Dramáticas desigualdades

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Cuando en abril de 2015, la forense italiana Cristina Cattaneo y su equipo trataban de poner nombre a los cientos de inmigrantes ahogados en el canal de Sicilia, se encontraron con el cuerpecito desmedrado de un niño de catorce años, vestido con chaqueta, chaleco, camisa y vaqueros. Al levantarlo, advirtieron que llevaba algo pesado y duro cuidadosamente cosido en la chaqueta. Eran sus boletines de notas escolares. Todos con magníficas calificaciones. Al emprender su viaje de más de tres mil kilómetros hacia la Tierra Prometida, el niño de Malí sólo llevó consigo la prueba de su esfuerzo y su rendimiento escolar, quizá para demostrar que era un chico bueno y aplicado, quizá pensando que aquellos boletines valían más que un pasaporte.

Hace unos días, se ha presentado el Informe sobre Desarrollo Humano 2019, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Desde el principio, sus autores, advierten que hay un hilo conductor en la mayoría de los problemas que nos afectan: la profunda y creciente frustración que generan las desigualdades que, en el ámbito del desarrollo, pueden tener consecuencias dramáticas.

Piénsese –dicen–, en dos niños nacidos el año 2000, uno en un país con desarrollo humano muy alto y el otro en un país con desarrollo humano bajo. Hoy en día, el primero tiene una probabilidad superior al 50% de estar matriculado en la educación superior: en los países con desarrollo humano muy alto, más de la mitad de los jóvenes de veinte años se encuentran cursando estudios superiores. Por el contrario, el segundo, el nacido en un país con desarrollo humano bajo, tiene una probabilidad muy inferior de estar siquiera vivo: alrededor del 17% de los niños nacidos en países con desarrollo humano bajo en 2000, habrán muerto antes de cumplir los veinte años, frente a tan solo el 1% de los nacidos en países con desarrollo humano muy alto. También es poco probable que el segundo muchacho esté realizando estudios superiores: tan solo el 3% de los jóvenes de esta generación lo logra en los países con desarrollo humano bajo.

Es cierto que los números son fríos, pero igual cosidos a la chaqueta del niño de Malí arden en nuestras conciencias. Que por lo menos, nos den que pensar.

Por el mar corren las liebres…

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y por el monte las sardinas, tralará,

Por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas… cantábamos, cuando en el colegio salíamos de excursión. Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras, tralará, empezábamos, y entre risas aprendimos que la mentira era lo opuesto a la verdad.

Desde la más tierna infancia nos enseñaron que era tan vieja como la humanidad y que ya uno de los Diez Mandamientos que Moisés recibió en el monte Sinaí prohibía dar falso testimonio, por lo que mentir era pecado, algo malo que no se debía hacer. Luego, cuando empezamos a hacernos mayores, fueron llegando los matices y así supimos que había mentiras piadosas y hasta medias verdades.

Desde que Platón, hace 2.500 años, expuso su tesis sobre la noble mentira, que podía ser útil para quienes gobiernan la ciudad, siempre ha habido filósofos que la han justificado, como un instrumento necesario y legítimo para el político y el gobernante. Su planteamiento resurge en los albores de la Edad Moderna en la influyente obra de Maquiavelo. Así, señalaba el florentino, el príncipe siempre hará evidentes en palabras y gestos públicos su conformidad con las virtudes que desprecia. Semejante doblez hacia los súbditos deriva de la ‘simpleza’ del ‘estúpido vulgo’. “Un príncipe prudente no puede ni debe mantener fidelidad a las promesas, cuando tal fidelidad redunda en perjuicio propio”. “Pero es necesario saber encubrir bien este natural, y tener gran habilidad para fingir y disimular; los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que quien engaña, encontrará siempre a quien se deje engañar”.

Siguiendo la línea de pensamiento de Maquiavelo, según la cual la relación natural entre ética y política era la del divorcio, Weber incluyó entre los principios inaplicables el de veracidad y justificó el engaño a los ciudadanos como mentira responsable. Pero la conexión de la ‘noble mentira’ con el actual descaro cínico la encontramos en Leo Strauss, cuyos seguidores y su idea de la utilidad política de la mentira, ejercen hoy una influencia notoria en la política de Estados Unidos. La sociedad –dice–, no se encuentra preparada para escuchar la cruda verdad de quienes han sabido reconocerla, y por tal razón pide ser engañada. Saber la verdad desmoralizaría a los ciudadanos corrientes, y de ahí la necesidad de la ocultación y la mentira, que Strauss justifica, precisamente, apelando a Platón. La verdad es peligrosa para los ciudadanos corrientes y el gobernante debe protegerles de sus efectos.

Hannah Arendt, haciendo balance de su uso, terminó reconociendo que siempre se vio la mentira como una herramienta necesaria y justificable, no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos, sino también para la del hombre de Estado. Así se ha llegado a aceptar la mentira como un recurso útil, mientras se mantenga entre “los límites aceptables”.

Me encontré con un ciruelo cargadito de manzanas,
empecé a tirarle piedras y caían avellanas, tralará,

Pero el curso del río se convirtió en cascada y con las redes sociales llegaron los bulos, las ‘fake news’ y las posverdades, como la autoría de los atentados del 15M y la posesión de armas de destrucción masiva que justificó la invasión de Irak, imputadas ambas con machacona insistencia por embusteros convencidos de que Goebbels tenía razón cuando aseguraba que si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad.

