Nuestro apocalipsis

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Hace unas semanas soñé que Juan, el evangelista, volvía a la caverna de la isla de Patmos, para actualizar su revelación y mostrar al mundo, en los albores del siglo XXI, lo que había de suceder dentro de poco.

En ella, veía un caballo rojo, de color de fuego, que galopaba los cuatro vientos con una gran espada, para quitar de la tierra la paz y que se degollaran los unos a los otros. En su despiadado galopar, impactaba contra el World Trade Center de Nueva York. Caía Babilonia la Grande, devastada y abrasada por el fuego. Inmediatamente después, veía la invasión de Afganistán; luego, la guerra de Irak, ubicado en el eje del mal por unas diabólicas armas de destrucción masiva que nunca existieron, cientos de miles de muertos y desplazados, migraciones incontenibles y nuevos muros que volvían a levantarse; la crisis de los refugiados en Europa, el auge de la ultraderecha, el nacimiento del ISIS y los atentados yihadistas. La sangre y la muerte ensanchaban el abismo entre Occidente y el Islam, y nos acercaban al choque de civilizaciones que había profetizado Samuel Huntington.

Poco después de que los mandatarios del G-7 alzaran sus siete copas, veía otro; un caballo blanco que cabalgaba desbocado. El que iba sentado sobre él tenía un arco y la codicia le había hecho perder la corona que le había sido dada. Veía un capitalismo voraz que provocaba el estallido de una burbuja inmobiliaria, la quiebra de bancos de inversión y como consecuencia de ello una Gran Recesión económica mundial. Bolsas que caían estrepitosamente, quiebras, despidos, pobreza y tasas insoportables de desempleo; precarización del trabajo, desigualdades y exclusión social; rescates, políticas de austeridad y la erosión progresiva del Estado de Bienestar. Eran las consecuencias devastadoras del pensamiento contable llevado hasta sus últimas consecuencias. También veía incertidumbre, desafección y gobiernos iliberales que refutaban la profecía de Fukuyama sobre el fin de la historia, con la democracia liberal y la economía de mercado como vencedoras.

Luego veía, un caballo negro recorriendo los siete continentes y el que iba sentado en él tenía una balanza en su mano, completamente desequilibrada por el peso de millones de toneladas de dióxido de carbono lanzadas al cielo. Veía el calentamiento global de la Tierra, el deshielo en el Ártico y en la Antártida, la elevación del nivel de los siete mares, fenómenos meteorológicos cada vez más extremos y frecuentes, lluvias torrenciales, riadas e inundaciones que evocaban el Diluvio Universal; altas temperaturas excepcionales, sequías y olas de calor que atizaban grandes incendios forestales en California, la Amazonía, Siberia y Australia, las cuatro esquinas de la Tierra, vomitando más dióxido de carbono a la atmósfera en un ciclo infernal. Entre tanto, siete trompetas anunciaban la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático, conmocionando al mundo.

Veía, además, un caballo pálido, amarillento, del color de la enfermedad, a galope tendido, y el que iba sentado en él tenía por nombre Muerte, aunque sería más conocido como SARS-CoV-2, un virus que se extendía por el mundo como una plaga. Los servicios sanitarios colapsaban, sin medios humanos ni materiales para hacer frente a la pandemia, millones de personas caían infectadas y cientos de miles morían; los gobernantes se mostraban impotentes, alguno apelaba al Corazón Inmaculado de María para derrotar al virus, otro se protegía con estampitas del Sagrado Corazón de Jesús y un tercero hacía exorcismos a las puertas del palacio presidencial. Medidas de confinamiento vaciaban las calles de las ciudades ofreciendo una imagen casi distópica y paralizaban la economía que caía desplomada en todo el mundo. Veía también, otra gran recesión; otra vez quiebras, despidos, pobreza y tasas insoportables de desempleo, en otro ciclo infernal.

Pero el sueño acababa bien. Las huestes de Gog y Magog eran derrotadas en Armagedón y la gran muchedumbre gritaba alborozada, ¡Aleluya!, ¡Aleluya! Poco después, despedía a Juan, invitándole a volver a la caverna de la isla de Patmos, siempre que lo considerara conveniente. Luego…

Luego, soñé que soñaba.

Cuando el siglo XXI amanecía, el 11-S provocó un giro brusco en el horizonte de nuestras certezas; siete años después, la Gran Recesión arruinó muchas de ellas, y entre la emergencia climática y la pandemia se han encargado de agotar el resto, revelando con claridad meridiana cuan vulnerables somos. En solo veinte años, hemos padecido, sin solución de continuidad, cuatro crisis: bélica, económica, climática y sanitaria, que, como un gran terremoto, han arruinado los pilares de nuestro mundo y nos han devuelto al tiempo de la gran tribulación.

