Por el mar corren las liebres…

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y por el monte las sardinas, tralará,

Por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas… cantábamos, cuando en el colegio salíamos de excursión. Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras, tralará, empezábamos, y entre risas aprendimos que la mentira era lo opuesto a la verdad.

Desde la más tierna infancia nos enseñaron que era tan vieja como la humanidad y que ya uno de los Diez Mandamientos que Moisés recibió en el monte Sinaí prohibía dar falso testimonio, por lo que mentir era pecado, algo malo que no se debía hacer. Luego, cuando empezamos a hacernos mayores, fueron llegando los matices y así supimos que había mentiras piadosas y hasta medias verdades.

Desde que Platón, hace 2.500 años, expuso su tesis sobre la noble mentira, que podía ser útil para quienes gobiernan la ciudad, siempre ha habido filósofos que la han justificado, como un instrumento necesario y legítimo para el político y el gobernante. Su planteamiento resurge en los albores de la Edad Moderna en la influyente obra de Maquiavelo. Así, señalaba el florentino, el príncipe siempre hará evidentes en palabras y gestos públicos su conformidad con las virtudes que desprecia. Semejante doblez hacia los súbditos deriva de la ‘simpleza’ del ‘estúpido vulgo’. “Un príncipe prudente no puede ni debe mantener fidelidad a las promesas, cuando tal fidelidad redunda en perjuicio propio”. “Pero es necesario saber encubrir bien este natural, y tener gran habilidad para fingir y disimular; los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que quien engaña, encontrará siempre a quien se deje engañar”.

Siguiendo la línea de pensamiento de Maquiavelo, según la cual la relación natural entre ética y política era la del divorcio, Weber incluyó entre los principios inaplicables el de veracidad y justificó el engaño a los ciudadanos como mentira responsable. Pero la conexión de la ‘noble mentira’ con el actual descaro cínico la encontramos en Leo Strauss, cuyos seguidores y su idea de la utilidad política de la mentira, ejercen hoy una influencia notoria en la política de Estados Unidos. La sociedad –dice–, no se encuentra preparada para escuchar la cruda verdad de quienes han sabido reconocerla, y por tal razón pide ser engañada. Saber la verdad desmoralizaría a los ciudadanos corrientes, y de ahí la necesidad de la ocultación y la mentira, que Strauss justifica, precisamente, apelando a Platón. La verdad es peligrosa para los ciudadanos corrientes y el gobernante debe protegerles de sus efectos.

Hannah Arendt, haciendo balance de su uso, terminó reconociendo que siempre se vio la mentira como una herramienta necesaria y justificable, no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos, sino también para la del hombre de Estado. Así se ha llegado a aceptar la mentira como un recurso útil, mientras se mantenga entre “los límites aceptables”.

Me encontré con un ciruelo cargadito de manzanas,
empecé a tirarle piedras y caían avellanas, tralará,

Pero el curso del río se convirtió en cascada y con las redes sociales llegaron los bulos, las ‘fake news’ y las posverdades, como la autoría de los atentados del 15M y la posesión de armas de destrucción masiva que justificó la invasión de Irak, imputadas ambas con machacona insistencia por embusteros convencidos de que Goebbels tenía razón cuando aseguraba que si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad.

Y la avalancha ha adquirido categoría de ‘tsunami’. Desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca, en enero de 2017, hasta el pasado 27 de abril ha hecho 10.111 afirmaciones falsas en público,. Según el metódico recuento que lleva a cabo un equipo de The Washington Post, liderado por el periodista político Glenn Kessler, en 828 días como presidente, ha faltado a la verdad en público unas 12 veces al día, 85 veces a la semana o 370 al mes, en ámbitos como discursos oficiales (999), mítines (2.217) y ‘tuits’ (1.803). Y la tendencia está al alza, porque desde noviembre de 2018 a finales del pasado abril, la media diaria ha sido de 23 mentiras. Mucho más cerca, como hemos podido comprobar en las recientes y largas campañas electorales que, en realidad, empezaron tras la moción de censura contra Mariano Rajoy, el maestro del engaño tiene destacados discípulos.

Pero la mentira era un privilegio que aquellos filósofos concedían a “los mejores” para guiar al “estúpido vulgo”, por eso cuando veo y oigo a esa panda de mediocres mentir a troche y moche, con una sonrisa de oreja a oreja, me pregunto si de verdad creerán que nos engañan.

Además, me ocurre como a Heracles cuando, en la Caverna de las Ideas, reprochaba a Diágoras de Medonte haberle mentido y le decía: no me ofende tanto tu engaño como tu necia pretensión de que podías engañarme.

Aunque cada vez se me hace más cuesta arriba soportar la mentira, lo que realmente me ofende y hasta me indigna, es el cinismo y la desfachatez con la que mienten, tratándonos como si fuéramos auténticos julais, incautos a los que se puede engañar con facilidad. Ni siquiera se molestan en fingir y disimular como recomendaba Maquiavelo.

Al final está ocurriendo lo que temía Kant cuando decía que la mentira no podía ser una ley universal porque entonces sabríamos que todos mienten y ya no tendría el efecto esperado.

La mentira, incluso la calificada de noble, es una manzana podrida que, más pronto que tarde, siempre echa a perder el cesto.

Con el ruido de las nueces, salió el amo del peral.
Chiquillo no tires piedras que no es mío el melonar.
Es de una familia pobre que vive en El Escorial, tralará.

Esto cantábamos, cuando íbamos despacio.

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