Y la avalancha ha adquirido categoría de ‘tsunami’. Desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca, en enero de 2017, hasta el pasado 27 de abril ha hecho 10.111 afirmaciones falsas en público,. Según el metódico recuento que lleva a cabo un equipo de The Washington Post, liderado por el periodista político Glenn Kessler, en 828 días como presidente, ha faltado a la verdad en público unas 12 veces al día, 85 veces a la semana o 370 al mes, en ámbitos como discursos oficiales (999), mítines (2.217) y ‘tuits’ (1.803). Y la tendencia está al alza, porque desde noviembre de 2018 a finales del pasado abril, la media diaria ha sido de 23 mentiras. Mucho más cerca, como hemos podido comprobar en las recientes y largas campañas electorales que, en realidad, empezaron tras la moción de censura contra Mariano Rajoy, el maestro del engaño tiene destacados discípulos.

Pero la mentira era un privilegio que aquellos filósofos concedían a “los mejores” para guiar al “estúpido vulgo”, por eso cuando veo y oigo a esa panda de mediocres mentir a troche y moche, con una sonrisa de oreja a oreja, me pregunto si de verdad creerán que nos engañan.

Además, me ocurre como a Heracles cuando, en la Caverna de las Ideas, reprochaba a Diágoras de Medonte haberle mentido y le decía: no me ofende tanto tu engaño como tu necia pretensión de que podías engañarme.

Aunque cada vez se me hace más cuesta arriba soportar la mentira, lo que realmente me ofende y hasta me indigna, es el cinismo y la desfachatez con la que mienten, tratándonos como si fuéramos auténticos julais, incautos a los que se puede engañar con facilidad. Ni siquiera se molestan en fingir y disimular como recomendaba Maquiavelo.

Al final está ocurriendo lo que temía Kant cuando decía que la mentira no podía ser una ley universal porque entonces sabríamos que todos mienten y ya no tendría el efecto esperado.

La mentira, incluso la calificada de noble, es una manzana podrida que, más pronto que tarde, siempre echa a perder el cesto.

Con el ruido de las nueces, salió el amo del peral.
Chiquillo no tires piedras que no es mío el melonar.
Es de una familia pobre que vive en El Escorial, tralará.

Esto cantábamos, cuando íbamos despacio.

El flemón de Hamel

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El partido de octavos de la Champions que han jugado el Real Madrid y el Ajax nos ha brindado la oportunidad de recordar a un carismático jugador del equipo holandés.

Su historia nos lleva a Hooghalen, una ciudad del norte de Holanda, cerca de la frontera con Alemania, donde estaba instalado el campo de tránsito de Westerbork, desde el que fueron deportadas miles de personas en trenes que partían hacia los campos de concentración de Auschwitz, Sobibor, Theresienstadt y Bergen-Belsen.

A uno de aquellos vagones tuvo que subirse, junto a su familia, Edward Hamel a finales de 1942. De nada le sirvió su ciudadanía estadounidense, ni sus ocho goles marcados en los 125 partidos que había jugado con la camiseta del Ajax.

Había aprendido a jugar a fútbol en las calles de Nueva York, donde nació, y cuando su familia emigró a Holanda, siendo todavía un adolescente, se sumó a las filas del Ajax. Jugando como extremo derecho, se convirtió en una pieza clave del equipo de Amsterdam desde 1922 hasta 1930.

Pero cuando los nazis invadieron Holanda, el popular jugador y su familia fueron detenidos y Hamel pasó los cuatro últimos meses de su vida haciendo trabajos forzados en Auschwitz-Birkenau.

Sus últimos momentos los narra su compañero de camarote Leon Greenman en el documental Auschwitz: The Forgotten Evidence:

“Nuestras condiciones nos estaban convirtiendo en diferentes personas, pero no a todos. Algunos consiguieron ser siempre, a pesar del horror que nos rodeaba, unos caballeros. Eddy Hamel era uno de ellos. Llevábamos dos o tres meses en Birkenau, cuando supimos que llegó el día de la Gran Selección. Fue un día entero de revisiones, de inspecciones de nuestros cuerpos. Nos obligaron a desnudarnos y hacer filas según el orden alfabético de nuestros apellidos. Eddy estaba justo detrás de mí, porque el suyo comenzaba con “H” y el mío con “G”. “Tengo un flemón. ¿Qué me va a pasar?”, me preguntó. Le miré y noté que tenía una zona de la cara hinchada. Entonces nos obligaron a pasar por delante de dos escritorios. En cada mesa había un oficial de las SS. Si eras apto te mandaban a la derecha, de lo contrario ibas a la fila de la izquierda. Con un gesto feroz, a mí me mandaron a la derecha. A Eddy, que venía detrás, le enviaron a la izquierda.” Era el camino de la cámara de gas. Era el 30 de abril de 1943.

De nuevo el fútbol nos da pie para hablar de lo importante. Cuando vuelven a verse las cruces gamadas en Europa, marcadas “sin complejos”, cualquier oportunidad es buena para recordar el Holocausto, para refrescar la memoria.

La chaqueta de Antonio Machado

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Hace unos días hemos lamentado los ochenta años de la muerte del genial poeta. Un miércoles de ceniza, allá, en Colliure, en una humilde cama del hotel que entonces se llamaba Bougnol-Quintana, el 22 de febrero de 1939, en el que había encontrado refugio huyendo de la guerra.

El peregrinaje de tanto oportunista y chaquetero para rendirle homenaje, me ha recordado una de esas historias didácticas que se cuentan en sus estrechas y empedradas calles.

Al parecer, los clientes del hotel estaban muy intrigados porque no veían comer juntos a los hermanos Machado, y algunos atribuían esa rareza a una inquina provocada por las amarguras del exilio; hasta que un día descubrieron la verdad: los hermanos no tenían más que un traje y se lo turnaban para bajar al comedor.

Hay personas que no pierden la dignidad ni en la peor de las derrotas.