Tras ser elegido Papa durante la peste romana del año 590, en la que falleció su predecesor, Pelagio II, Gregorio Magno escribió: “El fin del mundo no es ya una mera profecía, sino que está revelándose”. Pero el mundo no acabó; los cuatro jinetes se fueron por donde habían venido y la historia siguió adelante. John Gray, que es catedrático emérito de Pensamiento Europeo en la London School of Economics, discrepa del sentido escatológico con el que Gregorio Magno interpretaba la revelación. El apocalipsis –dice–, se refiere al fin de los mundos concretos que los seres humanos hemos construido a lo largo de la historia. Es pues, una experiencia histórica recurrente, y la historia, una sucesión de apocalipsis.

Bueno, pues este es el nuestro: el fin de un mundo que ya pide cambio. Puede que, durante algún tiempo, un tiempo de oscuridad, la hierba no crezca por donde pisan los cascos de estos apocalípticos caballos, pero hay que ponerse manos a la obra.

En enero de este año, cuando la pandemia estaba aún en mantillas, las manecillas del reloj del apocalipsis, el Doomsday Clock, estaban a solo cien segundos de la medianoche, la hora fatal.

Sí, sí… ya sé que Ignacio de Loiola no recomendaba hacer mudanza en tiempos de desolación, pero no hay tiempo que perder. Urge cambiar este mundo de arriba abajo o mandarlo todo al carajo, porque un mundo mejor es posible.

Por los siglos de los siglos. Amén.

Paralelismos socialistas

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Felipe González nunca se ha ido y, desde hace algún tiempo, no desaprovecha la mínima oportunidad que se le presenta para seguir encarnando ese jarrón chino que estorba en todos los sitios, como le gusta advertir cuando está de buen humor.

A Felipe González no le gusta la estrategia de alianzas, ni las tácticas de Pedro Sánchez, mucho menos su gobierno de coalición con Unidas Podemos, que recientemente ha asimilado al “camarote de los hermanos Marx”.

Fue de los primeros en apostar por un gobierno de concentración, a la alemana, entre PSOE y PP. Presionó para que el PSOE se abstuviera y facilitara la investidura de Rajoy, para que pudiera seguir gobernando. Participó en la operación que pretendía defenestrar a Pedro Sánchez y aupar a la entonces presidenta de Andalucía, Susana Díaz, a la secretaría general del PSOE. No le gustó la composición del bloque que apoyó la moción de censura y la investidura de Sánchez, formado, en su opinión, por partidos que pretenden “romper el marco constitucional”; ni el acuerdo con Podemos, esos radicales peligrosos, comunistas, de “tendencias bolivarianas”, que representan un “populismo rupturista de pseudoizquierda”. Tampoco le gustó el apoyo de los nacionalistas catalanes y vascos, mucho menos de los que reivindican el derecho de autodeterminación. No me extraña que se le cayeran “los palos del sombrajo” mientras seguía el debate de investidura de Sánchez, ni su sensación de “orfandad política”. Después, de lo del “camarote”, ha reaparecido para pedir de nuevo un pacto por la derecha. Ha alabado la “buena” estrategia de acuerdos que está llevando Ciudadanos con el Gobierno y el “giro” en su relación con el PSOE, emprendido por Inés Arrimadas, y ha pedido a Pedro Sánchez un acuerdo que incluya al Partido Popular.

Cuando nació a la política, al joven ‘Isidoro’, tampoco le gustaba la estrategia de alianzas, ni las tácticas, de su secretario general, sobre todo, porque Rodolfo Llopis era ferozmente anticomunista. Sostenía que con el PCE no se podía ir ni a heredar, ni siquiera hablar. Alfonso Guerra ha dejado testimonio de ello: “Hay que recordar que la dirección del Partido, con Llopis, sostenía la tesis de que no se podía siquiera hablar con los comunistas, y quien sostuviera que había que tomar contacto con ellos corría peligro de recibir inmediatamente anatema de ser un agente comunista. Felipe y yo estábamos trabajando para el Partido Comunista porque decíamos que había que hablar con ellos…” (Guerra González, Alfonso, Felipe González. De Suresnes a la Moncloa, Madrid, Novatex, 1984).

