Dicen que Moisés ha vuelto para dividir las aguas del río revuelto: a la derecha han quedado quienes entienden el lenguaje inclusivo como una moda superflua, estridente e inconsistente; a la izquierda, los que miran con recelo a los que se niegan a crear una realidad más igualitaria a través del lenguaje. Y uno, que hasta ahora se tenía por un “progre”, adscrito a la causa feminista de palabra y obra, ha quedado encuadrado en la derecha. Así que estoy hecho un lío. Pero mi perplejidad en este asunto, como la de muchos que hoy se han apuntado al canon de lo políticamente correcto, viene de lejos.
Mi primo suizo Lorenzo, que tiene un conocimiento rudimentario del castellano, me decía este verano, en la terraza del Lío, que no entendía por qué un nombre de mujer, como el de mi cuñada Olvido, acababa en “o”. Algo parecido les debió ocurrir a Bibiana Aído y a Irene Montero cuando se vieron impelidas a hablar de “miembras” y “portavozas”. Ya, ya, se me dirá que se trata de casos extremos, pero hay mucha gente que anda a la caza obsesiva de vocablos “sospechosos” de dominación masculina, incluso de epicenos, los que no marcan género, para meterles la “a”. Un empeño absurdo, a mi juicio. A nadie se le ocurriría convertir “lameculos” en “lameculas”, por ejemplo, que también las habrá, ni haciendo referencia a varones, utilizar el mismo criterio lógico, para hablar de “poetos”, “atletos”, “periodistos”, “artistos”, ”horteros”, “pediatros” o “logopedos”. En fin, algo tan disparatado que terminará racionalizándose.
Lo que peor llevo son esas cansinas duplicaciones con los plurales, lo que llaman dobletes o desdoblamientos léxicos: los ciudadanos y las ciudadanas, los vascos y las vascas, los trabajadores y las trabajadoras, todos y todas, y así hasta el infinito y más allá. Hace ya casi quince años, el Gobierno vasco, pionero en tantas cosas, puso negro sobre blanco un ejemplar episodio de esta lucha contra el sexismo lingüístico, cuando el Boletín Oficial del País Vasco hacía público: “Se hace saber a todos los ciudadanos y ciudadanas de Euskadi que el Parlamento Vasco ha aprobado la siguiente Ley: Ley 9/2004, de 24 de noviembre, de la Comisión Jurídica Asesora de Euskadi”. Un texto trufado de duplicaciones que de manera exhaustiva se refiere a las titulares o los titulares, las vocales o los vocales, el presidente o la presidenta, el secretario o la secretaria, los ponentes y las ponentes, las miembros y los miembros –menos mal que todavía no se había inventado lo de las miembras–, ambos o ambas, alguno o alguna, él o ella, en el que se puede leer: “La comisión tiene un secretario o secretaria que se nombra por el presidente o presidenta (…) entre funcionarios y funcionarias de carrera.” En “ausencia prolongada de uno de los vocales o una de las vocales (…) se procederá al nombramiento de un suplente o una suplente” (…). “La formalización del nombramiento y cese del suplente o la suplente se realizará conforme a lo previsto” (…). “El tiempo que dure la suplencia se imputará al período de mandato de la vocal o el vocal suplido”. “El pleno está integrado por el presidente o presidenta, el vicepresidente o vicepresidenta y los vocales o las vocales.” Probablemente, otro caso extremo también. Pero, al margen de lo que puedan decir los teóricos de la retórica, desde luego infumable. A mi juicio, un auténtico dislate. No creo que lleguemos a ver esta manera de redactar en una obra literaria.
María del Carmen Horno Chéliz en Bondades, peligros y redundancias del lenguaje inclusivo, advierte del peligro de doblar constantemente el masculino y el femenino porque el doblete puede convertirse en “un arma de doble filo” teniendo como consecuencia nefasta que un uso genérico, finalmente, “no nos incluya”. Es lo que ha ocurrido en una empresa oleícola de Córdoba. Aunque pueda parecer surrealista, el 6 de junio nos desayunábamos con la noticia de que la empresa Aceites y Energía Santamaría, S.L. de Lucena, había decidido no pagar los atrasos de los últimos diecisiete meses a las tres mujeres de su plantilla, porque en el convenio colectivo el incremento salarial sólo se había establecido para “los trabajadores”, no para “las trabajadoras”. Sí, sí, otro caso extremo.
Además de engorroso, cuando se fuerza y se lleva a tal punto, el lenguaje inclusivo encierra un peligro aún mayor, el de extender una ficción, la imagen de una sociedad que todavía no existe, la apariencia de una realidad más justa y equitativa, porque invisibiliza otra que todavía menosprecia y maltrata a las mujeres. Todavía, la brecha salarial entre hombres y mujeres es del 14,3% en Euskadi, si se toma como referencia el indicador europeo de ganancia por hora normal de trabajo, pero la desigualdad es mayor si se compara la ganancia media anual que es de un 24,4%, brecha que se ha agrandado 2,3 puntos desde 2009, según datos de la Encuesta de Costes Laborales del INE; y la crueldad de la violencia machista, llamada “de género”, es el pan nuestro de cada día. Este año se han añadido otras 47 mujeres a la estadística de víctimas mortales de la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género, que sólo cuenta las asesinadas por sus parejas o exparejas, y ya son 975 en quince años, desde que se empezaron a contar en 2003, más que las atribuidas a ETA en 43 y muchísimas más que las 62 del conflicto armado en Eslovenia, que estos días alarma a la opinión pública española.
Sin embargo, María Silvestre, constituida en ariete de los que han quedado a la izquierda, porfía en el empeño de forzar el lenguaje como instrumento para cambiar la sociedad. “Si algo construye realidad con fuerza es el lenguaje”, asegura. Yo estoy más con Rosa Montero cuando dice que “todos los idiomas buscan intuitivamente la elegancia de la concisión y la precisión, y esta repetición insufrible resulta agotadora”. “La lengua –continúa–, es como la piel de una sociedad, de manera que, si la sociedad cambia, la lengua también cambia. Es un tejido vivo que no puedes transformar por decreto, sino que tiene que ir mutando a medida que el cuerpo social cambia”. Así ha ocurrido siempre. Y mientras nos enredamos en debates léxicos y hasta filosóficos, la vida sigue… y la muerte también.
Pues sí, señoras y señores, expresión que por cierto ha caído en desuso en tiempos de lenguaje inclusivo, estoy hecho un lío. Yo, que me creía tan progresista… ¡a la derecha del río!