La chaqueta de Antonio Machado era la de un hombre “en el buen sentido de la palabra, bueno”, ciudadano ejemplar, republicano hasta la médula, íntegro, fiel a sus ideales y con una dignidad a prueba de bombas, que murió sólo tres semanas después de pisar suelo francés, tal como había imaginado cuando encadenó los versos que se pueden leer en la lápida de su tumba:

Y cuando llegue el día del último viaje
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

Señoras y señores… estoy hecho un lío

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Dicen que Moisés ha vuelto para dividir las aguas del río revuelto: a la derecha han quedado quienes entienden el lenguaje inclusivo como una moda superflua, estridente e inconsistente; a la izquierda, los que miran con recelo a los que se niegan a crear una realidad más igualitaria a través del lenguaje. Y uno, que hasta ahora se tenía por un “progre”, adscrito a la causa feminista de palabra y obra, ha quedado encuadrado en la derecha. Así que estoy hecho un lío. Pero mi perplejidad en este asunto, como la de muchos que hoy se han apuntado al canon de lo políticamente correcto, viene de lejos.

Mi primo suizo Lorenzo, que tiene un conocimiento rudimentario del castellano, me decía este verano, en la terraza del Lío, que no entendía por qué un nombre de mujer, como el de mi cuñada Olvido, acababa en “o”. Algo parecido les debió ocurrir a Bibiana Aído y a Irene Montero cuando se vieron impelidas a hablar de “miembras” y “portavozas”. Ya, ya, se me dirá que se trata de casos extremos, pero hay mucha gente que anda a la caza obsesiva de vocablos “sospechosos” de dominación masculina, incluso de epicenos, los que no marcan género, para meterles la “a”. Un empeño absurdo, a mi juicio. A nadie se le ocurriría convertir “lameculos” en “lameculas”, por ejemplo, que también las habrá, ni haciendo referencia a varones, utilizar el mismo criterio lógico, para hablar de “poetos”, “atletos”, “periodistos”, “artistos”, ”horteros”, “pediatros” o “logopedos”. En fin, algo tan disparatado que terminará racionalizándose.

Lo que peor llevo son esas cansinas duplicaciones con los plurales, lo que llaman dobletes o desdoblamientos léxicos: los ciudadanos y las ciudadanas, los vascos y las vascas, los trabajadores y las trabajadoras, todos y todas, y así hasta el infinito y más allá. Hace ya casi quince años, el Gobierno vasco, pionero en tantas cosas, puso negro sobre blanco un ejemplar episodio de esta lucha contra el sexismo lingüístico, cuando el Boletín Oficial del País Vasco hacía público: “Se hace saber a todos los ciudadanos y ciudadanas de Euskadi que el Parlamento Vasco ha aprobado la siguiente Ley: Ley 9/2004, de 24 de noviembre, de la Comisión Jurídica Asesora de Euskadi”. Un texto trufado de duplicaciones que de manera exhaustiva se refiere a las titulares o los titulares, las vocales o los vocales, el presidente o la presidenta, el secretario o la secretaria, los ponentes y las ponentes, las miembros y los miembros –menos mal que todavía no se había inventado lo de las miembras–, ambos o ambas, alguno o alguna, él o ella, en el que se puede leer: “La comisión tiene un secretario o secretaria que se nombra por el presidente o presidenta (…) entre funcionarios y funcionarias de carrera.” En “ausencia prolongada de uno de los vocales o una de las vocales (…) se procederá al nombramiento de un suplente o una suplente” (…). “La formalización del nombramiento y cese del suplente o la suplente se realizará conforme a lo previsto” (…). “El tiempo que dure la suplencia se imputará al período de mandato de la vocal o el vocal suplido”. “El pleno está integrado por el presidente o presidenta, el vicepresidente o vicepresidenta y los vocales o las vocales.” Probablemente, otro caso extremo también. Pero, al margen de lo que puedan decir los teóricos de la retórica, desde luego infumable. A mi juicio, un auténtico dislate. No creo que lleguemos a ver esta manera de redactar en una obra literaria.

María del Carmen Horno Chéliz en Bondades, peligros y redundancias del lenguaje inclusivo, advierte del peligro de doblar constantemente el masculino y el femenino porque el doblete puede convertirse en “un arma de doble filo” teniendo como consecuencia nefasta que un uso genérico, finalmente, “no nos incluya”. Es lo que ha ocurrido en una empresa oleícola de Córdoba. Aunque pueda parecer surrealista, el 6 de junio nos desayunábamos con la noticia de que la empresa Aceites y Energía Santamaría, S.L. de Lucena, había decidido no pagar los atrasos de los últimos diecisiete meses a las tres mujeres de su plantilla, porque en el convenio colectivo el incremento salarial sólo se había establecido para “los trabajadores”, no para “las trabajadoras”. Sí, sí, otro caso extremo.

Además de engorroso, cuando se fuerza y se lleva a tal punto, el lenguaje inclusivo encierra un peligro aún mayor, el de extender una ficción, la imagen de una sociedad que todavía no existe, la apariencia de una realidad más justa y equitativa, porque invisibiliza otra que todavía menosprecia y maltrata a las mujeres. Todavía, la brecha salarial entre hombres y mujeres es del 14,3% en Euskadi, si se toma como referencia el indicador europeo de ganancia por hora normal de trabajo, pero la desigualdad es mayor si se compara la ganancia media anual que es de un 24,4%, brecha que se ha agrandado 2,3 puntos desde 2009, según datos de la Encuesta de Costes Laborales del INE; y la crueldad de la violencia machista, llamada “de género”, es el pan nuestro de cada día. Este año se han añadido otras 47 mujeres a la estadística de víctimas mortales de la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género, que sólo cuenta las asesinadas por sus parejas o exparejas, y ya son 975 en quince años, desde que se empezaron a contar en 2003, más que las atribuidas a ETA en 43 y muchísimas más que las 62 del conflicto armado en Eslovenia, que estos días alarma a la opinión pública española.