Lo que Felipe y sus afines pedían a la dirección era precisamente lo contrario, alianzas con las organizaciones de la clase obrera, incluidos los comunistas, y no con fuerzas que “representaban los intereses de la burguesía”. El problema, para Felipe González, que, al parecer, entonces tenía una “tenencia natural al pragmatismo”, según ha reconocido, era que Rodolfo Llopis padecía un “exceso de acumulación ideológica” que le impedía analizar con realismo lo que estaba sucediendo.

Con una tensión insoportable se llegó al XXV Congreso del PSOE, XII en el exilio, celebrado en Toulouse en agosto de 1972. En los acuerdos adoptados, la fórmula de rechazo al PCE fue sustituida por una nueva redacción que no proponía una alianza concreta, pero dejaba todas las puertas abiertas: “Se analizarán las coincidencias con los grupos y organizaciones de la oposición, a fin de aunar los esfuerzos para conseguir el objetivo inmediato propuesto”. A este pronunciamiento, la dirección “llopista” respondió planteando que era una ambigüedad calculada para poder aliarse con el PCE: “Con esas frases que no engañan a nadie, quedan con las manos libres para entenderse y aliarse, si la ocasión se presenta, con los comunistas. Y eso no lo quiere la inmensa mayoría del Partido”. El PSOE se rompió definitivamente. Se impusieron las tesis de los pragmáticos y el partido quedó dividido en dos organizaciones: el PSOE Renovado, con Felipe y sus afines, por un lado; y el PSOE Histórico, con Llopis y la vieja guardia, por otro.

Pero no todo acabó ahí en la compleja tarea de tejer estrategias para acumular fuerzas. Ante el pleno del congreso, Felipe González planteó, como “problema”, las aspiraciones de las nacionalidades en el País Vasco, Cataluña y, en menor medida, Galicia, y reclamó al PSOE que tomara partido y aclarara su postura. Así que los asistentes al congreso se fueron con deberes para casa.

Él hizo los suyos y el resultado fue un documento elaborado en el Hotel Jaizkibel, en Hondarribi, que fue aprobado por la dirección del partido en septiembre de 1974, un mes antes de que se celebrara el histórico congreso de Suresnes. Conocido como la Declaración de Jaizquíbel o de Septiembre, fue la base para la estrategia política del partido, en la que se reclamaba el “reconocimiento de los derechos de las nacionalidades ibéricas como base del proceso constituyente”. Como reconoce su autor, fue un documento que marcó la estrategia política del partido: “Esta estrategia política –dice Felipe– la elaboramos en base a un documento redactado con anterioridad al congreso de Suresnes, y que tiene para nosotros bastante interés. Su elaboración se llevó a cabo en Guipúzcoa por una serie de responsables del partido, entre los que estábamos Enrique Múgica, Nicolás Redondo, Pablo Castellano, Alfonso Guerra y yo. Este documento, que conocíamos con el nombre de “la declaración de septiembre”, marcó de alguna forma la política global que el partido iba a mantener a partir del congreso de Suresnes”. (Guerra, Antonio, Notas para una biografía, Barcelona, Galba Edicions, 1978).

Llegó el mes de octubre de 1974 y en la periferia de París, se celebró el trascendental XXVI Congreso de Suresnes, XIII en el exilio, que encumbró definitivamente a Felipe González como “primer secretario”. Los asistentes también habían hecho los deberes, por lo que no fue difícil aprobar la Resolución política sobre Nacionalidades y Regiones que enfocaba así la complicadísima cuestión territorial española: “Ante la configuración del Estado español, integrado por diversas nacionalidades y regiones marcadamente diferenciadas, el PSOE manifiesta que: La definitiva solución del problema de las nacionalidades que integran el Estado español parte indefectiblemente del pleno reconocimiento del derecho de autodeterminación de las mismas, que comporta la facultad de que cada nacionalidad pueda determinar libremente las relaciones que va a mantener con el resto de los pueblos que integran el Estado español”.

La historia dibuja curiosas simetrías y paralelismos. Son tiempos y contextos diferentes, evidentemente, pero las actitudes ante las dificultades son las mismas, aunque opuestas. Entonces, Felipe González era un líder pragmático al definir su estrategia de alianzas, que acusaba a su secretario general, Rodolfo Llopis, de estar poseído por un exceso de acumulación ideológica que le impedía analizar con realismo lo que estaba sucediendo, una actitud que hoy podríamos ver en Felipe González cuando se enfrenta al pragmatismo de Sánchez al trazar la suya.

Entonces, también hubo, en todo, un componente generacional muy importante que tampoco podemos descartar en la confrontación entre los renovadores e históricos de hoy. En 1972, Felipe se enfrentaba a un líder histórico de 77 años, cuando Pedro Sánchez venía al mundo. Hoy es Felipe González el que tiene 78 años y cada vez se parece más a Llopis.

