lo expresado en las urnas. Son distintos, por supuesto, pero están llamados a entenderse. Si quieren gobernar, Pablo debe aprender un poco de humildad y de sentido de Estado; y Pedro debe impulsar una renovación tan seria que resulte creíble.

Y si las cosas se complican, siempre les quedará encomendarse a los santos Pedro y Pablo que, según nos dicen, fueron capaces de conjugar unidad-en-la-diversidad para lograr una profundísima renovación que rompió las barreras del judaísmo.

Habrá quien diga, con malicia, que con Pedro y Pablo volvemos a la Edad de Piedra, pero tendremos que recordarle que Piedradura era una ciudad avanzada para su tiempo que ya disponía entonces de cuernófonos y troncomóviles.

Feliz día a todos los Pedros y Pablos.

Por el mar corren las liebres…

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y por el monte las sardinas, tralará,

Por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas… cantábamos, cuando en el colegio salíamos de excursión. Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras, tralará, empezábamos, y entre risas aprendimos que la mentira era lo opuesto a la verdad.

Desde la más tierna infancia nos enseñaron que era tan vieja como la humanidad y que ya uno de los Diez Mandamientos que Moisés recibió en el monte Sinaí prohibía dar falso testimonio, por lo que mentir era pecado, algo malo que no se debía hacer. Luego, cuando empezamos a hacernos mayores, fueron llegando los matices y así supimos que había mentiras piadosas y hasta medias verdades.

Desde que Platón, hace 2.500 años, expuso su tesis sobre la noble mentira, que podía ser útil para quienes gobiernan la ciudad, siempre ha habido filósofos que la han justificado, como un instrumento necesario y legítimo para el político y el gobernante. Su planteamiento resurge en los albores de la Edad Moderna en la influyente obra de Maquiavelo. Así, señalaba el florentino, el príncipe siempre hará evidentes en palabras y gestos públicos su conformidad con las virtudes que desprecia. Semejante doblez hacia los súbditos deriva de la ‘simpleza’ del ‘estúpido vulgo’. “Un príncipe prudente no puede ni debe mantener fidelidad a las promesas, cuando tal fidelidad redunda en perjuicio propio”. “Pero es necesario saber encubrir bien este natural, y tener gran habilidad para fingir y disimular; los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que quien engaña, encontrará siempre a quien se deje engañar”.

Siguiendo la línea de pensamiento de Maquiavelo, según la cual la relación natural entre ética y política era la del divorcio, Weber incluyó entre los principios inaplicables el de veracidad y justificó el engaño a los ciudadanos como mentira responsable. Pero la conexión de la ‘noble mentira’ con el actual descaro cínico la encontramos en Leo Strauss, cuyos seguidores y su idea de la utilidad política de la mentira, ejercen hoy una influencia notoria en la política de Estados Unidos. La sociedad –dice–, no se encuentra preparada para escuchar la cruda verdad de quienes han sabido reconocerla, y por tal razón pide ser engañada. Saber la verdad desmoralizaría a los ciudadanos corrientes, y de ahí la necesidad de la ocultación y la mentira, que Strauss justifica, precisamente, apelando a Platón. La verdad es peligrosa para los ciudadanos corrientes y el gobernante debe protegerles de sus efectos.

Hannah Arendt, haciendo balance de su uso, terminó reconociendo que siempre se vio la mentira como una herramienta necesaria y justificable, no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos, sino también para la del hombre de Estado. Así se ha llegado a aceptar la mentira como un recurso útil, mientras se mantenga entre “los límites aceptables”.

Me encontré con un ciruelo cargadito de manzanas,
empecé a tirarle piedras y caían avellanas, tralará,

Pero el curso del río se convirtió en cascada y con las redes sociales llegaron los bulos, las ‘fake news’ y las posverdades, como la autoría de los atentados del 15M y la posesión de armas de destrucción masiva que justificó la invasión de Irak, imputadas ambas con machacona insistencia por embusteros convencidos de que Goebbels tenía razón cuando aseguraba que si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad.

Y la avalancha ha adquirido categoría de ‘tsunami’. Desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca, en enero de 2017, hasta el pasado 27 de abril ha hecho 10.111 afirmaciones falsas en público,. Según el metódico recuento que lleva a cabo un equipo de The Washington Post, liderado por el periodista político Glenn Kessler, en 828 días como presidente, ha faltado a la verdad en público unas 12 veces al día, 85 veces a la semana o 370 al mes, en ámbitos como discursos oficiales (999), mítines (2.217) y ‘tuits’ (1.803). Y la tendencia está al alza, porque desde noviembre de 2018 a finales del pasado abril, la media diaria ha sido de 23 mentiras. Mucho más cerca, como hemos podido comprobar en las recientes y largas campañas electorales que, en realidad, empezaron tras la moción de censura contra Mariano Rajoy, el maestro del engaño tiene destacados discípulos.

Pero la mentira era un privilegio que aquellos filósofos concedían a “los mejores” para guiar al “estúpido vulgo”, por eso cuando veo y oigo a esa panda de mediocres mentir a troche y moche, con una sonrisa de oreja a oreja, me pregunto si de verdad creerán que nos engañan.

Además, me ocurre como a Heracles cuando, en la Caverna de las Ideas, reprochaba a Diágoras de Medonte haberle mentido y le decía: no me ofende tanto tu engaño como tu necia pretensión de que podías engañarme.

Aunque cada vez se me hace más cuesta arriba soportar la mentira, lo que realmente me ofende y hasta me indigna, es el cinismo y la desfachatez con la que mienten, tratándonos como si fuéramos auténticos julais, incautos a los que se puede engañar con facilidad. Ni siquiera se molestan en fingir y disimular como recomendaba Maquiavelo.

Al final está ocurriendo lo que temía Kant cuando decía que la mentira no podía ser una ley universal porque entonces sabríamos que todos mienten y ya no tendría el efecto esperado.

La mentira, incluso la calificada de noble, es una manzana podrida que, más pronto que tarde, siempre echa a perder el cesto.

Con el ruido de las nueces, salió el amo del peral.
Chiquillo no tires piedras que no es mío el melonar.
Es de una familia pobre que vive en El Escorial, tralará.

Esto cantábamos, cuando íbamos despacio.