Sin embargo, María Silvestre, constituida en ariete de los que han quedado a la izquierda, porfía en el empeño de forzar el lenguaje como instrumento para cambiar la sociedad. “Si algo construye realidad con fuerza es el lenguaje”, asegura. Yo estoy más con Rosa Montero cuando dice que “todos los idiomas buscan intuitivamente la elegancia de la concisión y la precisión, y esta repetición insufrible resulta agotadora”. “La lengua –continúa­–, es como la piel de una sociedad, de manera que, si la sociedad cambia, la lengua también cambia. Es un tejido vivo que no puedes transformar por decreto, sino que tiene que ir mutando a medida que el cuerpo social cambia”. Así ha ocurrido siempre. Y mientras nos enredamos en debates léxicos y hasta filosóficos, la vida sigue… y la muerte también.

Pues sí, señoras y señores, expresión que por cierto ha caído en desuso en tiempos de lenguaje inclusivo, estoy hecho un lío. Yo, que me creía tan progresista… ¡a la derecha del río!

Por el camino de la felicidad

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La semana pasada leí que vivimos en un país feliz. Introduciendo en la coctelera diversas variables que se manejan a nivel internacional, el Eustat nos da una nota media de 7,6 sobre 10. ¡Un notable!. Es una calificación muy alta, sobre todo si tenemos en cuenta que la ONU, en su Informe Anual de la Felicidad publicado en marzo de este año, sitúa a Finlandia en el primer puesto del ranking mundial con una puntuación de 7,632.

Pero hete aquí que el país más feliz del mundo es uno de los que presenta tasas más altas de suicidios: 16,2 por cada 100.000 habitantes, según el último informe de la Organización Mundial de la Salud de 2017. Hoy he leído que 180 personas, 134 hombres y 46 mujeres, se suicidaron en Euskadi el año pasado, según datos recogidos también por el Eustat, lo que arroja un coeficiente de 8,3. No llegamos al nivel de Finlandia en esta evaluación pero es evidente que el empedrado del camino de la felicidad tiene también socavones muy grandes.

Extraña pareja la formada por el binomio felicidad-suicidio. La Universidad de Warwick, del Reino Unido, el Hamilton College de Nueva York y el Banco de la Reserva Federal de San Francisco, han elaborado un estudio titulado ‘Contrastes oscuros: la paradoja de las altas tasas de suicidio en lugares felices’, en el que llegan a la conclusión recogida en el título: que muchos países con niveles de felicidad relativamente altos tienen, también, elevadas tasas de suicidios, que, por lo demás, resulta evidente sólo con cotejar con curiosidad los informes de Naciones Unidas y de la Organización Mundial de la Salud.

Sorprende además, a mí por lo menos me deja perplejo, comprobar que países que están a la cola en ese ranking de felicidad tengan las tasas de suicidios más bajas como Níger (4,1), Somalia (5,4), Malawi (5,5), Liberia (6,3) o Sudán del Sur (6,4) y, sin embargo, los que están a la cabeza, los más felices, las más altas: Bélgica (20,5), Francia (16,9), Austria (16,4), Finlandia (16,2), Suecia (15,4) o Suiza (15,1), lo que sugiere, al menos, un par de preguntas: ¿se puede cifrar la felicidad?, ¿realmente son más felices las personas que viven en los cinco países que encabezan la clasificación: Finlandia (7,632), Noruega (7,594), Dinamarca (7,555), Islandia (7,495) y Suiza (7,487), o el nuestro, con ese 7,6, que los que habitan en los cinco últimos: Ruanda (3,408), Tanzania (3,303), Sudán del Sur (3,254), República Centroafricana (3,083) y Burundi (2,905)?

Sin pretender frivolizar en asunto tan grave, yo tengo mis dudas. Después de leer que vivimos en un país tan dichoso, me he acordado del aserto atribuido a Sigmund Freud, según el cual “existen dos maneras de ser feliz en esta vida: una es hacerse el idiota y la otra, serlo”.

De coreanos y Coreas donostiarras

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El paso de Lee Chun Soo por la Real Sociedad no fue suficiente para poner a Donosti en el mapa de sus paisanos. El padrón municipal dice que sólo son catorce los coreanos que comparten su día a día con nosotros. Pero hubo un tiempo, no tan lejano, en el que llegaban por miles.

Eran los años cincuenta y sesenta, cuando esta tierra bullía en un nuevo proceso de expansión industrial y desarrollo económico, frenético e intenso, que cosechaba prosperidad y demandaba mano de obra. Atraídos por la posibilidad cierta de encontrar un puesto de trabajo y vivir una vida mejor, con una esperanza cansada de esperar, decenas de miles de castellanos y extremeños, sobre todo, decidieron “subirse a las vascongadas”: día y medio en vagones de tercera entre maletas de cartón o de madera.

Una segunda gran ola de inmigración se levantó y rompió con fuerza inusitada provocando un crecimiento demográfico espectacular que prácticamente duplicó la población vasca en sólo dos décadas, con un saldo migratorio neto de 415.800 almas, más de un tercio de la misma, y el desbordamiento de un territorio que no estaba preparado para acoger semejante aluvión. Resurgieron el chabolismo y el hacinamiento y otras formas precarias de alojamiento, como el alquiler de habitaciones con derecho a cocina y baño, los pisos compartidos por varias familias y las llamadas “casas baratas” que inundaron la geografía vasca. “No veíamos las chabolas –recuerda Idoia Estornés Zubizarreta–, pero sabíamos que estaban ahí… las “casas del paralelo” en Martutene.”