¡Afroamericano!

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Hasta hace poco un negro era una “persona de color”. De color negro, claro; pero “de color”, a secas. Como si los blancos no lo tuviéramos. Pero en Estados Unidos, seguían sin tener la conciencia tranquila y decidieron llamar “afroamericanos” a los negros.

Ambas expresiones son eufemismos, utilizados, casi siempre, para no nombrar lo innombrable. La Real Academia define este chasco lingüístico que es el eufemismo, como “manifestación suave o decorosa de ideas, cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Es decir, que afroamericano sería una manera suave y decorosa de definir a un negro, cuya descripción real resultaría dura o malsonante.

Cuando se recurre a soluciones eufemísticas para evitar utilizar el término negro, referido a una persona, es evidente que se le atribuye un matiz peyorativo. Pero cambiar las palabras no es la mejor manera de arreglar la realidad que transmiten, porque, en definitiva, no es sino una forma hipócrita de ocultar el racismo que todavía subsiste en la sociedad norteamericana, escondiéndolo debajo de la alfombra.

Además de tramposo, resulta hasta incoherente porque hay negros que no son afroamericanos y afroamericanos que son blancos. Un dominicano, por ejemplo, es un afroamericano, si es negro; sin embargo, un sudafricano puede no serlo, si es blanco. Y el colmo del absurdo, es oír hablar de afroamericanos fuera de Estados Unidos, como ha empezado a ocurrir.

Quizás, quienes hablan de afroamericanos, piensan que, en última instancia, todos los negros que hay en EEUU tienen su origen en África; aunque, con el mismo criterio, podríamos llamar euroamericanos a los blancos, porque de Europa proceden en su mayoría.

Quizás, quienes hablan de afroamericanos, han llegado a creer que los blancos son los originarios y los negros los foráneos de ese país, cuando todos sabemos que el natural de aquellas tierras no era ni blanco, ni negro, sino piel roja.

En fin, me pregunto si, para ese policía que, rodilla en cuello, ha matado a una persona, George Floyd era un hombre de color, un afroamericano… o solo un negro que no merecía ser tratado como un blanco. Seguro que acierto.

DEP George Floyd

El aplauso de Banksy

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Sólo a veces una imagen vale más que mil palabras y esta es una de ellas.

Banksy ha querido rendir su particular homenaje a los sanitarios que luchan cada día contra el coronavirus, con este Game Changer, colgado en una de las paredes de la zona de urgencias del Hospital General de Southampton, en el que un niño cambia a sus superhéroes Batman y Spiderman por una enfermera.

Junto a su obra, el grafitero dejó una nota: “Gracias por todo lo que estáis haciendo. Espero que esto ilumine un poco este lugar, aunque sea en blanco y negro”. En otoño, será subastada a fin de recaudar fondos para el sistema público de salud británico.

Salud o datos

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Hasta hace unos meses, la protección de datos había tenido una presencia constante, hasta agobiante, en nuestras vidas. Ahora, la protección de nuestra salud, amenazada por el coronavirus, puede estar dando un giro importante a nuestra privacidad.

Cuando buscamos desesperadamente la manera de librarnos, lo más rápidamente posible, del coronavirus… lo más sensato, al menos lo más lógico, es buscar referencias: cómo lo han hecho otros países que nos llevan la delantera. Uno de ellos, que nos ofrece, además, un modelo eficaz para conseguirlo, es Corea del Sur.

A mediados de marzo, hace ya un mes, mi hijo me envió un post escrito por Bruno Arribas, un joven comercial digital que vive en el país asiático, en el que nos daba las claves sobre cómo Corea del Sur estaba ganando la batalla al coronavirus. Además del uso generalizado de desinfectantes y mascarillas, de testear mucho (20.000 test diarios), buscando portadores ocultos que no mostraran síntomas, y de poseer un sistema sanitario robusto, que dispone de 12,27 camas hospitalarias por cada 1.000 habitantes (en Euskadi tenemos 3,29 y en España 2,97), Bruno destacaba como muy importante el recurso a la tecnología para evitar contagios.

El gobierno pone a disposición de los ciudadanos –decía–, una página web que ofrece información detallada sobre la localización y estado de todos los casos confirmados y los lugares que han visitado en los últimos días. Si se ha coincidido con un infectado, deben ponerse inmediatamente en cuarentena y reportar la información al gobierno. Este, además, a través de la Corona-app, envía notificaciones constantes a los móviles cuando se detecta un caso cercano, invitando a visitar la web, para obtener más información y poder saber si se ha estado en contacto con la persona infectada. Además, difunde por el mismo medio recomendaciones de salud o cualquier información relevante, para evitar que llegue al ciudadano contaminada.

Mientras en Corea del Sur han acabado con el virus a golpe de clic, de aplicaciones informáticas y de geolocalización, y de hacer pruebas masivamente a la población; mientras en Corea del Sur no se ha decretado la prohibición de salir de casa, ni se han cerrado las tiendas y los restaurantes, nosotros estamos siendo más analógicos, y más respetuosos con nuestra privacidad: nos hemos quedado en casa y hemos jugado al escondite con él. Pero cuando empezamos a pensar en el fin del confinamiento, aparece Corea del Sur en el horizonte y la vigilancia digital.

Hemos conocido que Google y Apple trabajan de forma conjunta para poner a disposición de los gobiernos una plataforma que permita a cada país mantener una aplicación de control de infectados. Para evitar lo que ocurrió en Singapur donde solo un 20% de la población accedió a bajársela voluntariamente, esta iniciativa prevé que, al actualizar el sistema operativo de nuestros teléfonos, la app se instale de forma automática. El funcionamiento parece que sería el siguiente: No usaría geolocalización, como sucede con otras. Sería el Bluetooth el que permitiría que nuestro móvil se fuera conectando con todos los que se cruzaran con nosotros de cara a enviar un código aleatorio. Tendríamos una lista de códigos enviados y de códigos recibidos y nuestro teléfono se iría conectando a un servidor periódicamente para descubrir si alguno de los códigos recibidos corresponde a un infectado. En ese caso recibiríamos un aviso para entrar en cuarentena controlada.

Aunque es seguro que tenemos mucho que aprender de las civilizaciones orientales y es evidente que vivimos en un tiempo de transición analógico-digital, en el que la tecnología se asienta cada vez en más áreas de nuestra vida, son muchos los que consideran impensable que se pueda seguir en ningún país democrático el ejemplo de los surcoreanos, tan parecido al régimen policial digital chino, sobre todo en lo referente a las apps relacionadas con el control social, con esas aplicaciones móviles de rastreo de personas que, en este caso, han estado en contacto con positivos, porque estas cosas sabemos cómo empiezan –dicen–, pero no cómo acaban. Podríamos salir del confinamiento, pero mantendríamos la libertad confinada. Algunos, incluso, temen que al final de este camino nos esté esperando el Gran Hermano.

En fin, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, que piensa desde Berlín, en La emergencia viral y el mundo de mañana, nos advierte: “Ojalá que tras la conmoción que ha causado este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino. Si llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción pasaría a ser la situación normal”.

Salud o datos. ¿Es compatible su protección? No es una decisión fácil. El debate está servido.

Zaldibar, dos meses después

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A primera hora de esta tarde, hará dos meses que la tierra gritó ¡basta ya! en Zaldibar. Más de medio millón de toneladas de residuos industriales del vertedero de la localidad se precipitaron por la ladera del monte hasta el caserío Etxebarri y la AP-8 y dos de sus trabajadores, Joaquín Beltrán y Alberto Sololuze, fueron engullidos por la avalancha, enterrados en vida. Así siguen dos meses después.

Inmediatamente se desató una espiral de miedos y acusaciones, y toda la atención se concentró en lo inmediato. En el amianto rodando por la ladera, el olor a lindano, los niveles elevados de dioxinas y furanos detectados en el aire, la presencia de amonio en los ríos cercanos, los incendios en el vertedero, las recomendaciones de cerrar las ventanas de las casas y no hacer ejercicio físico en el exterior; en la autopista cortada al tráfico, hasta en el aplazamiento del derbi guipuzcoano; y, sobre todo, en la depuración de responsabilidades, carnaza en precampaña electoral: la oposición acusa al gobierno y el gobierno a la empresa propietaria del vertedero.

Pero no reparamos en el problema de fondo que está en el origen del desastre: la cantidad de residuos industriales que genera nuestro modelo de crecimiento. En nueve años, el vertedero había acumulado la cantidad de residuos prevista para treinta y cinco. Ahora, más de setecientas empresas preguntan al gobierno qué hacen con ellos.

¿Hemos sacado alguna enseñanza de provecho de este desastre? Porque el desgraciado derrumbe de Zaldíbar, es la metáfora perfecta de lo que nos está ocurriendo a la humanidad. Deberíamos preguntarnos si no estamos convirtiendo nuestro planeta en un gigantesco vertedero que puede venirse encima y engullirnos a todos.