La guerra de Corea (1950-1953) había inundado los noticieros cinematográficos y estaba muy presente la imagen de las hileras de refugiados escapando de la miseria. No fue muy difícil asociarla con la de los recién llegados. Así, se les empezó a llamar “coreanos” y a sus poblados “paralelo 38”, la línea imaginaria que separaba ambas Coreas. “Coreano” venía a ser un apodo similar al “maketo” aranista de la primera ola migratoria de finales del XIX.

La marea humana también entrañó cambios profundos que alteraron la estructura social vasca. En unos, alimentó el sentimiento de amenaza de la propia identidad despertando viejos recelos.

– Danak gera anaiak, baño beoiek izan ditezela eratuko diranak.
– Todos somos hermanos, pero que sean ellos los que se adapten.

Son dos expresiones que Raúl Guerra Garrido recoge en el epígrafe de su novela Cacereño, no como meras traducciones sino como una actitud de ida y vuelta. Otros, que, como ha dicho Alfonso Pérez-Agote, habitaban en la “sociedad del silencio”, percibieron la llegada masiva de inmigrantes como una “invasión”, incluso como una “maniobra” franquista de ocupación planificada con un objetivo desnacionalizador.

En contra de lo manifestado por Manuel de Irujo en un artículo titulado “Los coreanos”, publicado en el número 123 de Alderdi, en junio de 1957, el órgano oficial del PNV publicaba otro de Ceferino Jemein, en octubre del mismo año, en el que bajo el título “Efectos de la invasión coreana”, el viejo guardián de las esencias sabinianas se despachaba así: “Se montan (en Euskadi) todos los días nuevas industrias a beneficio de los coreanos, que vienen en masa a ofrecer su mano de obra. Luego, hay que albergar a esos coreanos, a quienes no importa vivir en barracones inmundos, pero que, por decencia pública, hay que darles viviendas decorosas. Es otra industria la de la construcción que requiere otra mano de obra, que naturalmente proviene del exterior. Así se forma una cadena que amenaza con hacer desaparecer a Euskadi, para dar paso a una gran Babilonia.”

¡Cómo no les iba a importar vivir en barracones inmundos! La vivienda era para los inmigrantes la conquista definitiva de la tierra prometida, como ha dicho Pedro José Chacón en “La identidad maketa”: “Cuando lo que se nos ofrece a cambio de nuestro trabajo no es ni siquiera ese ámbito íntimo donde podamos convivir con nuestra pareja, donde podamos criar a nuestros hijos, toda nuestra lucha se cifra en conseguirlo, todo nuestro horizonte vital está puesto en ese objetivo”.

Aunque parezca mentira, el punto de cordura iba a llegar desde las filas de ETA. En otro artículo publicado en su órgano oficial, Zutik (nº 12, 1963), titulado “Carta a un coreano”, David López Dorronsoro decía: “Nosotros le pedimos perdón por el uno y el otro (haciendo referencia al uso de los términos maketo y coreano), y le aseguramos que tenemos una gran confianza en que todos nuestros compatriotas acabarán abandonando su empleo y rectificando los hábitos mentales que se esconden detrás de esas denominaciones”. “¿Qué pueblo puede vanagloriarse de no contar con ningún pequeño Eichmann?” lamentaba. Consideraba, además, el problema migratorio como un fenómeno socioeconómico generalizado, particularmente en Europa, y no como una “maniobra política” franquista: “También Milán está lleno de “coreanos” italianos, y París de “coreanos” franceses, de “coreanos” españoles, y de “coreanos” vascos, entre los cuales se encuentra el que escribe estas líneas”. “Para situar la cuestión en sus justos términos –continuaba–, digamos que este fenómeno natural de migración interna dentro del Estado ha venido como anillo al dedo a los intereses políticos del fascismo español y a los propósitos que el general Franco mantiene de aniquilar las minorías nacionales no españolas: catalana y vasca especialmente. Pero nosotros no podemos confundir los efectos con las causas, ni atribuir a la masa de “coreanos” ninguna colaboración con una maniobra que no existe en la realidad, cuanto menos en la mente de esos trabajadores”. Finalizaba López Dorronsoro reconociendo la existencia, dentro del propio marco social vasco, de una frontera interna establecida entre la comunidad autóctona y la comunidad inmigrante que urgía eliminar: “Una empresa tal, no aportará más que honor al Pueblo Vasco y grandes ventajas en la lucha de liberación popular y nacional de Euzkadi”.

Pero, ni todos los peneuvistas eran tan radicales como Ceferino Jemein, ni todos los etarras pensaban como López Dorronsoro. En cualquier caso, lo que sí parece acreditado es el uso y la extensión del apodo “coreano” para identificar al inmigrante en aquél tiempo.

Tal es así, que cuando el Ayuntamiento de Donosti construyó dos grupos gemelos de “casas baratas”, diseñadas por el arquitecto municipal Luis Jesús Arizmendi para mitigar el problema de la vivienda en la ciudad, fueron popularmente reconocidos como nuestras dos Coreas: el grupo San Francisco Javier, en Egia, “encima de Jai Alai y junto a la fábrica de mármoles Altuna”, como Corea del Norte; y el de San Roque, en Amara Viejo, como Corea del Sur.

Hoy, felizmente, para conocer sobre aquella circunstancia hay que recurrir a los libros de historia y a la prensa de la época. Lee Chun Soo, el Beckham de aquellas lejanas tierras, pasó por Donosti con más simpatía que gloria y sólo son catorce los coreanos que comparten su día a día con nosotros.