Mujeres barbudas

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Esperando, esperando… a más de uno, o de una, le puede crecer la barba…

… es algo que ha sido connatural a la raza humana desde la noche de los tiempos.

Pero…, siempre hay un pero, una vez hallado el modo de rasurarnos, llevar o no llevar barba rara vez ha sido una decisión fortuita. Más bien, ha respondido a distintas circunstancias políticas, económicas y sociales, a lo largo de la historia. Los hombres de los pueblos mesopotámicos lucían grandes y cuidadas barbas como un signo de estatus y respetabilidad. Para los egipcios, una barba, real o postiza, era un atributo de poder, de autoridad, incluso para reinas como Hatshepsut. En la antigua Grecia, la barba era símbolo de sabiduría, madurez y virilidad, y su ausencia, por el contrario, una señal de afeminamiento. También se ha relacionado la barba con la valentía del portador: a los belicosos espartanos que mostraban cobardía en el combate se les afeitaba.

Sin embargo, para los romanos, la barba era cosa de bárbaros. Los adolescentes celebraban el primer afeitado, con una fiesta en la que se les otorgaba la toga virilis, como el comienzo de la edad adulta. Augusto lo hizo a sus veinticuatro años y Calígula a los veinte. Los bárbaros, efectivamente, probaban su virilidad haciendo juramento de no cortarla en la vida. En la Edad Media la barba adquirió, otra vez, categoría de virilidad, de honor y, sobre todo, de sabiduría, otra vez. Nada de afeitados hasta que los cruzados los trajeron de tierras orientales, donde las costumbres eran más refinadas. Sin embargo, el barbudo Enrique VIII de Inglaterra ordenaba cortar las barbas de sus enemigos para humillarlos, y el zar Pedro I el Grande, llegó a gravarlas con un impuesto para occidentalizar su país.

Dignidad, coraje, bravura y distinción, han sido otras connotaciones atribuidas a la barba. Más recientemente, cuando se levantó Fidel, y mandó a parar, los barbudos se convirtieron en símbolo revolucionario. Luego, el movimiento hippie hizo de la barba un icono contracultural. Muchos atributos ha procurado la barba, pero… siempre hay un pero, desde una perspectiva histórica, casi siempre han estado asociados a la masculinidad. Como si no hubiera mujeres sabias y valientes, como si las mujeres necesitaran dejarse barba para ser consideradas, valientes, maduras, respetables y poderosas.

De un tiempo a esta parte, a muchas feministas les ha dado por identificar pelo con liberación. Primero, luciendo axilas y piernas sin depilar, y ahora, prestas a derribar el último tabú de género, dejándose crecer la barba. Dos jóvenes catalanas, Mar Llop y Cristina Almirall, probablemente cansadas de que la gente se les subiera a las barbas, han fundado el movimiento Som Barbàrie. Ambas tienen pelos en la cara, pero ninguno en la lengua. Reivindican la barba en la mujer y pretenden dar apoyo a sus barbudas compañeras de fatigas: “Queremos que todas sean libres de escoger qué hacer con sus pelos –afirman–, y que si se los quieren dejar, que sepan que pueden hacerlo, igual que nosotras”. Están ilusionadas porque, según dicen, “esto crece como nuestras barbas”.

Cristina, una de las fundadoras, ha atribuido parte de la inspiración de este movimiento a la lectura de El salvaje interior y la mujer barbuda, un libro de la historiadora y escritora Pilar Pedraza. La pogonóloga, asegura que esta iniciativa tiene precursoras ilustres, recordando a mujeres que fueron capaces de desafiar el orden social con sus barbas. Es el caso de Antonieta Gosalvus, Bárbara Urselin, Julia Pastrana, Krao Farini, Annie Jones y, sobre todo, el de Clémentine Delait y su Café de la Femme à Barbe, y el de la antropóloga Jennifer Miller, fundadora del circo Amok, con mujeres barbudas como ella. La primera, que falleció en 1939, hizo esculpir su epitafio, en el que se lee: “Aquí yace Clémentine Delait, una mujer con barba”; y Miller diría que “el cuerpo es un territorio de opresiones. Seré, pues una mujer barbuda, sin que por eso sea diferente”.

Pero es cierto que todas fueron contempladas como bichos raros, algunas incluso exhibidas en carpas y circos. Aunque también es cierto que algo debe estar pasando: todo un boom quizás, que ha sacado a la mujer barbuda del circo para lanzarla al estrellato. Conchita Wurst, con una poblada y cuidada barba, ganó el Festival de Eurovisión en 2014, y la modelo barbuda Harnaam Kaur, triunfa en las pasarelas y arrasa en las redes sociales.