Riace: una bonita historia en tiempos de xenofobia

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Stefano Mariottini buceaba persiguiendo un mero en las cálidas aguas del mar Jónico, frente a la costa de Riace, cuando vio que de la arena del fondo marino salía lo que parecía un brazo humano. Por un momento pensó que aquello podía ser cosa de la ‘Ndrangheta, que había encontrado los restos de un cadáver. A su lado yacía otro. Pero no había motivo para asustarse. Eran dos estatuas de bronce del siglo V a.C. procedentes, probablemente, del naufragio de algún barco en tiempos de Pericles. Desde que fueron rescatados aquel 16 de agosto de 1972, son conocidos como los Guerreros de Riace y se exponen en el Museo Nacional de la Magna Grecia de Reggio Calabria.

Pasado el entusiasmo por el descubrimiento, la vida de aquel pequeño pueblo medieval, engastado en la montaña de la costa calabresa, en el sur de Italia, muy cerca de la punta de la bota, volvía a la normalidad, a la cruda realidad: una triste existencia hecha de emigración y abandono. Riace se moría, boqueaba como un pez fuera del agua. Sus vecinos emigraban hacia las ciudades industriales del norte y al extranjero y, para mediados de los noventa, era ya una aldea despoblada, atrapada entre el olvido y la ‘Ndrangheta, la mafia calabresa.

Pero una noche luminosa de julio de 1998, por el mismo camino que habían llegado los Guerreros de Riace, arribó un velero que navegaba a la deriva con casi doscientas personas a bordo, encallando en las rocas. 66 hombres, 46 mujeres y 72 niños bajaron de aquella precaria embarcación en la playa de piedra de la zona baja del pueblo. A su manera revelaron distintos orígenes: Irak, Siria y Turquía, pero todos tenían una historia común: eran kurdos que huían de la guerra y la represión que vivían en su tierra.

Domenico “Mimmo” Lucano tenía cuarenta años cuando se produjo el desembarco de aquella gente que hablaba raro. Era uno de los jóvenes del pueblo que había probado suerte en otras ciudades más al norte, pero las raíces le tiraban tanto que había decidido volver y allí estaba cuando parte de los seiscientos habitantes de Riace bajaron a llevarles agua, comida y mantas. Conocía el conflicto kurdo y se sentía atraído por su historia, su cultura y su pertinaz lucha.

Aquellos primeros refugiados se albergaron en una estructura de la iglesia. Casas había de sobra, pero estaban abandonadas hacía décadas, muchas en ruinas. Lucano se enteró de la posibilidad de conseguir fondos de la Unión Europea para ayudar a quienes pudieran obtener el estatus de refugiado y para la puesta en valor del patrimonio arquitectónico de pueblos como el suyo. Se puso en contacto, uno por uno, con los dueños de las casas abandonadas que vivían en Milán, Roma, Munich, Sídney o Buenos Aires, obtuvo su permiso para restaurarlas y consiguió los fondos para rehabilitar el pueblo con la ayuda de los kurdos, que habían llegado con ganas de labrarse un futuro.

Lucano vio en aquella circunstancia la oportunidad de convertir Riace en un pueblo de acogida que lo sacara de la agonía y en 1999, con los lugareños y los inmigrantes que habían decidido quedarse, fundó la asociación “Città Futura”, dando vida a un proyecto de acogida con el firme propósito de integrar a los refugiados en aquella comunidad que estaba destinada a desaparecer.

En 2004 creó una lista vecinal con otros integrantes de “Città Futura” a la que llamó “La otra Riace” y ganó cómodamente las elecciones. Desde el ayuntamiento, podía intensificar el trabajo de acogida: facilitar trámites, otorgar permisos de residencia y documentos de identidad, regular las construcciones y el trabajo de los servicios públicos. Otras familias de África y Asia se fueron acercando y un pueblo envejecido y abandonado volvía a tener vida. Además de los trabajos de rehabilitación de inmuebles, se abrieron talleres artesanales y de oficios tradicionales en la región, casi olvidados, bares y restaurantes, granjas educativas, huertas y almazaras, cooperativas agrícolas, para la recogida de residuos y la limpieza de las playas, creando puestos de trabajo y nuevas oportunidades, tanto para los lugareños como para los inmigrantes. La escuela del pueblo, que estaba a punto de cerrar por falta de alumnos, se convirtió en referencia para la región por la cantidad de idiomas que se enseñaban y hablaban.

Fue reelegido en 2009 y 2014, convirtiendo Riace en un modelo ejemplar de acogida e integración de inmigrantes y, al mismo tiempo, de recuperación y crecimiento de un pueblo, como tantos otros, condenado al abandono, que ha inspirado, incluso federado, a otros, en Sicilia y el Piamonte. Un modelo que el profesor Mario Ricca, jurista de la Universidad de Parma especializado en cuestiones migratorias, ha calificado de “intelligration” (integración inteligente), “clave para transformar la hostilidad en hospitalidad”, un símbolo que ha dado la vuelta al mundo. Wim Wenders filmó allí “Il volo” (“El vuelo”), un documental que retrata la experiencia de la aldea y sus habitantes, nuevos y viejos, elogiando el modelo como “una verdadera utopía”, y en 2016, la revista Fortune incluyó a Lucano entre los cincuenta líderes más influyentes del mundo.

Desde aquel lejano 1998, han pasado por Riace más de 6.000 inmigrantes y refugiados. Hoy, es un pueblo lleno de vida. Tiene 2.313 habitantes de los cuales casi una cuarta parte, 532, son inmigrantes, procedentes de 38 países: Nigeria, Eritrea, Mali, Somalia, Pakistán, Afganistán, Siria, Iraq… todos integrados en el Sistema de Protección para Solicitantes de Asilo y Refugiados (SPRAR, en italiano) y, en términos de PIB, es un 43% más rico que cuando Lucano llegó a la alcaldía en 2004.