La más venerable de todas ellas es la Santa Wilgefortis, o Santa Librada, patrona de las mujeres mal casadas, representada con una notoria y larga barba, y la más conocida, quizás sea Magdalena Ventura, la modelo pintada por Ribera, “El Españoleto”, que podemos ver en el detalle del lienzo que abre esta entrada, obra conocida precisamente como La mujer barbuda o Magdalena Ventura con su marido. En las lápidas pintadas en el cuadro, Ribera dibuja una larga inscripción escrita en latín titulada “El gran milagro de la naturaleza”. Aunque Magdalena Ventura posa junto a su marido Felici di Amici, no sé si fue tras contemplar el cuadro de Ribera o la imagen de la santa, cuando alguien exclamó “Bienaventuradas sean las barbudas, porque de ellas será la soltería eterna”.

Si bien es cierto que donde hay pelo hay alegría, a mí no me gustan las mujeres barbudas, por muy revolucionarias que sean. Están en su derecho, faltaría más. Pero seguro que hay otro modo de hacerse valer. De mostrar sabiduría y madurez, dignidad, valentía o respetabilidad. En definitiva, la barba en la mujer, es el resultado de una igualdad mal entendida, a mi modo de ver.

Dice Pilar Pedraza, autora también de La Venus barbuda y el eslabón perdido, que se ha abierto una nueva brecha en el muro. No quisiera que la estética masculina que ahora celebra, cada primer sábado de septiembre, desde hace una década, el World Beard Day (Día Mundial de la Barba) se viera mezclada con los ideales que representa el ocho de marzo.

Oratoria testicular

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Paseando por el laberinto de don Julio Caro Baroja, he encontrado al sabio de Itzea enojado con los parlamentarios de su tiempo postrero, el de la Transición española.

Dice Caro, que lo menos que se puede esperar es la agresión verbal, oral o escrita. Esto, aunque no es nuevo, ha adquirido algunos matices especiales en nuestra hermosa época. Los periódicos y revistas clericales y anticlericales de comienzos de siglo, desde El Siglo Futuro al Motín, usaban y abusaban del dicterio, del improperio y hasta del insulto. Hubo un momento corto en que este juego de procacidades pareció mecánico, aburrido, monótono. Por otra parte, los oradores con pretensiones de conquistar a ciertos auditorios, tanto de izquierda como de derecha, usaban también, por la misma época, de parecida artillería verbal, que producía risa y satisfacción a los que oían. Hay un misterioso nexo entre el juego retórico a base de la ordinariez y de la grosería y la creencia de que éstas son patrimonio de los hombres de bien de determinado grupo político. Thiers, refiriéndose a ciertos ministros de Luis Felipe, que eran hombres un poco groseros al parecer, decía: “Se creen virtuosos porque son mal educados.” ¿Qué diría hoy? Todo el que hace alarde de “hombría de bien” (también la que paralelamente la hace de lo que podría llamarse “mujería”) cree que tiene que ser grosero, violento de expresión, un tanto cerril. En esto los que ponen el mingo [sobresalen] no son los políticos, sino los articulistas de ciertas publicaciones periódicas, que parecen creer que el grado de emancipación se mide por las palabrotas que se emplean y que el camino de la virtud está empedrado de ellas. Esto no asusta, pero da qué pensar acerca de la fuerza de los tópicos, arquetipos y modelos de conducta. Hace temer, por otra parte, que la capacidad de discurrir ordenadamente sobre un problema político o económico complicado vaya perdiéndose más y más. No ha de pensarse que un orador de mitin debe emplear un lenguaje calderoniano, ni imitar a los grandes oradores del pasado, pero de esto al género de oratoria que hoy tiene éxito en algunos medios y que podría caracterizarse como “oratoria testicular”, hay gran distancia y nadie la cubre.

Aunque, como se ve, el fenómeno no es nuevo, qué diría hoy el bueno de Caro al oír a tantos parlamentarios rompiendo la barrera del sonido. La agresividad es una especie de virus del comportamiento, más contagioso que el de Wuhan.

Felices años veinte

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Nada que no sea estrictamente cronológico empieza, ni acaba, con las doce campanadas de un reloj, pero los cambios de década parecen propicios para levantar la vista y mirar más allá, escudriñar el pasado y el futuro, para ver hacia dónde vamos y de dónde venimos.

Al hacerlo, en este momento, es inevitable la referencia de los felices años veinte del siglo pasado, los también llamados años locos. Fue una década de excitación, en la que terminó abriéndose paso una nueva y más rápida forma de vivir, pero también de grandes transformaciones, de creciente confianza en la tecnología, de progreso, en una palabra, que todos sabemos cómo acabó, con el crac del 29 y el auge de los fascismos, que supieron cautivar a la sociedad.

Nosotros empezamos nuestros años veinte con una cierta ventaja, con el crac ya hecho, aunque todavía estemos pagando sus consecuencias, y una memoria histórica que actúa como recordatorio de lo frágil que es la democracia, de cómo la libertad puede retroceder cuando las fuerzas políticas se olvidan de defenderla día a día y de los efectos que produce la manipulación y el fomento del odio.

La Gran Recesión de 2008 nos ha hecho pagar a casi todos, las consecuencias de los desmanes del capitalismo financiero y corporativo internacional y los efectos de las malas decisiones de la Unión Europea y los gobiernos nacionales, con su llamada política de austeridad, una carga de profundidad contra el estado de bienestar que ha dejado a muchos ciudadanos desprotegidos. Este error de los gobiernos democráticos, es el que ahora está alimentando el éxito de los dirigentes autoritarios que ofrecen protección a cambio de restringir libertades individuales y políticas fundamentales.

Como nos ha recordado Antón Costas, el escritor norteamericano Mark Twain señaló que “la historia no se repite, pero rima”. Hoy muchas circunstancias riman con las de la década de los veinte del siglo pasado. En aquella etapa hubo dos tipos de respuestas a la demanda de protección de la sociedad frente al intento de imponer la utopía del libre mercado. La de los demócratas progresistas, representada por la política del Franklin Delano Roosevelt, el new deal (contrato social), y la protofascista, protagonizada por la política de austeridad del canciller alemán Heinrich Brüning. La primera salvó a la democracia estadounidense. La segunda fue una invitación a la llegada del fascismo a toda Europa.

Estamos viendo reproducirse nuevamente aquel enfrentamiento entre progresistas y fascistas, en una versión actualizada, y la felicidad de nuestros locos años veinte dependerá del camino que emprendamos para llevar a cabo las grandes transformaciones que necesitamos.

Navidades innovadoras

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Ximona ha sido la reina de la fiesta en la última feria de Santo Tomás. Las medidas de seguridad adoptadas han evitado los problemas que se produjeron en la anterior, cuando el grupo animalista Frente de Liberación Animal saboteó la presencia en la plaza de la Consti de su colega Gilda, para “dar una respuesta contundente mediante la acción directa a la situación y las condiciones que sufren los animales”, porque “los cerdos, como las demás especies, también tienen sistema nervioso central y la capacidad de sentir; y, por ende, son individuos que merecen respeto”, dijeron. Algo hemos conseguido, se acabó la tradicional rifa y, terminada la feria, la cerda vuelve al caserío.

Y es que los animales lo pasan realmente mal. Por eso es comprensible que a la cerda de cartón piedra del Belén de la plaza de Guipúzcoa le hayan hecho una pintada, para sensibilizarnos sobre el asunto. Además, como ya nos venía advirtiendo la gente que sabe de esto, el ruido de los cohetes hace sufrir a sus mascotas, porque les provoca «ansiedad, desequilibrio nervioso, taquicardias, temblores, náuseas, pérdida de control, e incluso el fallecimiento». Así que hemos limitado el uso de la pirotecnia en Nochevieja a media hora y, de momento, hemos mitigado el sufrimiento.

En cuanto a nuestro Olentzero, fiel a la cita navideña, ha aparecido estos días sentado en una de las terrazas del Ayuntamiento. Al jovial carbonero, borrachín, tripazai y un poco misógino, lo hemos hecho feminista junto a Mari Domingi. Pero todavía lleva su capón, antes de que nos planteemos convertirlo en vegetariano o vegano, y sigue produciendo CO2 con su txindorra en el bosque. Así que igual tenemos que darle una vuelta al asunto para la próxima Navidad.

Donde realmente hemos avanzado de manera importante, es en la cabalgata de los Reyes Magos. Este año sin animales: ni ovejas, ni bueyes, porque su desfile ocasiona estrés y una “humillación innecesaria a estos seres sintientes”; ni antorchas, claro, que contaminan el aire, y los hemos sustituido por unos artilugios con lucecitas de colores y unos caballos hinchables. Por poner una pega, diré que no sé cómo todavía el rey negro sale el último.

Así que, a ver, quién decía que somos tradicionalistas y que no sabemos innovar.