Pero sobrevino la “crisis de los refugiados” y el auge de la xenofobia, contaminando todos los quehaceres relacionados con la inmigración que, rápidamente, se convirtió en una de las principales preocupaciones de la política nacional e internacional, y el modelo Riace se empezó a ver como una excepción no deseable.

A comienzos de 2016, un inspector del SPRAR elaboró un informe muy negativo, según el cual el alcalde permitía la permanencia en el pueblo a los inmigrantes que habían terminado los proyectos financiados por la Unión Europea y no tenían papeles para quedarse. Además, el municipio debía una gran cantidad de dinero en términos de impuestos por el otorgamiento de documentos que nunca se habían pagado. Como los inmigrantes no tenían dinero, la alcaldía se los daba gratis. Un verdadero “caos” según el informe del inspector.

El SPRAR suspendió el envío de nuevos fondos, algo a lo que en Riace estaban acostumbrados. Era habitual que, por razones burocráticas, la llegada del dinero de la Unión Europea se retrasara, incluso que quedara bloqueada durante un plazo más o menos largo, pero siempre terminaba llegando. Para sobrevivir, Lucano y su gente llegaron a crear su propia moneda comunal, una especie de bonos en forma de billetes con las efigies de Gandhi, Martin Luther King, el Che Guevara y otros líderes, que sustituían en el municipio al dinero corriente y que, una vez llegados los fondos europeos, se canjeaban por moneda oficial.

Pero, como es sabido, no hay una buena historia sin la participación de un villano que se precie, el antagonista cruel y desalmado que amenaza con cargarse todo aquello que ha dado sentido al trabajo del protagonista. Así, apareció sobre las colinas del pueblo, Matteo Salvini, nuevo ministro del Interior y líder de la Lega que desde junio de 2018 cogobierna Italia, para arrojar sobre Riace a sus guerreros y enterrar su modelo en el fondo del mar.

Lucano mantuvo un abierto enfrentamiento con Salvini, que había decidido bloquear los fondos destinados a los proyectos de acogida en Riace. Se atrevió, incluso, a desafiar al ministro y en los primeros días de agosto inició una huelga de hambre, lanzando un manifiesto en el que denunciaba “las injusticias que como comunidad de acogida estamos sufriendo” y advirtiendo: “Estamos llegando al punto de no retorno. Si no hay una asignación planificada, no solo terminará la experiencia de Riace, sino que al menos 165 refugiados, 50 de ellos niños, terminarán en medio de una carretera y cerca de 80 empleados se quedarán sin trabajo. Numerosas actividades comerciales que han proporcionado bienes, principalmente alimentos, durante más de un año, no recibirán el pago del crédito que han acumulado. La economía de toda la comunidad, un modelo mundial de recepción e integración, colapsará bajo una pila de escombros.” Firmado: Doménico Lucano (Un alcalde rebelde)

Sentado en los escalones de la taberna de Donna Rosa se lamenta: “Están destruyendo el pueblo, corremos el riesgo de que se cierre todo, incluido el asilo. Podíamos seguir sin fondos europeos como proyecto independiente, pero dos años es demasiado tiempo y hemos acumulado bastantes deudas”. El futuro inmediato de lo que Lucano llamó “la utopía de la normalidad” es realmente incierto y corre serio peligro. Mientras, en una de esas interminables tardes, rotas por el toque de las campanas, los niños juegan en el nuevo campo de fútbol pidiéndose a gritos la pelota en dialecto calabrés, sin ser conscientes de ello.

Desde el 2 de octubre, Doménico Lucano está suspendido de sus funciones y se le ha prohibido vivir en su pueblo, acusado de favorecer la inmigración ilegal, de violar las normas de permanencia de inmigrantes y de haber cometido irregularidades en la concesión del servicio de recogida de basuras a dos cooperativas sociales, L’Arcobaleno y Eco-Riace, creadas para dar trabajo a los inmigrantes acogidos. Tanto a él, como a su compañera, Tesfahun Lemlem, y a otras treinta personas detenidas, se les acusa, también, de haber forzado los procedimientos para permitir que algunas jóvenes inmigrantes permanezcan en Italia mediante matrimonios de conveniencia, por lo que a Tesfahun se le ha prohibido salir del municipio, con la obligación de comparecer dos veces al día en la comisaría. Además de bloquear durante dos años los fondos europeos destinados a mantener el proyecto de acogida, Matteo Salvini ha ordenado el día 14 que los inmigrantes acogidos al programa SPRAR abandonen el municipio y se trasladen a centros oficiales de otras localidades de Italia. Aunque, tras la polémica desatada, ha reconsiderado su orden precisando que los traslados serán voluntarios, pero añadiendo que los que decidan seguir en Riace dejarán de beneficiarse del sistema de acogida.

Doménico Lucano se ha convertido en el rostro de la lucha contra la xenofobia en la Italia de Salvini, pero no todas las historias bonitas tienen un final feliz y ésta aún no ha terminado. Héroe o villano. ¿De qué lado caerá la victoria?

“El viento cambió la historia de este pueblo”, suele decir Lucano recordando la llegada de aquel velero. Pero la dirección ha cambiado y hoy arrastra negros nubarrones, mientras los lugareños sueñan con ver a Salvini y sus secuaces convertidos en estatuas de bronce y enterrados en la arena del fondo del mar, como los Guerreros de Riace.

La pena negra de Federico: Poesía y barbarie

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Siguiendo las huellas de Federico García Lorca, su caminar se detiene en Donosti el 7 de marzo de 1936. Un sábado de cielos nubosos y lluvia intermitente.

“A la hora acostumbrada” –siete y cuarto de la tarde–, subía a la tribuna del Ateneo Guipuzcoano para charlar sobre el Romancero gitano, ante un auditorio lleno y entusiasta.

En tono distendido fue desgranando el sentido y simbolismo de su obra. El libro –dijo–, aunque se llama gitano, es el poema de Andalucía; y lo llamo gitano porque el gitano es lo más elevado, lo más profundo y aristocrático de mi país, lo más representativo de su modo de ser; guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza y universal. Es un libro en el que apenas si está expresada la Andalucía que se ve, pero donde está temblando la que no se ve, la que se siente. Un libro, en contra de lo que muchos creen, anti-pintoresco, anti-folklórico y anti-flamenco, donde las figuras sirven a fondos milenarios y donde no hay más que un solo personaje que es la Pena, que se filtra en el tuétano de los huesos y en la savia de los árboles, que no tiene nada que ver con la melancolía ni con la nostalgia. Un sentimiento más celeste que terrestre.

De cuando en cuando, ilustra sus comentarios recitando algunos de sus poemas, “con dicción clara y declamación atinada” –dice el cronista de La Voz de Guipúzcoa­–, como el Romance de la pena negra, la composición más representativa del Romancero gitano, haciendo las delicias de los asistentes.

Vengo a buscar lo que busco,
mi alegría y mi persona.
Soledad de mis pesares,
caballo que se desboca,
al fin encuentra la mar
y se lo tragan las olas.
No me recuerdes el mar,
que la pena negra, brota
en las tierras de aceituna
bajo el rumor de las hojas.

Por abajo canta el río:
volante de cielo y hojas.
Con flores de calabaza,
la nueva luz se corona.
¡Oh pena de los gitanos!
Pena limpia y siempre sola.
¡Oh pena de cauce oculto
y madrugada remota!

Federico se encontraba a gusto en Donosti, donde tenía muchos amigos y grandes admiradores, y se queda el fin de semana. El domingo se cita con Gabriel Celaya en el hotel Biarritz, donde se aloja, y es homenajeado con una comida en Gaztelubide, dejando su firma en el libro de honor de la sociedad, con la peculiar y arabesca rúbrica que abre esta entrada.

Pero la pena negra lo aboca a un destino trágico. Sólo cinco meses después, una madrugada, remota, de agosto, sobre las cuatro, es “pasado por las armas” en el barranco granadino de Víznar, por masón, socialista y homosexual. “Yo mismo le he metido dos tiros por el culo por maricón”, alardeó el abogado derechista Juan Luis Trescastro pocas horas después del asesinato. Tenía 38 años cuando le mataron; cuando se durmió de plomo y vistió de luto la tierra. Desde entonces yace en una fosa en algún lugar desconocido.

Uno de sus grandes admiradores, Esteban Urkiaga, Lauaxeta, cautivado por el imaginario del Romancero gitano que inspiró sus versos, también andaba tras las huellas de Federico. Salió a su encuentro en varias ocasiones, la última cuando la compañía de Margarita Xirgu estrenó en el Teatro Arriaga Bodas de sangre, sin conseguirlo. Había traducido al euskera tres de sus Canciones: Cazador, Canción del jinete y Despedida. Se las dejó en unas cuartillas mecanografiadas, en el hotel Torróntegui del Arenal bilbaíno, donde se hospedaba, junto con su segundo libro, recientemente publicado, Arrats beran y una pequeña nota en la que le decía: “Distinguido poeta. He intentado varias veces, sin lograrlo, una breve entrevista con usted, con el más vivo deseo de obtener su autorización para traducir al vasco algunas de sus poesías. Presentes en mí están sus ocupaciones y no quiero robarle más tiempo. Le dejo –ejemplo de versiones– para que pueda mirar algunas de sus canciones puestas en gracia y amor del idioma más venerable de Europa. Me fuera grato declamárselas para que gustara de la música de este milenario idioma”.

No fue posible. Otra madrugada, remota, a las cinco y media, sólo unos meses después que Federico, Lauaxeta era, también, “pasado por las armas”, frente a la tapia del cementerio vitoriano de Santa Isabel, por su “celo por la causa rojo separatista”. Tenía 31 años.

Consciente de que vivía sus últimos momentos escribió en La Playa:
(Traducción de Luigi Anselmi)

Lanzado a la vida por una ola
desperté en otro lugar!
¿Por qué camino podré llegar a la playa?
¡Me he perdido dentro de mí mismo!

El cuerpo está inmóvil, inquieta el alma,
¿De dónde viene esta resaca?
¡Una calma total en la superficie!
¿Adónde me arrastra el poderoso reflujo del mar?
Mas ¿para qué debilitarme luchando dentro del agua?
Sobre la mar se extiende una paz infinita.
Me quedaré dormido en esa inmensidad
¡y que me lleve consigo la fría ola de la muerte!

Poesía y barbarie.

Empiezan a caer las hojas de los árboles y me embarga la pena negra cuando vuelvo sobre mis pasos por el Paseo de Federico García Lorca.

Dooh Nibor en la brecha

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Erase una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos. Había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado. Personajes a los que veía José Agustín Goytisolo cuando soñaba un mundo al revés.

En los míos aparece de manera recurrente uno que me quita el sueño. Es Dooh Nibor. El reverso exacto, la antítesis, de Robin Hood, el príncipe de los ladrones. Un personaje que se dedica a robar a los pobres para dárselo a lo ricos.

El problema es que no pertenece a aquel mundo al revés que soñaba Goytisolo porque cuando me despierto sigo viéndolo por todas partes y se reproduce como los gremlins. Tal es así que los ricos se hacen cada vez más ricos a costa de los pobres, que se empobrecen cada vez más a causa de los ricos. Y la brecha entre ricos y pobres cada vez se hace más grande.